– Como ya os dije, las obligaciones de un monje en esta vida son muy diferentes de las de una simple mujer. -El prior me miró con dureza-. Una de esas obligaciones es no ser un pervertido.
– Me alegro de que no seáis juez en los tribunales del rey, hermano prior.
Seguí al prior escaleras abajo hasta llegar a una puerta donde arrancaba una larga escalera de caracol que subía hasta el campanario. Era una larga ascensión, de modo que, cuando llegamos arriba, me había quedado sin aliento. Al final de un angosto pasadizo con suelo de madera, se veía otra puerta. A medio camino había una ventana sin cristales, a través de la cual se contemplaba una magnífica panorámica del monasterio y sus alrededores, con el bosque y el campo nevado en una dirección y la llanura gris del mar en la otra. El campanario debía de ser el punto más elevado en muchas leguas a la redonda. El viento helado ululaba lúgubremente y nos alborotaba el pelo.
– Por aquí.
El prior abrió la puerta y me hizo pasar al cuarto desde el que se manejaban las gruesas cuerdas de las campanas, que descendían hasta el suelo de madera. Al alzar los ojos, vi las vagas siluetas de las enormes campanas, inmóviles sobre nuestras cabezas. En el centro del cuarto, había un agujero circular protegido por una barandilla. Me asomé a él y vi el suelo de la nave; estábamos a tanta altura que los criados parecían hormigas. El cajón de los canteros pendía en el vacío unas diez varas más abajo, y en su interior distinguí bultos de herramientas y cubos cubiertos con una lona. Las cuerdas que lo sostenían entraban por el agujero y estaban sujetas al muro con enormes roblones.
– Si no fuera por este agujero, las campanas dejarían sordos a los que las tocan -comentó el prior-. Aun así, tienen que ponerse tapones en las orejas.
– No me extraña; incluso escuchándolas desde abajo casi te dejan sordo. -Al volverme, vi otro tramo de peldaños-. Supongo que esa escalera conduce a lo alto del campanario…
– Sí. Sólo la utilizan los criados que suben a limpiar las campanas.
– Subamos. Vos primero.
La escalera conducía a una galería circular protegida por una barandilla que rodeaba las campanas. Eran realmente grandes, más altas que un hombre, y estaban sujetas al techo mediante enormes anillas. Allí arriba no había nada escondido. Me acerqué a las campanas procurando mantenerme alejado del agujero, pues la barandilla era baja. La que tenía más cerca estaba adornada con grabados y exhibía una gran placa con una inscripción en un lengua que me era desconocida.
– «Arrancado de la barriga del infiel, año mil cincuenta y nueve» -leí textualmente, en voz alta.
De pronto, el prior tradujo la frase junto a mí, y di un respingo; no había advertido que estaba tan cerca.
– Quisiera pediros algo, comisionado. ¿Os habéis fijado en el abad hace un momento, en la sacristía?
– Sí.
– Es un hombre acabado. No está en condiciones de ejercer su cargo. Cuando sea necesario reemplazarlo, lord Cromwell querrá a un hombre enérgico que le sea leal. Sé que está promocionando a sus partidarios dentro de los monasterios -dijo el prior mirándome significativamente.
Moví la cabeza con asombro.
– ¿Realmente creéis que este monasterio seguirá abierto, prior Mortimus? ¿Después de todo lo que ha ocurrido en él?
El prior me miró con incredulidad.
– No puede ser que nuestra vida aquí… no puede acabar así como así. Ninguna ley puede obligarnos a cederlo. Sé que hay gente que dice que los monasterios desaparecerán, pero eso no se puede permitir. -El prior sacudió la cabeza-. No se puede permitir.
El prior dio un paso hacia mí y me acorraló contra la barandilla; su fuerte olor corporal inundó mis fosas nasales.
– Prior Mortimus -le dije con el corazón en un puño-. Apartaos, por favor.
El prior me miró fijamente y dio un paso atrás.
– Yo podría salvar este monasterio, comisionado -aseguró.
– El futuro del monasterio es un asunto que sólo puedo discutir con lord Cromwell -respondí con la boca seca; por un instante, había creído que iba a empujarme al vacío-. Ya he visto todo lo que quería ver. Aquí no hay nada escondido. Volvamos abajo.
Descendimos en silencio. En mi vida me había alegrado tanto de volver a pisar tierra firme.
– ¿Os pondréis en camino de inmediato? -me preguntó el prior.
– Sí, pero Mark Poer asumirá mis atribuciones mientras esté fuera.
– Cuando habléis con lord Cromwell, ¿mencionaréis lo que os he dicho, señor? Por favor. Yo podría ser su hombre.
– Tengo muchas cosas que decirle -le respondí con sequedad-. Y, ahora, debo marcharme.
Di media vuelta y me dirigí a la enfermería a toda prisa. De pronto, la impresión por la muerte de Gabriel me afectó como no lo había hecho en su momento; mientras cruzaba la sala camino de mi habitación, la cabeza me daba vueltas y las piernas amenazaban con dejar de sostenerme. No encontré a Mark, que no obstante había preparado una alforja con mis documentos, una muda de ropa y algo de comida. Me senté en la cama temblando de pies a cabeza. De pronto, rompí a llorar como un niño, y dejé que las lágrimas fluyeran libremente. Lloraba por Gabriel, por Orphan y por Simón, y también por Singleton. Y por mi propio terror.
Cuando empezaba a calmarme y estaba lavándome la cara en la jofaina, oí llamar a la puerta. Pensé que tal vez era Mark, que había venido a decirme adiós, pero al abrir me encontré con Alice.
– Señor, un criado ha traído vuestro caballo -dijo la muchacha, sorprendida de mi alteración-. Si no queréis perder el barco, deberíais poneros en camino.
– Gracias, Alice.
Cogí la alforja y me dirigí a la puerta, pero Alice no se apartó.
– Señor, me gustaría que os quedarais.
– Debo partir a Londres, Alice. Allí tal vez obtenga algunas respuestas que podrían poner fin a este horror.
– ¿Sobre la espada?
– Sí, sobre la espada. -Respiré hondo-. Mientras esté ausente, no salgas si puedes evitarlo.
Alice no respondió. Salí a toda prisa por miedo a decir algo que podría lamentar si permanecía a su lado un momento más. La mirada que me lanzó cuando pasé a su lado era indescifrable. El mozo de cuadra me esperaba ante la puerta de la enfermería sujetando las riendas de Chancery, el cual, al verme, azotó el aire con su blanca cola y soltó un relincho. Le acaricié el flanco, contento de que al menos hubiera un ser vivo que me demostraba afecto. Monté con las dificultades de costumbre y me dirigí hacia el portón, que Bugge mantenía abierto. Antes de abandonar el monasterio, me volví y contemplé el patio cubierto de nieve, aunque no sabría decir por qué lo hice. Luego, me despedí del portero con un leve movimiento de cabeza y conduje a Chancery hacia el camino de Scarnsea.
27
El viaje a Londres transcurrió sin incidentes. Tuvimos vientos favorables, y el pequeño barco, un carguero de dos palos, se dejó arrastrar Canal arriba por una fuerte corriente. En el mar aún hacía más frío que en tierra, y navegamos sobre olas plomizas bajo un cielo gris. Yo me encerré en el pequeño camarote, del que sólo salía cuando el olor a lúpulo se me hacía insoportable. El patrón era un hombre hosco y de pocas palabras, ayudado por un muchacho enclenque; ambos rechazaron mis intentos de iniciar una conversación sobre la vida en Scarnsea. Sospecho que el patrón era papista, porque una de las veces que subí a cubierta lo sorprendí murmurando y desgranando un rosario, que se guardó en el bolsillo en cuanto me vio.
Pasamos dos noches en el mar, y dormí bien, abrigado con varias mantas y mi capa. En gran parte, tenía que agradecérselo a la poción del hermano Guy; además, ahora que estaba lejos del monasterio, comprendía hasta qué punto me angustiaba aquella vida de constante miedo y sobresaltos. En semejante ambiente, no era extraño que Mark y yo hubiéramos discutido; tal vez pudiéramos arreglar las cosas cuando todo aquello hubiera acabado. Imaginé al muchacho instalándose en casa del abad. Estaba seguro de que haría oídos sordos a mis instrucciones sobre Alice; después de todo, era lo que había dado a entender en nuestra última conversación. Supuse que Alice le contaría lo que yo le había confesado sobre mis sentimientos hacia ella durante nuestra excursión por la marisma, y noté que enrojecía de vergüenza. Tam bien estaba preocupado por su seguridad, pero me dije que, si Mark se quedaba en casa del abad, salvo para hacer las inevitables y frecuentes visitas a la enfermería, y Alice se limitaba a cumplir sus obligaciones, sin duda nadie tendría ningún motivo para hacerles daño.