Pasé cerca de un vertedero cubierto de nieve, junto al que había un grupo de hombres acampados, presumiblemente con la esperanza de encontrar trabajo en los muelles; habían construido un chamizo con tablones y sacos y estaban apretujados alrededor de una hoguera. Al oírme, se volvieron y me miraron con cara de pocos amigos; de pronto, un chucho escuálido y mugriento salió disparado del campamento y se acercó ladrando al caballo, que agitó la cabeza y soltó un relincho. Uno de los hombres llamó al perro a su lado, y yo piqué espuelas al jamelgo y me alejé rápidamente dándole palmadas en el pescuezo para calmarlo.
En la orilla del río, las brigadas de estibadores descargaban los barcos que acababan de arribar. Había un par de hombres tan negros como el hermano Guy. Detuve el caballo. Justo frente a mí, los estibadores sacaban cajones y palés de la bodega de una enorme carraca; mientras admiraba su ornamentada proa cuadrada, desde la que una sirena desnuda me sonreía procazmente, me pregunté de qué lejano rincón del mundo acabaría de llegar. Al alzar la vista hacia los grandes mástiles y la maraña de los aparejos, advertí sorprendido que la cofa estaba envuelta en vapor, y al mirar río abajo vi jirones de niebla flotando sobre el agua, y noté que, efectivamente, el aire era más cálido.
El caballo volvió a mostrarse inquieto, de modo que di media vuelta y tomé una calle flanqueada de almacenes en dirección a la City. Apenas había dado unos pasos cuando una extraordinaria algarabía procedente de uno de los edificios me impulsó a detenerme; gritos, chillidos y una confusión de voces en extrañas lenguas. Oír aquellos sonidos sobrenaturales en medio de la niebla me produjo una sensación rara. Vencido por la curiosidad, até el jamelgo a unposte y me acerqué al almacén, del que salía un fuerte hedor.
La puerta estaba abierta y mostraba un espectáculo estremecedor. En el interior del almacén había tres enormes jaulas de hierro de la altura de un hombre. Estaban llenas de pájaros como el de la vieja que me había recordado Pepper. Había centenares, de todos los tamaños y colores: rojos, verdes, dorados, azules, amarillos… Se encontraban en un estado lamentable: todos tenían las alas cortadas, algunos hasta el raquis, y los muñones se veían cubiertos de llagas en carne viva; la mayoría parecían enfermos, pues les faltaban la mitad de las plumas y tenían el cuerpo cubierto de costras y bolsas de pus alrededor de los ojos. Por cada uno que se agarraba con las patas a los barrotes de la jaula, había otro muerto en el suelo entre montones de excrementos secos. Pero lo peor eran sus chillidos; algunos sólo emitían débiles quejas, como si suplicaran el final de su martirio; otros, sin embargo, chillaban sin descanso en una asombrosa variedad de lenguas; oí palabras latinas e inglesas, pero la mayoría pertenecían a idiomas que desconocía. Dos de ellos, colgados boca abajo de los barrotes, se chillaban sin descanso, uno diciendo «Viento en popa» y el otro, «María, mater doloroso», con acento de Devon.
El horrible espectáculo me había dejado paralizado; pero de pronto una mano me agarró del hombro con brusquedad. Al volverme, vi a un marinero vestido con un jubón mugriento que me miraba con suspicacia.
– ¿Qué hacéis aquí? -me preguntó con aspereza-. Si habéis venido a comprar, tenéis que hablar con el señor Fold.
– No, no, ya me iba. He oído el griterío y me he acercado a ver qué era.
– La Torre de Babel, ¿eh, señor? -dijo el marinero sonriendo de oreja a oreja-. ¿Voces animadas por el espíritu hablando en lenguas extrañas? No, sólo es otro cargamento de estos pájaros para entretener a la gente rica.
– Están en un estado lamentable…
– En el sitio del que proceden hay más. Muchos mueren durante el viaje y a otros muchos los matará el frío; son unos bichos muy delicados. Pero bonitos, ¿verdad?
– ¿Dónde los conseguisteis?
– En la isla de Madeira. Allí hay un comerciante portugués que se ha dado cuenta de que en Europa son muy apreciados. Deberíais ver algunas de las cosas que compra y vende, señor; ¡incluso fleta barcos llenos de negros africanos para que trabajen como esclavos en las colonias de Brasil! -dijo el marinero riendo y enseñando las fundas de oro de los dientes.
De pronto, sentí una necesidad desesperada de alejarme del gélido y fétido aire del almacén. Me despedí del marinero y monté a caballo. Los estridentes chillidos de los pájaros y su escalofriante imitación del lenguaje humano me siguieron hasta el final de la fangosa calle.
Volví a atravesar la muralla de la City y me adentré en un Londres repentinamente gris y neblinoso, lleno del ruido del agua que goteaba de los témpanos de hielo de los aleros. Detuve el caballo ante una iglesia. Tenía costumbre de oír misa al menos una vez por semana, pero llevaba diez días sin hacerlo, y necesitaba consuelo espiritual. Desmonté y entré en el templo.
Era una de esas iglesias ricas de la City frecuentadas por comerciantes. Ahora la mayoría de los comerciantes de Londres eran reformistas, lo que explicaba que no hubiera velas y que las imágenes de los santos del cancel hubieran sido cubiertas con pintura y sustituidas por un versículo de la Biblia:
Pues sabe el Señor librar de la tentación a los piadosos y reservar a los malvados para castigarlos en el día del juicio.
La nave estaba vacía. Crucé el cancel. El presbiterio carecía de ornamentos y la patena y el cáliz descansaban sobre un altar desnudo. En el facistol había un ejemplar de la nueva Biblia encadenado al soporte. Me senté en un banco con la reconfortante sensación de encontrarme en un lugar familiar, totalmente diferente de la iglesia de San Donato.
Pero no toda la parafernalia de los viejos tiempos había desaparecido. Desde donde estaba sentado podía ver dos sepulcros de piedra del siglo pasado, colocados uno encima del otro. En el de arriba, la estatua yacente representaba a un rico mercader grueso y barbudo vestido con ostentación; en el de abajo, a un esqueleto cubierto con jirones de las mismas prendas, bajo el que podía leerse la siguiente inscripción: «Así era y así soy; como soy ahora, serás tú un día.»
Mientras observaba el esqueleto de piedra me asaltó el recuerdo del cuerpo putrefacto de Orphan surgiendo del estanque y a continuación el de los escuálidos y enfermizos niños de la casa que había pertenecido a Smeaton. De pronto, tuve el amargo presentimiento de que nuestra revolución se limitaría a dar nombres como Temor de Dios o Perseverancia a los niños hambrientos, en lugar de ponerles el de algún santo. Pensé en la naturalidad con que Cromwell había hablado de falsear pruebas para llevar al cadalso a personas inocentes, y en Mark describiéndome a los codiciosos que se presentaban en Desamortización para intentar obtener las propiedades de los monasterios. Nuestro nuevo mundo no era una comunidad cristiana; nunca lo sería. En el fondo, no era mejor que el viejo, ni estaba menos sometido al poder y la vanidad. Recordé a las multicolores y mutiladas aves del almacén chillándose unas a otras sin ton ni son, y me parecieron una imagen de la misma corte del rey, donde papistas y reformistas gesticulaban y alborotaban disputándose el poder. Y yo, en mi voluntaria ceguera, me había negado a ver lo que tenía ante los ojos. A los hombres les asusta el caos del mundo, me dije, y la insondable eternidad del más allá. Por eso fabricamos teorías para explicarnos sus terribles misterios y convencernos de que estamos seguros en este mundo y lo estaremos en el otro.
De pronto, comprendí que una ceguera de otra especie me había impedido ver lo que realmente había ocurrido en Scarnsea. Me había dejado atrapar en una tela de araña de falsas certezas sobre las realidades del mundo; pero bastaba con eliminar una de ellas para que el espejo deformante se transformara en otro de limpio cristal. En la soledad de la nave, me quedé boquiabierto. Comprendí quién había matado a Singleton y por qué; una vez dado ese paso, todo encajó. También comprendí que disponía de poco tiempo. Durante unos instantes, seguí sentado en el banco, con la boca aún abierta y respirando pesadamente. Luego abandoné la iglesia y, tan rápido como me permitió el caballo, volví al lugar en el que, si estaba en lo cierto, encontraría la última pieza del rompecabezas: la Torre.