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– Mark Poer -dije con aspereza-. Te había pedido que no te entretuvieras. Tenemos trabajo.

– Lo siento, señor, yo… -farfulló el chico ruborizándose.

– Y tú, Alice, ¿te parece decente estar así vestida?

– Sólo tengo este vestido, señor -dijo en tono desafiante-, y éste es el único sitio donde lavarlo.

– Entonces deberías haber cerrado la puerta con llave por si venía alguien. Vamos, muchacho -le ordené a Mark, y, tras una rápida inclinación de cabeza, ambos nos dirigimos a nuestra habitación. Apenas entramos, me encaré con él-: Te dije que no tontearas con ella. ¡Está claro que habéis tenido más charlas de las que pensaba!

– Estos últimos días, hemos hablado siempre que hemos tenido ocasión -replicó Mark mirándome desafiante-. Sabía que no lo aprobaríais, pero no puedo controlar mis sentimientos.

– Tampoco pudiste con la dama de la reina. ¿Acabará esto del mismo modo?

– ¡Esto es totalmente diferente! -farfulló Mark sonrojándose-. ¡Mis sentimientos hacia la señorita Fewterer son nobles! Siento por ella lo que no he sentido por ninguna mujer. Podéis rezongar cuanto queráis, pero es cierto. No hemos hecho nada malo; sólo lo que habéis visto: abrazarnos y besarnos. La caída la ha asustado.

– ¿«La señorita Fewterer»? Olvidas que Alice no es una señorita, es una criada.

– Eso no os ha impedido abrazarla cuando estaba en el suelo. He visto cómo la mirabais, señor. ¡También os gusta a vos! -Súbitamente colérico, Mark dio un paso hacia mí-. ¡Estáis celoso!

– ¡Por Cristo crucificado! -grité-. He sido demasiado blando contigo. ¡Ahora debería echarte de mi lado para que te llevaras tu dichoso carajo de vuelta a Lichfield y te convirtieras en un destripaterrones! -Mark no replicó, y yo procuré calmarme-. Así que me consideras un pobre tullido devorado por los celos. Sí, Alice es una chica estupenda, no lo niego. Pero tenemos entre manos un asunto muy serio. ¿Qué crees que diría lord Cromwell si supiera que te pasas el tiempo tonteando con las criadas, eh?

– En la vida hay cosas más importantes que lord Cromwell -murmuró Mark.

– ¿Ah, sí? ¿Quieres que se lo diga con esas palabras? Y además, ¿qué harías, llevarte a Alice a Londres? Dices que no quieres volver a Desamortización. Entonces, ¿qué quieres, vivir como un criado?

– No -respondió Mark bajando los ojos, tras unos instantes de vacilación.

– ¿Bien?

– He pensado que tal vez me permitiríais ser vuestro ayudante, señor, vuestro pasante. Os he ayudado con vuestro trabajo, y decís que lo hago bien…

– ¿Pasante? -le pregunté con incredulidad-. ¿El chico de los recados de un abogado? ¿Ésa es toda tu ambición en la vida?

– Es un mal momento para pedíroslo, lo sé -murmuró Mark, cariacontecido.

– ¡Dios de los Cielos, cualquier momento sería malo para semejante petición! Me avergonzarías delante de tu padre y te avergonzarías a ti mismo por tu falta de ambición. No, Mark, no te quiero de pasante.

– Para ser alguien que siempre está hablando de ayudar a los pobres y construir una república cristiana -replicó Mark con inesperada vehemencia-, tenéis una idea muy pobre de la gente humilde!

– En la sociedad debe haber grados. No todos tenemos el mismo; Dios lo ha querido así.

– El abad estaría de acuerdo con vos en eso. Y el juez Copynger, también.

– ¡Vive Dios que estás yendo demasiado lejos! -le grité. Él me miró en silencio, atrincherado tras su irritante máscara de impasibilidad-. Escúchame -le advertí agitando el índice ante sus narices-. He conseguido ganarme la confianza del hermano Guy. Por eso me ha contado lo que le ocurrió a Simón Whelplay. ¿Crees que seguiría confiando si, en vez de ser yo quien os ha sorprendido en la cocina, hubiera sido él, cuando tiene a esa joven bajo su protección? ¿Bien? -Mark siguió callado-. Se acabó el coquetear con Alice. ¿Lo entiendes? Se acabó. Y te aconsejo que pienses muy seriamente en tu futuro.

– Sí, señor -murmuró el chico con frialdad.

En esos momentos, habría abofeteado aquella cara de fingida imperturbabilidad.

– Coge la capa. Vamos a echar un vistazo al estanque. A la vuelta, miraremos en las capillas de la iglesia.

– Es como buscar una aguja en un pajar -refunfuñó Mark-. Lo que buscamos podría estar enterrado.

– No tardaremos más que una hora. Venga. Y ve preparando el cuerpo para un baño en agua fría -añadí vengativamente-, bastante más fría que los brazos de esa joven.

Nos pusimos en marcha en silencio. Yo estaba irritado por el atolondramiento y la insolencia de Mark, pero también porque lo que había dicho sobre mis celos era cierto. Verlo estrechando a Alice entre sus brazos poco después de que la muchacha rechazara los míos me había desgarrado el corazón. Lo miré de reojo. Primero con Jerome y ahora con Alice. ¿Cómo se las apañaba aquella obstinada criatura para hacer que siempre me sintiera culpable?

Al acercarnos a la iglesia, vimos que los monjes volvían a entrar en procesión. Simón ya estaba enterrado, pero iban a celebrar otra misa por su alma, cosa que no habían hecho con Singleton. Pensé con amargura que Simón se habría contentado con la décima parte de los atributos y oportunidades que Dios había prodigado a Mark. El último hermano desapareció en el interior del templo y la puerta se cerró con un golpe. Nosotros dejamos atrás los edificios auxiliares y nos acercamos al cementerio laico.

– Mirad eso -dijo Mark parándose bruscamente-. Qué extraño…

El muchacho señalaba la tumba de Singleton, cuyo oscuro lomo destacaba en la blancura circundante. La última nevada había vuelto a cubrirlo todo; todo excepto la tumba.

Al acercarnos, no pude evitar una exclamación de asco. La tierra estaba cubierta de un líquido viscoso que relucía a la mortecina luz del sol. Me agaché, lo toqué con repugnancia y me llevé el dedo a la nariz.

– ¡Jabón! -exclamé indignado-. Alguien ha cubierto la tumba de jabón. Para impedir que crezca la hierba. Eso es lo que ha fundido la nieve.

– Pero ¿por qué?

– ¿Nunca has oído decir que en las tumbas de los pecadores no crece la hierba? Cuando era niño, colgaron a una mujer por infanticidio. La familia del marido iba al cementerio a escondidas y cubría la tumba de jabón para que no creciera nada, como han hecho aquí. Es una auténtica bajeza.

– ¿Quién lo habrá hecho?

– ¿Y cómo voy a saberlo? -le espeté-. ¡Vive Dios que haré que el abad los traiga aquí a todos para que limpien esta tierra bajo mi supervisión! ¡No, bajo la tuya! Será más humillante si tienen que hacerlo delante de ti -dije alejándome hecho una furia.

Atravesamos el camposanto y a continuación la huerta, en la que ahora había casi dos palmos de nieve. La débil luz del sol hacía brillar el riachuelo y el círculo de hielo del estanque.

Me abrí paso entre las cañas heladas. La capa de hielo se había espesado y la nieve formaba una fina orla a su alrededor. No obstante, agachándome con precaución y esforzando la vista, pude distinguir algo que brillaba débilmente en el centro del estanque.

– Mark, ¿ves el montón de piedras sueltas que hay al pie de aquella grieta de la muralla? Trae una grande para romper el hielo.

El muchacho soltó un suspiro, pero bastó una mirada severa para que se pusiera en movimiento y trajera el pedrusco más grande con el que pudo cargar. Yo me aparté y Mark lo alzó sobre la cabeza y lo lanzó al centro del estanque con todas sus fuerzas. Se oyó un tremendo crujido, y tuvimos que apartarnos a toda prisa para evitar una lluvia de agua helada y astillas de hielo. Esperé a que el agua se aquietara y luego me acerqué a la orilla, me puse a cuatro patas y volví a mirar con atención. Asustados, los peces zigzagueaban frenéticamente.

– ¡Ahora sí! Allí, ¿lo ves? ¿No ves brillar algo dorado?

– Creo que sí -dijo Mark-. Sí, hay algo. ¿Intento cogerlo? Si me dejáis el bastón y me agarráis del otro brazo, tal vez consiga alcanzarlo.

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