Me despedí de los animales y volví a la enfermería dando un paseo. Por el camino vi una zona despejada de nieve, en la que había varios cuadrados de diferentes tamaños pintados con tiza. Media docena de monjes jugaban a saltar de uno a otro según el número que saliera al tirar un dado. Bugge los observaba apoyado en su pala. Al verme, se quedaron parados e hicieron ademán de apartarse para dejarme paso, pero les indiqué que continuaran con un gesto de la mano. Conocía el juego de mis años en Lichfield; era una compleja versión del tejo que se jugaba en todas las casas benedictinas.
Mientras los miraba, el hermano Septimus, el monje medio lelo al que el enfermero había reñido por comer en exceso, se acercó por la nieve trompicando y resoplando.
– ¡Ven a jugar con nosotros, Septimus! -gritó uno de los monjes.
Los demás se echaron a reír.
– ¡Oh, no, no puedo! Me caería…
– Venga, que estamos jugando a la versión fácil. Hasta un zoquete como tú puede participar.
– No, por Dios…
Pero uno de los monjes lo agarró del brazo y, haciendo oídos sordos a sus protestas, lo llevó hasta la cuadrícula mientras los demás se apartaban para observar la escena. Todo el mundo sonreía de oreja a oreja, incluido Bugge. Al primer salto, Septimus resbaló en una placa de hielo, cayó de espaldas y aterrizó en el suelo con un chillido. La carcajada fue general.
– ¡Ayudadme a levantarme! -suplicó Septimus con voz lastimera.
– ¡Parece una tortuga panza arriba! ¡Ánimo, tortuga, arriba!
– ¡Tirémosle unas cuantas bolas de nieve! -propuso uno-. A ver si así se levanta.
Los monjes empezaron a arrojar bolas de nieve al pobre infeliz, que entre la gordura y las varices no conseguía levantarse, por más que lo intentaba. Alcanzado por los proyectiles una y otra vez, gritaba, pataleaba y se balanceaba de tal modo que su parecido con una tortuga resultaba realmente extraordinario.
– ¡Basta! -chilló Septimus-. ¡Por lo que más queráis, hermanos, parad ya!
Los otros seguían acribillándolo y mofándose. Aquello no tenía nada que ver con las bromas inocentes de la noche anterior. Estaba considerando si debía intervenir, cuando una voz tonante se alzó sobre el guirigay:
– ¡Hermanos! ¡Basta ya! -Los monjes dejaron caer las bolas de nieve, y la esbelta figura del hermano Gabriel se acercó fulminándolos con la mirada-. ¿Es esto caridad cristiana? ¡Deberíais avergonzaros! ¡Ayudadlo a levantarse! -Dos monjes jóvenes se apresuraron a coger al sofocado Septimus por las axilas y ponerlo en pie-. ¡A la iglesia ahora mismo! ¡Todos! Faltan diez minutos para prima.
En ese momento, el sacristán advirtió mi presencia y se acercó a mí mientras sus hermanos se dispersaban.
– Lo lamento, comisionado. A veces los monjes se comportan como colegiales traviesos.
– Ya lo veo -respondí y, recordando mi conversación con el hermano Guy, añadí-: No puede decirse que haya sido una muestra de fraternidad cristiana.
Miré al hermano Gabriel con atención, pues acababa de comprender que no era obedienciario por casualidad; si la ocasión lo requería, sabía mostrar su autoridad y su fuerza moral. Pero, mientras lo observaba, tuve la sensación de que la energía se esfumaba de su rostro para dejar paso a una profunda tristeza.
– Parece que una de las reglas universales de este mundo es que la gente siempre busca víctimas y chivos expiatorios, ¿verdad? Especialmente en épocas de dificultades y tensión. Como ya os he dicho, los monjes no somos inmunes a las tretas del demonio -murmuró el sacristán, que, tras hacerme una breve reverencia, siguió a sus hermanos hacia la iglesia.
Llegué a la enfermería, crucé la sala y avancé por el pasillo interior. Tenía hambre, de modo que entré en la cocina para coger una manzana del frutero. Al hacerlo, algo atrajo mi mirada hacia el exterior. Una gran mancha escarlata sobre la nieve. Corrí a la ventana. Al mirar al jardín, las piernas casi dejaron de sostenerme.
Alice estaba tumbada boca abajo, junto a una jarra hecha añicos, en medio de un charco de sangre aún humeante que se extendía por la nieve.
19
Tuve que morderme los nudillos para no gritar. Simón Whelplay había muerto por hablar conmigo; ¿Alice, también? ¡No, Dios mío! Corrí hacia el jardín rezando desesperadamente para que se produjera un milagro -yo, que me reía de los milagros- y para que no fuera cierto lo que parecía evidente.
Alice yacía boca abajo, inmóvil junto al sendero. Sobre su cuerpo y alrededor de él, había tanta sangre que por un angustioso instante pensé que había corrido la misma suerte que Singleton. Me obligué a acercarme y comprobarlo; estaba entera. Con mano temblorosa, le busqué el pulso en el cuello y, al sentir que el corazón latía con fuerza, solté un suspiro de alivio. Al notar el contacto de mi mano, Alice se movió y emitió un quejido. Sus ojos parpadearon y se abrieron, intensamente azules en su ensangrentado rostro.
– ¡Alice! ¡Alabado sea Dios, estás viva! ¡Es un milagro! La cogí entre mis brazos y la atraje hacia mí gimiendo de alegría, pues, a pesar del dulzón olor a sangre que inundaba mis fosas nasales, podía sentir el calor de su cuerpo y los latidos de su corazón.
– Pero ¿qué hacéis, señor? No… -protestó la chica empujando contra mi pecho e incorporándose en el suelo, aturdida.
– Perdóname, Alice -balbucí, avergonzado-. Ha sido la alegría, creía que estabas muerta. Pero no te muevas, estás malherida. ¿Dónde te has herido?
La muchacha bajó los ojos, se miró el vestido salpicado de sangre y se llevó la mano a la cabeza con perplejidad. De pronto, esbozó una sonrisa y, para mi sorpresa, se echó a reír.
– No estoy herida, señor, sólo atontada. He resbalado en la nieve y me he caído.
– Pero…
– Llevaba una jarra de sangre. ¿Recordáis? De las sangrías que les realizamos a los monjes. Esta sangre no es mía.
– ¡Ah! -exclamé apoyándome en el muro.
– Pensábamos verterla en el jardín, pero el hermano Guy dice que esperaremos a que se funda la nieve, de modo que la llevaba al almacén.
– Sí, sí, comprendo -murmuré, y reí apurado-. Me he comportado como un idiota -añadí mirándome el jubón-. Y me he puesto perdido.
– Esas manchas se irán, señor.
– Siento haber… haberte agarrado así. Ha sido el susto.
– Lo sé, señor -respondió Alice apurada-. Siento haberos asustado de ese modo. No suelo resbalar, pero estos caminos entre la nieve están cubiertos de hielo. Os agradezco vuestra preocupación -añadió la joven haciéndome una reverencia.
Advertí que tenía el cuerpo tenso y, con una punzada de decepción, comprendí que mi abrazo no había sido bien recibido.
– Vamos -le dije-. Tienes que entrar y tumbarte un rato. ¿Estás mareada?
– No, estoy perfectamente -aseguró Alice absteniéndose de cogerse al brazo que le ofrecía-. Creo que los dos deberíamos cambiarnos.
Se levantó, se sacudió la nieve manchada de sangre de la ropa y se encaminó hacia la enfermería. Ella se quedó en la cocina y yo fui a mi habitación. Me puse la otra muda de ropa que había traído de Londres, dejé las prendas manchadas de sangre en el suelo y me senté a esperar que volviera Mark. Podría haber pedido a Alice que se encargara de que lavaran mi ropa, pero me daba vergüenza.
La espera se me hizo eterna. En la distancia, volví a oír doblar las campanas; el funeral por Simón Whelplay había terminado y ahora también él iba a recibir sepultura. Me maldije por no haber dejado que Goodhaps fuera solo a la ciudad. Teníamos que echar un vistazo al estanque y luego quería arreglar cuentas con el hermano Edwig.
Oí un murmullo que procedía de la cocina. Fruncí el entrecejo y abrí la puerta. Eran las voces de Mark y Alice. Avancé por el pasillo a grandes zancadas.
El vestido de Alice descansaba sobre una tabla de lavar. La muchacha no llevaba más que la enagua y estaba abrazada a Mark, pero ninguno de los dos reía. Alice tenía el rostro apoyado sobre el hombro de Mark. Se la veía triste. La expresión de él también era seria. Parecía que estuviera consolándola, más que acariciándola. Al advertir mi presencia, se separaron de inmediato, sobresaltados; vi cómo se movían los firmes y turgentes pechos de Alice bajo el fino tejido de la enagua, en la que se transparentaban los erguidos pezones.