El hermano Gabriel iba a replicar, pero se contuvo y respiró hondo.
– ¿Deseáis visitar la biblioteca?
– Sí, por favor. Por cierto, he visto la grieta del muro de la iglesia -dije tras recorrer parte de la nave en silencio-. Será una obra enorme. ¿El prior no aprobará el gasto?
– No. El hermano Edwig dice que no podemos sobrepasar el presupuesto anual. Y eso apenas basta para frenar el deterioro.
– Comprendo. -«En tal caso -me dije-, ¿por qué hablaban el abad y el hermano Edwig de vender tierras para conseguir dinero?»-. Los contables siempre piensan que lo más barato es lo mejor -añadí filosóficamente- y escatiman y ahorran hasta que todo se hunde a su alrededor.
– El hermano Edwig cree que ahorrar es un deber sagrado -murmuró el sacristán con amargura.
– Ni él ni el prior parecen demasiado dados a la caridad.
El hermano Gabriel me miró, pero me precedió fuera de la iglesia sin decir nada.
Al contacto con la blanca y fría luz de la mañana, empezaron a llorarme los ojos. El sol ya estaba alto y, si no calor, daba claridad. Había más caminos abiertos en la nieve y algunos hábitos negros empezaban a surcar la inmaculada extensión del patio.
El edificio de la biblioteca se alzaba junto a la iglesia y era sorprendentemente grande. La luz entraba a raudales por las altas ventanas y bañaba las estanterías, llenas de libros. Los escritorios estaban vacíos, salvo por un novicio que se rascaba la cabeza, inclinado sobre un grueso volumen, y un monje anciano que copiaba laboriosamente un manuscrito en una esquina de la sala.
– No hay mucha gente estudiando -observé.
– La biblioteca suele estar vacía -dijo el hermano Gabriel con pesar-. Si alguien quiere consultar un libro, acostumbra a llevárselo a la celda -añadió acercándose al anciano-. ¿Cómo va el trabajo, Stephen?
El monje alzó la cabeza y nos miró con los ojos entrecerrados.
– Despacio, hermano Gabriel.
Eché un vistazo a su trabajo. Estaba copiando una Biblia antigua, cuyo texto enmarcaba las ilustraciones con intrincado primor, y los colores, apenas ajados por el paso de los siglos, destacaban con nitidez en el grueso pergamino. Sin embargo, la copia del monje era un torpe remedo de letras inseguras y desiguales e ilustraciones de colores chillones.
– Nec áspera terrent, hermano, que no os arredren las dificultades -dijo el sacristán dándole una palmada en el hombro-. Os mostraré el grabado de la mano de san Dimas -añadió volviéndose hacia mí.
El hermano Gabriel me condujo por una escalera de caracol hasta el piso superior, donde había aún más libros, innumerables anaqueles atestados de volúmenes antiguos. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo.
– Nuestra colección. Algunos de nuestros libros son copias de obras griegas y romanas realizadas en la época en que copiar era un arte. Hace tan sólo cincuenta años, los escritorios de ahí abajo estaban llenos de hermanos que copiaban libros. Pero desde que inventaron la imprenta nadie quiere manuscritos iluminados; prefieren libros baratos, con sus horribles letras cuadradas, apretujadas unas contra otras.
– Puede que los libros impresos no sean tan bonitos, pero han puesto la palabra de Dios al alcance de todo el mundo.
– ¿Y está al alcance de todo el mundo comprenderla? -replicó el sacristán con viveza-. ¿Sin ilustraciones ni arte para estimular nuestro respeto y nuestra reverencia? -Cogió un viejo manuscrito de un anaquel, lo abrió y empezó a toser en medio del polvo que había levantado. Diminutas criaturas pintadas danzaban traviesamente entre las líneas del texto griego-. Se cree que es una copia de Sobre la comedia, una obra perdida de Aristóteles -dijo el hermano Gabriel-. Por supuesto, es una falsificación, realizada en Italia en el siglo trece, pero no por ello menos hermosa. -El sacristán cerró el manuscrito y señaló un enorme volumen que había en un estante, debajo de una colección de planos enrollados. Empezó a bajarlos y yo cogí uno con intención de ayudarlo. Para mi sorpresa, me lo arrebató de las manos con brusquedad-. ¡No! ¡No los toquéis! -Arqueé las cejas, y el sacristán se sonrojó-. Lo siento. No… no quería que os llenarais de polvo.
– ¿Qué son?
– Planos antiguos del monasterio. El cantero los consulta de vez en cuando -explicó, sacando el manuscrito de debajo. Era tan grande que a duras penas pudo bajarlo y llevarlo hasta un escritorio-. Es una historia ilustrada de los tesoros del monasterio. Tiene doscientos años de antigüedad -dijo pasando las páginas con cuidado»
Se veían reproducciones en color de las estatuas de la iglesia y otros objetos, como el facistol del refectorio, en cuyo pie figuraban las medidas y una descripción en latín. Las dos páginas centrales contenían una ilustración en color de un gran relicario cuadrado, adornado con piedras preciosas. Tras un panel de cristal, sobre un cojín púrpura, se veía una mano humana momificada, en la que se distinguían todos los tendones y las articulaciones, unida a un trozo de madera oscura por un grueso clavo que atravesaba la palma. Según rezaba el pie, el relicario tenía dos pies de lado por uno de fondo.
– Así que éstas son las famosas esmeraldas… -murmuré-. Son enormes. Tal vez robaran el relicario por el valor de las piedras y el oro.
– Quizá. Aunque cualquier cristiano que lo hiciera perdería su alma inmortal.
– Creía que los ladrones que fueron crucificados con Cristo no tenían las manos clavadas a la cruz, sino atadas, para prolongar su sufrimiento, tal como aparecen en las pinturas religiosas.
El hermano Gabriel suspiró.
– Nadie lo sabe con certeza. Los Evangelios dicen que Nuestro Señor fue el primero en morir, pero tal vez se debiera a que antes lo habían torturado.
– El engañoso poder de las pinturas y las estatuas… -murmuré-. Es paradójico, ¿no os parece?
– ¿Qué queréis decir, señor?
– Esa era la mano de un ladrón. Y ahora, convertida en reliquia que la gente pagaba por ver hasta que fueron prohibidas, se ha transformado en objeto robado.
– Puede que para vos sea una paradoja -repuso el sacristán en voz baja-, pero para nosotros es una tragedia.
– ¿Podría cargar con el relicario un solo hombre?
– En la procesión de Pascua lo llevan dos. Probablemente, un hombre fuerte podría cargar con él, aunque no mucho rato.
– ¿El suficiente para llegar a la marisma, quizá?
El sacristán asintió.
– Quizá.
– Entonces, creo que ha llegado el momento de echar un vistazo ahí fuera, si sois tan amable de indicarme el camino.
– Por supuesto. Hay una puerta en esa parte del muro.
– Gracias, hermano Gabriel. Vuestra biblioteca es fascinante.
El sacristán me acompañó hasta el patio y señaló hacia el cementerio.
– Seguid el camino hasta allí. Una vez que dejéis atrás la huerta y el estanque, veréis la puerta. Pero habrá mucha nieve…
– Llevo fundas en los zapatos. Bien, sin duda volveremos a vernos a la hora de la cena. Me acompañará mi joven ayudante -añadí sonriendo con intención.
– Ah, sí… Por supuesto -murmuró el sacristán sonrojándose y bajando la cabeza.
– Hermano, os agradezco vuestra ayuda y vuestra franqueza.
Buenos días.
Le hice una inclinación y me puse en camino. A los pocos pasos me volví y lo vi caminando despacio hacia la iglesia con la cabeza gacha.