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Volví a guardar los documentos en el sobre cuidadosamente. Recordé el funeral de Singleton y el instante en que la tapa del ataúd se cerró sobre su rostro, y confieso que en ese momento me alegré. Pedí que me trajeran el caballo; había llegado el momento de hacer una visita a Whitechapel. Me eché la capa sobre los hombros y volví a salir, contento de tener un objetivo que cumplir y poder escapar del inmenso caos que reinaba en mi mente.

29

La cabalgada fue larga, y me llevó más allá de la Muralla de Londres, hasta Whitechapel, un barrio en rápido crecimiento, lleno de casuchas de adobe. Delgadas columnas de humo se elevaban de cientos de fuegos en el aire inmóvil. Allí las bajas temperaturas eran algo más que una inclemencia natural; viendo las caras de hambre y desesperación de la gente no pude evitar pensar que para muchos aquél sería el último invierno. Las pocas fuentes que pudiera haber debían de haberse helado, pues vi a muchas mujeres cargadas con cántaros de agua del río. Me había puesto mi ropa más sencilla, porque los caballeros no siempre estaban seguros en aquella parte de la ciudad.

La calle en la que Smeaton había tenido su forja era una de las mejores y en ella había varios talleres. Los papeles de Single ton decían que el artesano vivía en una casa de dos pisos contigua a una herrería, gracias a lo cual la encontré sin dificultad. El piso inferior ya no albergaba la carpintería; el escaparate estaba condenado con tablones clavados a la pared y cubiertos de pintadas. Até el jamelgo a un poste y golpeé la endeble puerta de madera.

Me abrió un joven pobremente vestido, de revuelta pelambrera negra y rostro pálido y consumido. Me preguntó qué quería sin demasiado interés; pero, cuando le dije que era un comisionado de lord Cronwell, retrocedió negando con la cabeza.

– Nosotros no hemos hecho nada, señor. Aquí no hay nada que pueda interesar a lord Cromwell.

– No se te acusa de nada -le aseguré procurando dar a mi voz un tono tranquilizador-. Sólo estoy haciendo averiguaciones. Sobre el anterior propietario de esta casa, John Smeaton. Quien me ayude recibirá una recompensa.

El joven seguía mirándome con temor, pero me invitó a entrar.

– Perdonad el desorden, señor -murmuró-. Pero estoy sin trabajo.

Ciertamente, la habitación a la que me hizo pasar era un lugar lamentable. Saltaba a la vista que había sido un taller en época reciente, pues consistía en una sola pieza alargada y de techo bajo, con las paredes ennegrecidas de hollín. Hacía un frío glacial; el fuego consistía en un puñado de piedras de carbón que producían más humo que calor. Aparte de un viejo banco de carpintero que hacía las veces de mesa, no había más muebles que unas cuantas sillas desvencijadas y un par de jergones de paja en el suelo. Junto al fuego, había tres niños escuálidos apretujados contra una joven que tenía en brazos a una criatura de aspecto enfermizo. Madre e hijos me miraban con idéntica mezcla de hosquedad e indiferencia. La habitación estaba en penumbra, pues sólo recibía luz a través de un ventanuco de la pared posterior. En el aire flotaba un penetrante olor a humo y orines.

– ¿Hace mucho que vivís aquí? -le pregunté al joven con el corazón encogido.

– Dieciocho meses, señor; desde que murió el anterior propietario. El hombre que compró la casa nos dejó esta habitación. En el piso de arriba vive otra familia. El dueño es el señor Placid, que vive en el Strand.

– ¿Sabes quién era el hijo del antiguo dueño?

– Sí, señor. Mark Smeaton, uno de los que se acostaban con la gran ramera.

– Supongo que los herederos de Smeaton le vendieron la casa al señor Placid. ¿Sabes quiénes eran?

– La heredera era una anciana. Cuando nos mudamos aquí, aún había cosas del señor Smeaton; ropa, una copa de plata y una espada…

– ¿Una espada?

– Sí, señor. Estaba todo amontonado allí -dijo el joven señalando una esquina de la habitación-. El señor Placid nos dijo que la hermana de John Smeaton vendría a recogerlo todo. Y que no tocáramos nada, si no queríamos ir a la calle.

– Y no lo hicimos -terció la mujer. La criatura empezó a toser, y ella la estrechó contra su pecho-. ¡Calla, Temor de Dios!

– ¿Y la anciana? -les pregunté haciendo un esfuerzo para contener mi emoción-. ¿Se presentó?

– Sí, señor, unas semanas después. Vivía en el campo, y la ciudad parecía ponerla nerviosa. La trajo su abogado.

– ¿Recuerdas cómo se llamaba? -le pregunté con impaciencia-. ¿O de qué parte del país venía? ¿Podía ser un sitio llamado Scarnsea?

El joven movió la cabeza.

– Lo siento, señor, sólo recuerdo que vivía en el campo. Era una mujer bajita y regordeta, de unos cincuenta años, con el pelo canoso. Apenas habló. Su abogado y ella cogieron la espada y las demás cosas y se marcharon.

– ¿Recuerdas el nombre del abogado?

– No, señor. Fue él quien cogió la espada. Recuerdo que la mujer comentó que le habría gustado tener un hijo al que poder dársela.

– Muy bien. Quiero que le eches un vistazo a mi espada… No, no te alarmes, sólo voy a desenvainarla para enseñártela. Quiero que me digas si podría ser la que se llevó esa mujer.

Dejé el arma sobre el banco. El joven se quedó mirándola, y su mujer se acercó a él con el niño en brazos.

– Se parece mucho -dijo la joven mirándome con desconfianza-. La sacamos de su funda, señor, pero sólo para ver cómo era; no hicimos nada con ella. Pero reconozco la empuñadura dorada, y esas marcas de la hoja.

– Comentamos que era preciosa -recordó el marido-. ¿Verdad, Elisabeth?

– Gracias a los dos -les dije envainando la espada-. Me habéis sido de gran ayuda. Siento que el niño esté enfermo -añadí alargando la mano para acariciar al bebé; pero la mujer me contuvo con un gesto de la mano.

– No la toquéis señor, está comida de liendres. No para de toser. Es este frío; ya hemos perdido a un hijo. ¡Calla, Temor de Dios!

– Tiene un nombre poco frecuente.

– Nuestro párroco es un reformista convencido, señor; él les ha puesto nombre a todos. Dice que tener hijos con esos nombres ayuda mucho. ¡Vamos, niños, levantaos!

Los otros tres hermanos se pusieron en pie y dejaron ver sus esmirriadas piernecillas y sus hinchadas barrigas.

– Celo, Perseverancia y Deber -recitó su padre señalándolos uno tras otro.

– Les daré seis peniques a cada uno -dije asintiendo con la cabeza-, y aquí tenéis tres chelines por vuestra ayuda.

Saqué las monedas de mi faltriquera. Los pequeños las cogieron de buena gana mientras sus padres los miraban como si no dieran crédito a sus ojos. Embargado por la emoción, di media vuelta, salí a toda prisa y me alejé a lomos del jamelgo.

La terrible escena que acababa de presenciar en la antigua casa de John Smeaton me había impresionado vivamente, de modo que fue un alivio concentrar la mente en lo que acababa de descubrir. No tenía sentido. La persona que había heredado la espada, la única persona con un motivo familiar para vengarse, era una anciana. En el monasterio no había ninguna mujer mayor de cincuenta años, aparte de un par de viejas criadas, dos adefesios huesudos que no respondían a la descripción del joven. La única persona de esas características que había conocido en Scarnsea era la señora Stumpe. Por otra parte, una anciana rechoncha no habría podido asestar el golpe que había decapitado a Singleton. Pero los documentos que me había enviado lord Cromwell afirmaban taxativamente que John y Mark Smeaton no tenían parientes varones. Negué con la cabeza.

En ese momento me di cuenta de que, absorto en mis cavilaciones, había dejado de guiar el caballo, que me llevaba hacia el río. No me apetecía volver a casa aún y lo dejé seguir. Olfateé el aire. ¿Eran imaginaciones mías, o realmente estaba empezando a cambiar el tiempo?

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