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Para mi sorpresa, sus grandes ojos azules se llenaron de lágrimas, y bajó la cabeza. Al parecer, además de carácter tenía corazón.

– La profanación de la iglesia fue algo terrible -murmuré.

– Pobre Jonás -dijo la chica moviendo la cabeza y respirando hondo.

– Dime, Alice, ¿cuándo advertiste que había desaparecido?

– La noche del asesinato.

– Aquí sólo se puede entrar pasando por la enfermería o por las letrinas, ¿verdad? -le pregunté recorriendo el patio con la mirada.

– Sí, señor.

Asentí. Otra prueba de que el asesino conocía bien el monasterio. Un retortijón de tripas me advirtió que no debía seguir aguantándome. De mala gana, me disculpé y corrí hacia las letrinas.

Nunca había estado en los retretes de un monasterio. En la escuela de Lichfield bromeaban sobre lo que debían hacer los monjes allí dentro, pero las letrinas de Scarnsea no tenían nada de particular. Las paredes de piedra estaban desnudas y el alargado rectángulo del suelo permanecía en penumbra, pues las ventanas eran altas. A lo largo de una de las paredes había un banco con agujeros circulares, y en el extremo más alejado, tres cubículos cuyo uso estaba reservado a los obedienciarios. Para llegar a ellos, tuve que pasar junto a los dos monjes que estaban sentados en el banco común. Uno era el joven al que había visto en la contaduría. El otro se puso en pie precipitadamente, inclinó la cabeza ante mí al tiempo que se bajaba el hábito y luego se volvió hacia su vecino.

– ¿Piensas pasar ahí toda la mañana, Athelstan?

– Déjame tranquilo. Tengo cólico.

Entré en uno de los cubículos, corrí el pestillo y me senté, profiriendo un suspiro. Después de aliviarme, me quedé escuchando el riachuelo que corría bajo mis pies y pensé en Alice. Si el monasterio se cerraba, ella se quedaría sin trabajo. Me pregunté qué podía hacer por la muchacha; tal vez ayudarla a encontrar algo en la ciudad. Me entristecía que una joven como ella hubiera acabado en un sitio como aquél, pero seguramente era de familia humilde. ¡Cómo se había conmovido al recordar al pobre gallo!… Había estado a punto de cogerla del brazo y consolarla. Sacudí la cabeza y me reproché mi debilidad. Sobre todo, después de las advertencias que le había hecho a Mark.

Un ruido me arrancó de mis reflexiones y me hizo levantar la cabeza y contener la respiración. Al otro lado de la puerta, alguien se movía con sigilo, pero yo había oído el tenue roce de unas fundas de cuero contra la piedra. En ese momento, me alegré de haber tenido la precaución de desplazarme por el patio manteniéndome a distancia de las puertas. Con el corazón palpitante, me até las calzas y me levanté sin hacer ruido, echando mano a la daga. Pegué la oreja a la puerta y oí la respiración de alguien que estaba al otro lado.

Me mordí el labio. El joven monje de la contaduría ya debía de haberse marchado, y seguramente ahora me encontraba solo con el desconocido que acechaba al otro lado de la puerta del cubículo. Confieso que la idea de que el asesino de Singleton estuviera esperándome como lo había esperado a él me ponía los pelos de punta.

Las puertas de los cubículos se abrían hacia fuera. Con infinito cuidado, descorrí el pestillo, retrocedí y le di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. Oí un grito de sobresalto, al tiempo que la hoja golpeaba contra la del cubículo de al lado y dejaba ver al hermano Athelstan, que había salido despedido hacia atrás y agitaba los brazos en el aire tratando de recuperar el equilibrio. Vi con alivio que tenía las manos vacías. Cuando avancé hacia él empuñando la daga, me miró con los ojos como platos.

– ¿Qué estabais haciendo? -le grité-. ¡Os he oído en la puerta!

El monje tragó saliva, y su prominente nuez de Adán subió y bajó rápidamente. Estaba blanco como la pared.

– ¡No pretendía asustaros, señor! ¡Estaba a punto de llamar, os lo juro!

– ¿Por qué? -le pregunté bajando la daga-. ¿Qué queréis?

El hermano Athelstan lanzó una mirada inquieta hacia la puerta que comunicaba con los dormitorios.

– Necesitaba hablar con vos en privado, señor. Cuando os he visto entrar, he decidido esperar hasta que estuviéramos solos.

– ¿De qué se trata?

– Aquí no, por favor -murmuró, asustado-. Podría venir alguien. Por favor, señor, ¿podríais encontraros conmigo en la destilería? Está junto al establo. Esta mañana no habrá nadie allí.

Lo miré con atención. Parecía al borde del desmayo.

– Muy bien. Pero iré con mi ayudante.

– Sí, señor, como queráis… -se interrumpió el hermano Athelstan al ver la desgarbada figura del hermano Jude, que apareció por la puerta de los dormitorios; a continuación, se marchó a toda prisa.

El despensero, que sin duda había optado por descansar tras haber decidido con qué manjares iba a regalar a los monjes, me miró extrañado, inclinó la cabeza y entró en uno de los cubículos. Oí que cerraba el pestillo con un golpe seco. Una vez solo, me di cuenta de que estaba temblando. Me estremecía de pies a cabeza, como una hoja de álamo.

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Conseguí calmarme a fuerza de respirar hondo y me apresuré a volver a la enfermería. Mark, sentado a la mesa del cuarto donde habíamos desayunado, conversaba con Alice, que había vuelto del corral y se había puesto a lavar platos. Al verla alegre y relajada, sin rastro de la reserva que había mostrado conmigo, no pude evitar sentir celos.

– ¿Tienes algún día de descanso? -le estaba preguntando Mark.

– Medio a la semana. Cuando la cosa está tranquila, el hermano Guy deja que me coja uno entero.

Al verme entrar como una exhalación, se volvieron hacia mí.

– Tengo que hablar contigo, Mark.

Mi ayudante me siguió a nuestra habitación, donde le conté mi extraño encuentro con el hermano Athelstan.

– Ven conmigo. Y coge la espada. Parece más taimado que peligroso, pero toda precaución es poca.

Volvimos al patio, donde Bugge y su ayudante seguían quitando la nieve. Al pasar frente al establo, que tenía la puerta abierta, miré al interior. Un mozo apilaba heno ante la atenta mirada de los caballos, que lanzaban espesas bocanadas de vaho al gélido aire de la mañana. No era un trabajo para un muchacho tan enfermizo como Whelplay.

Empujé la puerta de la destilería. Allí dentro hacía calor. A través de una puerta lateral, vi que ardía un pequeño fuego. Una escalera conducía al secadero del primer piso. La sala principal, llena de barriles y tinas, estaba desierta. Noté que algo se movía sobre mi cabeza y di un respingo; al mirar al techo, vi que había gallinas posadas en las vigas.

– ¡Hermano Athelstan! -susurré.

Oímos un ruido a nuestras espaldas, y Mark se llevó la mano a la espada al tiempo que el escuálido monje surgía de detrás de un barril.

– Comisionado… -murmuró inclinando la cabeza-. Gracias por venir.

– Espero que hayáis tenido una buena razón para comportaros de esa manera en el excusado. ¿Estamos solos?

– Sí, señor. El cervecero está ausente mientras se seca el lúpulo.

– ¿No estropean las gallinas la cerveza? Esos animales lo ponen todo perdido…

El monje se acarició la rala barba con un gesto nervioso.

– El cervecero dice que le da más sabor.

– No sé si la gente de la ciudad estaría de acuerdo -comentó Mark.

El hermano Athelstan se acercó y me miró fijamente.

– Señor, ¿conocéis el apartado de las ordenanzas de lord Cromwell donde se dice que cualquier monje que tenga alguna queja puede acudir directamente a un representante suyo en lugar de al abad?

– La conozco. ¿Tenéis alguna queja?

– Información, más bien -respondió el hermano Athelstan, y respiró hondo-. Sé que lord Cromwell busca información sobre los delitos que puedan cometerse en las comunidades religiosas. He oído, señor, que sus informantes reciben una recompensa.

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