– Entonces, señor -dijo Alice animándose de inmediato-, ¿por qué le habéis prohibido que me vea?
– El padre de Mark es el administrador de la granja de mi padre. No es que mi padre sea rico, pero yo he tenido la suerte de abrirme camino en el mundo de la justicia y entrar al servicio de lord Cromwell. -Creía que la impresionaría, pero su rostro permaneció inmutable-. Mi padre dio su palabra al de Mark de que yo intentaría situar al muchacho en Londres. Y así lo hice; aunque no todo fue mérito mío. Su buena cabeza y su excelente educación hicieron su parte. -Tosí con delicadeza-. Desgraciadamente, tuvo un tropiezo y perdió el puesto…
– Sé lo de la dama de la reina, señor. Mark me lo ha contado todo.
– ¿De veras? Entonces comprenderás, Alice, que esta misión es su última oportunidad de recuperar el favor de lord Cromwell. Si lo consigue, podría progresar, labrarse un futuro de bienestar y seguridad; pero debería encontrar una esposa de su rango. Alice, eres una joven estupenda. Si fueras la hija de un comerciante de Londres…, sería otra cosa. En ese caso, no sólo te pretendería Mark; yo también lo haría. -No era eso lo que intentaba decir, pero la fuerza de los sentimientos me llevó a expresarme así. Alice frunció el semblante y me miró con perplejidad. ¿Aún no lo había comprendido? Respiré hondo-. En definitiva, si Mark quiere progresar, no puede dedicarse a cortejar a una criada. Es duro, pero así es como funciona la sociedad.
– La sociedad es injusta -replicó Alice con súbita y fría cólera-. Hace mucho tiempo que lo pienso.
– Es el mundo que Dios creó para nosotros -respondí poniéndome en pie-. Y nos guste o no, tenemos que vivir en él. ¿Serías capaz de retener a Mark, de impedir que prosperara? Si le das alas, eso es lo que ocurrirá.
– Nunca haría nada que lo perjudicara -replicó Alice con vehemencia-. Nunca haría nada que fuera contra sus deseos.
– Pero puede ser que sus deseos lo perjudiquen.
– Eso debe decidirlo él.
– ¿Arruinarías su futuro? ¿Lo harías?
La joven me observó atentamente, tanto que me sentí incómodo como jamás me había sentido ante la mirada de una mujer. Al cabo, soltó un profundo suspiro.
– A veces creo que estoy condenada a perder a todos aquellos a quienes amo. Puede que sea el sino de las criadas -añadió con amargura.
– Mark dijo que tenías un novio, un leñador que murió en un accidente.
– Si no hubiera muerto, ahora viviría tranquilamente en Scarnsea, porque hoy en día los terratenientes no hacen otra cosa que talar bosques. Y, en cambio, aquí estoy.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero se los secó con rabia. Me habría gustado estrecharla contra mi pecho y consolarla, pero sabía que no eran mis brazos los que quería.
– Lo siento. A veces es inevitable perder a aquellos a los que amamos. Alice, es posible que el monasterio tenga los días contados. ¿Y si intentara encontrarte un trabajo en la ciudad por medio del juez Copynger? Tal vez lo vea mañana. No deberías seguir en un lugar donde están ocurriendo cosas tan terribles.
Alice se enjugó las lágrimas y me miró de un modo extraño, lleno de sentimiento.
– Sí, aquí he visto hasta dónde puede llegar la violencia de los hombres. Es espantoso.
Mientras escribo, vuelvo a ver aquella mirada, y me estremezco al recordar lo que estaba por venir.
– Permíteme que te ayude a dejar todo esto atrás.
– Tal vez lo haga, señor, aunque no me gustaría estar en deuda con ese hombre.
– Lo comprendo. Pero te lo repito: el mundo es así.
– Ahora tengo miedo. Incluso Mark lo tiene.
– Sí. Yo también.
– Señor, el hermano Guy me ha dicho que encontrasteis otras cosas en el estanque, además del cuerpo de la muchacha. ¿Puedo preguntaros qué?
– Sólo un hábito, que parece no ser la pista que creía, y una espada. Voy a ordenar que vacíen el estanque para ver si encontramos algo más.
– ¿Una espada?
– Sí. Creo que se trata del arma que acabó con la vida del comisionado Singleton. La marca del armero podría permitirme seguirle el rastro, pero para eso debería ir a Londres.
– No os vayáis, señor, os lo suplico -me pidió Alice con inesperada vehemencia-. No nos dejéis solos. Señor, os pido perdón si he sido irrespetuosa con vos, pero, por favor, no os vayáis. Vuestra presencia aquí es mi única protección.
– Me temo que exageras mi poder -murmuré apesadumbrado-. No pude salvar a Simón Whelplay. No obstante, no podría llegar a Londres en menos de una semana, y no dispongo de tanto tiempo. -El alivio suavizó el rostro de Alice. Me aventuré a acercarme a ella y darle una palmada en el brazo-. Me conmueve que tengas tanta confianza en mí.
Alice retiró el brazo, pero me sonrió.
– Puede que vos tengáis poca en vos mismo, señor. Tal vez en otras circunstancias, sin Mark…
Su voz se apagó a media frase, y Alice bajó la cabeza recatadamente. Confieso que el corazón me daba brincos en el pecho.
– Creo que deberíamos volver, en lugar de intentar llegar al río -dije tras unos instantes de silencio-. Estoy esperando un mensaje del juez. Haré algo por ti, Alice, te lo prometo. Y… gracias por tus palabras.
– No, gracias a vos por vuestra ayuda.
Alice esbozó una rápida sonrisa, dio media vuelta y emprendió el camino hacia el monasterio.
El viaje de regreso fue más rápido, pues sólo teníamos que volver sobre nuestros pasos. Mientras seguía a Alice, no podía apartar los ojos de su nuca, y hubo un momento en que estuve a punto de estirar la mano y tocarla. Estaba claro que los monjes no eran los únicos capaces de hacer el ridículo y comportarse como unos hipócritas.
De pronto, la vergüenza se apoderó de mí, y apenas dijimos nada durante todo el camino de vuelta. Pero al menos el silencio parecía más cálido que a la ida.
Cuando llegamos a la enfermería, Alice dijo que debía volver al trabajo y me dejó. El hermano Guy estaba vendándole la pierna al monje grueso. Al verme, alzó la cabeza hacia mí.
– ¿Ya de vuelta? -me preguntó-. Parecéis helado.
– Y lo estoy. Alice me ha sido de gran ayuda; os lo agradezco a los dos.
– ¿Qué tal dormís ahora?
– Mucho mejor, gracias a vuestra milagrosa poción. ¿Habéis visto a Mark?
– Ha pasado hace un momento por aquí. Iba a vuestra habitación. ¡Seguid tomando la poción durante unos días! -me recomendó el enfermero mientras yo abandonaba la sala preguntándome si debía hablarle a Mark de mi conversación con Alice.
Llegué a la habitación y abrí la puerta.
– Mark, he estado en… -empecé a decir mirando a mi alrededor.
La habitación estaba vacía. Pero, de pronto, oí una voz, una voz que parecía surgir de la nada. -¡Señor! ¡Ayudadme!
24
– ¡Socorro!
En la apagada voz de Mark, que en mi confusión me parecía surgida del vacío, había un tono de pánico.
Al cabo de un momento, advertí que el aparador estaba ligeramente separado de la pared. Miré detrás y vi una puerta falsa en el revestimiento de madera. Tiré con fuerza del pesado mueble hasta que conseguí apartarlo un poco más.
– ¡Mark! ¿Estás ahí?
– ¡Me he quedado encerrado! ¡Abridme, señor! ¡Deprisa, podría volver en cualquier momento!
Accioné el viejo y roñoso picaporte, se oyó un clic y la portezuela se abrió, dejando pasar una ráfaga de aire húmedo. Mark salió disparado de la oscuridad, con el pelo revuelto y cubierto de polvo. Miré hacia la negrura y luego me volví hacia él.
– ¡Por las llagas de Cristo! ¿Qué ha pasado? ¿Quién podría volver?
– Después de entrar ahí -dijo Mark entre jadeo y jadeo-, he cerrado la puerta, sin darme cuenta de que no se podía abrir desde dentro. Me he quedado atrapado. La portezuela tiene una mirilla; alguien ha estado espiándonos.
– Cuéntame lo que ha ocurrido, desde el principio.
«Al menos, con el susto se ha olvidado del enfado», me dije.