Llegamos a Billinsgate la tarde del tercer día, tras una breve espera ante la desembocadura del Támesis para que cambiara la marea. Las márgenes del estuario estaban cubiertas de nieve, pero no tan uniformemente como en Scarnsea. Desde la cubierta, distinguí una reluciente placa de hielo en la orilla más alejada. El patrón siguió mi mirada y me dirigió la palabra casi por primera vez en todo el viaje.
– Está visto que el Támesis acabará helándose, como el año pasado.
– Podría ser, sí.
– Recuerdo que el invierno pasado el rey y la corte cruzaron el Támesis a caballo. ¿Lo visteis, señor?
– No. Estaba en un juicio. Soy abogado.
No obstante, recordaba la descripción que me había hecho Mark. El chico estaba trabajando en Desamortización cuando oyó que el rey cabalgaría sobre el hielo del Támesis desde Whitehall hasta el palacio de Greenwich, donde celebraría la Navidad, con toda la corte, y quería que los empleados de Westminster se unieran al cortejo. Por supuesto, era pura política; se acababa de acordar una tregua con los rebeldes del norte, y su cabecilla, Robert Aske, había llegado a Londres provisto de un salvoconducto para parlamentar con el rey. El rey quería exhibirse ante los londinenses para demostrarles que la rebelión no le amargaría las fiestas. Mark no se cansaba de contar que todos los escribientes tuvieron que presentarse en el río cargados con sus papeles y obligar a sus asustados caballos a bajar al hielo.
El suyo casi lo tiró cuando el rey en persona, una figura corpulenta en un enorme caballo de batalla, pasó junto a él, acompañado por la reina Juana en su diminuto palafrén y seguido por todas las damas y los caballeros de la corte y por los sirvientes de palacio. Por último, Mark y el resto de los maestros y escribientes se unieron a la magnífica comitiva, que avanzaba dando vivas y gritando sobre caballos y carruajes que resbalaban y patinaban eij el hielo, mientras medio Londres los contemplaba desde las ventanas. Los empleados sólo estaban allí para contribuir al espectáculo; aquella noche tuvieron que volver cruzando el puente de Londres, cargados con sus papeles y sus libros de contabilidad. Recuerdo haberlo comentado con Mark meses más tarde, cuando detuvieron a Aske por traición.
– Dicen que lo colgarán en York, cargado de cadenas -me contó Mark.
– Se rebeló contra el rey.
– Pero le concedieron un salvoconducto. ¡Si hasta lo agasajaron en la corte cuando vino por Navidad!
– Circa regna tonat-dije citando a Wyatt-. «En torno a los tronos, retumba el trueno.»
El barco cabeceó; la marea estaba cambiando. El patrón maniobró hacia el centro del río, y poco después la gran aguja de San Pablo apareció ante nuestros ojos descollando entre diez mil tejados cubiertos de nieve.
Había dejado a Chanceryen un establo de Scarnsea, de modo que, una vez en tierra, fui a casa dando un paseo mientras el sol empezaba a ponerse. La espada que habíamos encontrado en el estanque me golpeaba la pierna y me hacía sentir incómodo; la había metido en la vaina de Mark, que era demasiado pequeña para ella, y no estaba acostumbrado a llevar armas.
Por una vez, me alegré de mezclarme con la muchedumbre de la capital y sentirme un londinense más, en lugar de objeto de miedo y odio. Ver de nuevo mi casa me levantó los maltrechos ánimos, tanto como el recibimiento que me dispensó Joan. No la había prevenido de mi regreso, y sólo tenía una vieja y correosa gallina para prepararme la cena, pero aun así fue una alegría volver a sentarme a mi mesa, de la que me fui directamente a la cama, porque disponía de un solo día en Londres y tenía demasiadas cosas que hacer.
* * *
Salí.de casa temprano a lomos de un jamelgo cansino que apenas utilizaba. Cuando llegué, la oficina de Cromwell en Westminster ya era un hervidero de actividad iluminado por innumerables velas. Le dije a Grey, el jefe de los escribientes, que necesitaba entrevistarme con Su Señoría urgentemente. El anciano frunció los labios y miró hacia el despacho del vicario general.
– Ahora mismo está con el duque de Norfolk.
Arqueé las cejas. El duque era un aristócrata altanero, líder de la facción antirreformista de la corte y archienemigo de Cromwell; me asombraba que se hubiera dignado recibirlo en su despacho.
– Se trata de un asunto urgente. Si pudierais comunicarle que necesito verlo hoy mismo…
Gray me observó con curiosidad.
– ¿Os encontráis bien, doctor Shardlake? Parecéis agotado.
– Estoy bien. Pero necesito ver a lord Cromwell. Decidle que vendré cuando disponga.
Grey sabía que yo no molestaría a su señor sin una buena razón. Llamó tímidamente a la puerta del despacho y entró, para reaparecer al cabo de unos instantes y decirme que el vicario general me recibiría a las once en su casa de Stepney.
Me habría gustado acercarme por el tribunal para enterarme de las novedades que circulaban entre los abogados y relajarme en un ambiente que me resultaba familiar; pero había asuntos más urgentes que requerían mi atención. Me ceñí la espada y cabalgué hacia la Torre de Londres en el rosáceo y frío amanecer.
En un principio, pensé visitar el gremio de los armeros, pero todos los gremios vivían rodeados de montañas de papel que protegían con celosa desconfianza, y cabía la posibilidad de que perdiera todo el día tratando de arrancarles alguna información. Por otra parte, hacía unos meses había conocido en un acto oficial al armero de la Torre, un tal Oldknoll, y recordé que tenía fama de ser el hombre que más sabía de armas en todo el reino. Además, era leal a Cromwell. Mi carta de nombramiento como comisionado me concedía acceso a la Torre, en cuyo recinto penetré tras atravesar la imponente Muralla de Londres. Crucé el puente sobre el foso helado y entré en la gran fortaleza, donde la mole de la Torre Blanca empequeñecía el resto de los edificios. Nunca me ha gustado la Torre; no puedo olvidar a quienes cruzaron aquel puente y no volvieron a salir con vida.
Los leones de la Colección Real pedían el desayuno a rugido limpio, y al cabo de unos instantes vi a un par de guardias en uniforme escarlata y oro que corrían por la explanada cubierta de nieve cargados con grandes cubos de despojos, y no pude evitar estremecerme al recordar mi encuentro con los perros. Dejé el caballo en los establos y subí la escalinata de la Torre Blanca. En el Gran Hall, lleno de soldados y oficiales, vi a un par de guardias que escoltaban a un anciano andrajoso con el rostro desencajado hacia las escaleras de los calabozos. Mostré mi nombramiento a un sargento, que me acompañó al despacho de Oldknoll.
El armero, un militar de rostro pétreo y maneras rudas, alzó la vista del documento que examinaba con expresión sombría y me invitó a sentarme.
– No podéis imaginar el papeleo que tenemos últimamente. Espero que no hayáis venido a traerme más.
– No, señor Oldknoll, vengo a que me ilustréis, si sois tan amable. Cumplo una misión para lord Cromwell.
El armero se apresuró a dejar el documento.
– Entonces, haré todo lo que pueda para ayudaros. Parecéis cansado, doctor Shardlake, si me permitís la observación.
– Sí, no sois el primero que me lo dice. Y tenéis razón. Necesito saber quién forjó esta espada -dije desenvainando la espada y tendiéndosela con cuidado.
El armero examinó la marca, me miró sorprendido y volvió a examinar el arma con atención.
– ¿De dónde la habéis sacado?
– Del estanque de un monasterio. -Oldknoll se acercó a la puerta, la cerró cuidadosamente y dejó el arma sobre el escritorio-. ¿Sabéis quién la hizo?
– Desde luego.
– ¿Aún vive?
El armero movió la cabeza.
– Murió hace dieciocho meses.