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– Pudo hacerlo, pero ¿por qué él?

– El pasadizo secreto, señor. Esa noche, pudo utilizarlo con toda facilidad para ir a la cocina. No necesitaba llave.

Volví a golpearme la frente con los nudillos.

– Cualquiera de ellos pudo hacerlo. Esa pista apunta en demasiadas direcciones. Necesito algo más, y espero encontrarlo en Londres. Pero quiero que tú te quedes aquí. Quiero que te mudes a casa del abad. Revisa las cartas y no pierdas detalle de nada de lo que ocurre.

Mark me lanzó una mirada de reproche.

– Me queréis lejos de Alice.

– Te quiero en lugar seguro, como el viejo Goodhaps. Puedes ocupar su habitación; es un sitio muy adecuado para alguien de tu edad y tu situación. -Solté un suspiro-. Y, sí, preferiría que te mantuvieras alejado de Alice. He hablado con ella; le he dicho que vuestra relación podría perjudicar tu futuro.

– No teníais ningún derecho, señor -replicó Mark con súbita vehemencia-. El derecho a elegir mi camino es mío.

– No, Mark, no lo es. Tienes obligaciones, con tu familia y con tu propio futuro. Te ordeno que te mudes a casa del abad.

Vi hielo en los grandes ojos azules que habían cautivado al hermano Gabriel.

– Os he visto mirarla con lujuria -murmuró Mark despectivamente.

– Yo sé controlarme.

Mark me miró de arriba abajo.

– No tenéis más remedio.

Apreté los dientes.

– Debería lanzarte al camino de una patada en el culo. Ojalá no te necesitara aquí mientras estoy fuera, pero te necesito. Bueno, ¿vas a hacer lo que te he dicho?

– Haré todo lo que pueda para ayudaros a coger al hombre que ha matado a esas personas. Se merece la horca. Pero no os prometo nada sobre lo que haré después, aunque me repudiéis totalmente -dijo, y respiró hondo-. Tengo intención de pedirle a Alice Fewterer que se case conmigo.

– Entonces, sí, tal vez deba repudiarte -respondí con calma-. ¡Vive Dios que no lo haría por gusto, pero no puedo pedirle a lord Cromwell que readmita a un hombre casado con una criada! Eso es imposible.

Mark no respondió. En el fondo de mi corazón, sabía que, si ocurría lo peor, acabaría aceptándolo como pasante, a pesar de lo que acababa de decirme, y les encontraría una habitación en Londres para ellos dos. Pero no se lo pondría fácil. Le lancé una mirada tan acerada como la suya.

– Prepárame la bolsa -le ordené con sequedad-. Y ensilla a Chancery. Creo que el camino está lo bastante transitable para cabalgar hasta Scarnsea. Iré a hablar con el prior antes de partir -dije dando media vuelta y alejándome por el patio.

Me habría gustado que me acompañara a interrogar a Mortimus, pero, después de lo que acababa de ocurrir, estaríamos mejor separados.

En el despacho de Gabriel, los obedienciarios formaban un grupo patético, como pocas veces había visto. Me llamó la atención lo distantes que se mostraban entre ellos; el abad, con su altivez, cada vez más frágil; Guy, austero y solitario; el prior y el tesorero, los dos hombres que hacían funcionar el monasterio, y que, a pesar de ello, seguían sin parecerme amigos. Ésa era su fraternidad espiritual.

– Debo comunicaros, hermanos, que voy a ir a Londres. Tengo que informar a lord Cromwell. Estaré fuera unos cinco días, durante los cuales delego mis atribuciones en el señor Poer.

– ¿Cómo vais a ir y volver en cinco días? -se asombró el prior-. Dicen que hay nieve de aquí a Bristol.

– Iré en barco.

– ¿De qué tenéis que informar a lord Cromwell? -me preguntó el abad con inquietud.

– De asuntos privados. Bien. He divulgado cómo murió el hermano Gabriel. Y he decidido que el cuerpo de Orphan Stonegarden se entregue a la señora Stumpe para que lo entierre. Por favor, ocupaos de ello.

– Pero entonces toda la ciudad sabrá que murió aquí… -protestó el abad con el entrecejo fruncido, como si no acabara de entender lo que ocurría.

– Sí. Las cosas han ido demasiado lejos para seguir manteniéndolo en secreto.

El abad alzó la cabeza y me miró con un asomo de su antigua soberbia.

– Debo protestar, doctor Shardlake. Algo así, que afecta a todos los que vivimos aquí, debería habérseme consultado antes, como abad del monasterio.

– Esos días han acabado, reverencia -respondí con sequedad-. Ahora podéis marcharos, todos excepto el prior.

El hermano Guy y el hermano Edwig abandonaron el despacho, seguidos por el abad, el cual, antes de desaparecer de mi vista, me lanzó una mirada en la que se mezclaban el desaliento y el estupor.

Me crucé de brazos y, echando mano de mis mermadas reservas de energía mental, me encaré con el prior.

– He estado preguntándome, hermano, quién podía saber que iba a venir a la iglesia. Vos estabais en el estanque cuando se lo he dicho a mi ayudante.

El prior rió con incredulidad.

– Yo ya os había dejado.

Observé su rostro con atención, pero sólo descubrí irritación y perplejidad.

– Sí, es cierto. Entonces, la persona que empujó la estatua no estaba esperándome; tenía otro propósito distinto. ¿Quién podía tener alguna razón para subir allí arriba?

– Nadie, mientras no se llegue a algún acuerdo sobre las obras.

– Me gustaría que me acompañarais a la galería para echar un vistazo.

Acababa de acordarme de la reliquia desaparecida y del oro, que tenía que estar escondido en algún sitio si mi teoría sobre las ventas de tierras era acertada. ¿Estarían allí arriba? ¿Era ése el motivo de que el asesino hubiera subido a la galería?

– Como queráis, comisionado.

Precedí al prior hasta las escaleras y volví a subir a la galería. Cuando llegamos arriba, el corazón me palpitaba como si quisiera salírseme del pecho. En la nave, los criados seguían restregando las losas y escurriendo trapos empapados de sangre en cubos de agua. Era todo lo que quedaba del hermano Gabriel. De pronto, sentí náuseas y tuve que agarrarme al pasamanos.

– ¿Os encontráis bien?

El prior Mortimus estaba a dos pasos de mí. En ese momento, comprendí que, si decidía atacarme, era más fuerte que yo. Tenía que haber ido con Mark.

– Sí -respondí conteniéndolo con un gesto de la mano-. Sigamos.

Miré el montón de herramientas, que seguía junto al lugar que había ocupado la estatua, y el cajón de los canteros, suspendido de la maraña de cuerdas.

– ¿Cuánto hace que se han parado las obras?

– Las cuerdas y el cajón llevan dos meses. Los colocaron para bajar la estatua, que amenazaba con desplomarse, y examinarla. Ese cajón suspendido entre el muro y el campanario es una solución muy ingeniosa; se le ocurrió al maestro cantero. Los trabajos no habían hecho más que empezar cuando el hermano Edwig ordenó que los interrumpieran, y con razón; Gabriel no debió iniciarlos hasta que el presupuesto hubiera sido aprobado. Luego el tesorero siguió dándole largas para demostrarle quién tenía la sartén por el mango.

– Es un trabajo peligroso -dije mirando la maraña de cuerdas.

El prior se encogió de hombros.

– Sería más seguro poner andamios; pero ¿imagináis al tesorero aprobando el gasto?

– No simpatizáis con el hermano Edwig… -dije como quien no quiere la cosa.

– Es como un pequeño hurón, siempre a la caza del penique.

– ¿Suele consultaros sobre los asuntos económicos del monasterio?

Lo observé atentamente, pero el prior se encogió de hombros con indiferencia.

– No consulta a nadie, excepto a su reverencia el abad, aunque malgasta mi tiempo y el de todo el mundo haciendo justificar hasta el último penique.

– Comprendo. -Me volví y alcé la vista hacia el interior del campanario-. ¿Desde dónde se tocan las campanas?

– Hay una escalera que sube hasta el campanario. Puedo mostrárosla, si lo deseáis. Ahora es poco probable que las obras continúen. Gabriel perdió la partida definitivamente al dejarse matar.

Enarqué las cejas.

– Prior Mortimus, ¿cómo es posible que os conmueva la muerte de una criada y en cambio no mostréis el menor pesar por la de un hermano con el que habéis convivido durante años?

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