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Dejé atrás los talleres y crucé la portezuela del cementerio laico. A la luz del día parecía más pequeño. En una zona estaban las lápidas de la gente que había pagado para que los inhumaran allí y en otra las de los que habían fallecido en el recinto. Todas estaban medio enterradas en la nieve. Había otras tres tumbas similares al panteón de los Fitzhugh, que habíamos visitado la noche anterior. Al fondo, varias hileras de árboles frutales alzaban al cielo sus desnudas ramas.

Me dije que los panteones eran buenos sitios para esconder cosas y me abrí paso por la nieve hasta el más cercano mientras me soltaba del cinturón el manojo de llaves que me había proporcionado el abad. Con los dedos entumecidos, las fui pasando una a una hasta encontrar la que encajaba en la cerradura.

Registré los tres panteones, pero no encontré nada oculto entre los sepulcros de mármol blanco. Los suelos de piedra estaban cubiertos de polvo y nada indicaba que alguien hubiera entrado en las tumbas en los últimos años. Una de ellas pertenecía a la eminente familia Hastings, que identifiqué como uno de los antiguos linajes extinguidos durante las guerras civiles. «No obstante, los que están enterrados aquí serán recordados», pensé, acordándome de que los monjes les decían misas privadas; recordados como nombres memorizados mecánicamente y lanzados al aire. Moví la cabeza y, ayudándome del bastón para no tropezar con las lápidas, volví a la huerta, donde me recibieron los graznidos de los hambrientos cuervos que estaban posados en los esqueletos de los árboles.

Abrí el portillo y avancé bajo las ramas cubiertas de nieve. Todo estaba silencioso e inmóvil. Allí, al aire libre, por fin tenía la sensación de disponer de espacio para pensar.

Era extraño volver a estar dentro de un monasterio después de tantos años. Cuando estudiaba en Lichfield, no era más que un niño tullido, un ser insignificante. Ahora disponía del poder de un comisionado de lord Cromwell, superior al que nunca había tenido un extraño sobre una casa religiosa. Sin embargo, ahora, como entonces, me sentía solo, rechazado. La diferencia era que ahora me temían; no obstante, debía utilizar mi autoridad con prudencia, porque, cuando están asustados, los hombres se cierran como cepos.

La conversación con el sacristán me había entristecido. El hermano Gabriel vivía en el pasado, en un mundo de manuscritos iluminados, cánticos en latín y estatuas de escayola, en el que seguramente buscaba refugio contra las continuas tentaciones. Recordé su expresión angustiada cuando había sacado a relucir su historia. En el desempeño de mi profesión topaba con muchos hombres, embusteros desfachatados y cínicos granujas, a los que confieso que era un placer interrogar para ver cómo se les descomponía el rostro y se les trababa la lengua cuando derribaba el edificio de sus mentiras. Pero sacar los trapos sucios de un hombre como el hermano Gabriel, cuya frágil dignidad era demasiado fácil de minar, no suponía una tarea agradable. Después de todo, yo sabía tan bien como él lo que significaba ser diferente y sentirse excluido.

Recordé que en más de una ocasión las pullas que me lanzaban los otros chicos cuando no podía participar en sus juegos me habían impulsado a suplicar a mi padre que me sacara de la escuela catedralicia y me educara en casa. Él me respondía que, si permitía que me apartara del mundo, nunca volvería a él. Era un hombre severo y difícil de ablandar, sobre todo desde la muerte de mi madre, que había fallecido cuando yo tenía diez años. Puede que mi padre tuviera razón, pero esa mañana no pude evitar preguntarme de qué me había servido el éxito mundano si había acabado conduciéndome a un sitio como aquél, en el que no hacía otra cosa que rememorar mis peores recuerdos.

Pasé junto a una hilera de palomares, tras los que se veía un gran estanque rodeado de cañas que había sido construido como vivero de peces. Un riachuelo lo atravesaba, antes de desaparecer por una cañería que pasaba bajo el muro posterior, a un tiro de piedra de donde me encontraba. Cerca había una pesada puerta de madera. Recordé que los monasterios solían construirse junto a alguna corriente de agua, que hacía las veces de cloaca. Los monjes de otras épocas eran buenos fontaneros; sin duda, habrían ideado algún sistema para evitar que las aguas residuales contaminaran el vivero. Me detuve y, apoyado en el bastón, contemplé la escena, reprochándome mis sombrías ideas. Estaba allí para investigar un asesinato, no para llorar las desdichas del pasado.

Había hecho progresos, aunque no demasiados. Me parecía poco probable que el asesinato fuera obra de alguien del exterior. Pero, aunque todos los obedienciarios estaban al corriente del auténtico propósito de Singleton, no veía a ninguno de los cinco dejándose llevar por el odio hasta el punto de asesinar a mi predecesor y poner el futuro del monasterio en mayor peligro del que ya corría. No obstante, todos eran hombres difíciles de descifrar; en cuanto a Gabriel, cuando menos había en él algo de atormentado y desesperado.

No paraba de darle vueltas a la idea de que Singleton había sido asesinado porque había descubierto algo sobre uno de los monjes. Parecía el móvil más verosímil, pero no encajaba con la escalofriante escenificación del hecho. Suspiré y me pregunté si acabaría viéndome obligado a interrogar a todos los monjes y criados del monasterio; al pensar en el tiempo que necesitaría para hacerlo, se me cayó el alma al suelo. Cuanto antes me alejara de aquella maldita ratonera y de los peligros que entrañaba, más feliz me sentiría. Además, lord Cromwell necesitaba una solución rápida. Pero, como había dicho Mark, yo sólo podía hacer lo que estaba en mi mano. Tenía que ir paso a paso, como buen abogado. Y el siguiente era comprobar si era posible acceder al monasterio desde la marisma.

– Hay que considerar todas las circunstancias -murmuré abriéndome paso por la nieve-. Todas.

Me detuve junto al estanque y paseé la mirada por la superficie, que cubría una fina capa de hielo. No obstante, el sol casi estaba en el cenit, y pude distinguir las siluetas de las enormes carpas que zigzagueaban entre las cañas.

Me disponía a marcharme cuando algo captó mi mirada, un tenue brillo amarillento en el fondo del estanque. Intrigado, volví a inclinarme hacia el agua. Al principio, no conseguí localizar lo que acababa de ver entre las cañas y pensé que había sido un efecto luminoso, pero al cabo de unos instantes volví a verlo. Me arrodillé y miré con atención. Había algo, una mancha amarilla en el fondo del vivero. El relicario era de oro y algunas espadas caras tienen la empuñadura dorada. Merecía la pena investigar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No me atraía enfrentarme al agua helada en esos momentos; volvería más tarde, con Mark. Me levanté, me sacudí la nieve de la ropa, me arrebujé en el manto y me acerqué a la puerta.

En un par de puntos, el muro se había derrumbado y estaba reparado de forma tosca y desigual. Solté del cinturón el manojo de llaves y encontré una que encajaba en la enorme y vieja cerradura. La puerta se abrió con un crujido sobre un angosto camino que discurría paralelo a la muralla, separado de la marisma por un desnivel de poco más de un palmo. Me sorprendió que el terreno pantanoso empezara tan cerca del monasterio. En algunos lugares, el camino estaba inundado de fango hasta el pie de la muralla, tan deteriorada que necesitaba ser reconstruida. Por la parte exterior, los arreglos que habían hecho eran aún más rudimentarios. En algunos puntos, un hombre ágil habría podido trepar por las anfractuosidades de la pared sin dificultad.

– ¡Maldita sea! -mascullé, porque ahora ni siquiera podía descartar esa posibilidad.

Me volví hacia la marisma. Cubierta de nieve y salpicada de espesos cañaverales y charcas heladas, se extendía unas ochocientas varas hasta el ancho cauce del río, cuyas aguas reflejaban el azul del cielo. En la otra orilla, el terreno ascendía en suave pendiente hacia el boscoso horizonte. Todo estaba inmóvil; el único signo de vida eran un par de aves marinas posadas en el río. Mientras las miraba, alzaron el vuelo lanzando tristes graznidos hacia el frío cielo.

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