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Dejé Westminster sumido en un mar de confusiones, desgranando mentalmente los nombres de todos los que vivían en el monasterio en un intento de descubrir alguna relación con la familia Smeaton. ¿Pudo John Smeaton haber conocido al hermano Guy en España, hacía treinta años? Si era un aprendiz, el enfermero y él debían de tener la misma edad.

Mientras las preguntas daban vueltas en mi cabeza, una sorda pesadumbre me encogía el corazón. Nunca había creído a lord Cromwell capaz de cometer los poco cristianos actos que se le atribuían en relación con la caída de Ana Bolena. Y ahora él mismo admitía, con toda la naturalidad del mundo, que eran ciertos. Pero Cromwell no me había engañado; me había engañado yo solo.

El caballo llevaba rato avanzando al paso por las heladas roderas del camino, cuando a mitad de Fleet Street se detuvo y agitó la cabeza nerviosamente. A un tiro de piedra de donde nos encontrábamos, se había formado una pequeña muchedumbre que nos cerraba el paso. Al mirar por encima de las cabezas, vi a dos alguaciles que forcejeaban con un joven aprendiz.

– ¡Sois las fuerzas de Babilonia, que apresáis a los elegidos de Dios! -les gritaba el muchacho a sus captores debatiéndose con furia-. ¡Los justos prevalecerán! ¡Los poderosos serán derribados!

Los alguaciles le inmovilizaron los brazos a la espalda y se lo llevaron a rastras, mientras él pataleaba y pugnaba en vano por soltarse. Entre los espectadores, unos lo injuriaban y otros le lanzaban gritos de ánimo.

– ¡Resiste, hermano! ¡Los elegidos de Dios triunfarán! Oí ruido de cascos a mi espalda y, al volverme, vi el irónico rostro de Pepper, el colega con el que me había encontrado el mismo día que recibí la comisión de Scarnsea.

– ¡Hombre, Shardlake! -exclamó afablemente-. ¿Así que han cogido a otro evangelista exaltado? Anabaptista, por lo que le he oído gritar. Les gustaría arrebatarnos todas nuestras propiedades, ¿sabéis?

– ¿Hay alguna redada de falsos predicadores? He estado fuera unos días.

– Se rumorea que hay anabaptistas en la ciudad; el rey ha ordenado detener a todos los sospechosos. Quemará a unos cuantos, y hará muy bien. Son más peligrosos que los papistas.

– Hoy en día no hay ningún sitio seguro.

– Cromwell ha aprovechado la ocasión para hacer una redada general. Descuideros, timadores, falsos predicadores… Todos se habían escondido en sus agujeros para pasar este terrible invierno, y él los está haciendo salir. Ya iba siendo hora. ¿Recordáis a aquella vieja del pájaro parlanchín a la que vimos juntos?

– Sí. Parece que fue hace un siglo.

– Pues resulta que teníais razón; el pájaro se limita a repetir las palabras que le enseñan. Han llegado dos barcos cargados de bichos de ésos, y ahora no se habla de otra cosa. Todo el que tiene una casa en el campo quiere uno. A la vieja la han detenido por estafadora, y seguramente la pasearán atada a un carro y la azotarán. Pero ¿dónde habéis estado, arrimado a la chimenea todo el invierno?

– No, Pepper. Fuera de Londres, cumpliendo otro encargo de lord Cromwell.

– He oído que le está buscando otra mujer al rey-dijo Pepper intentando tirarme de la lengua-. Se rumorea que va a casarse con una princesa alemana, de los Hesse o los Cleves. Eso nos uniría a los luteranos.

– Yo no he oído nada. Como ya os he dicho, he estado fuera trabajando para Su Señoría.

– Os tiene muy ocupado -comentó Pepper mirándome con envidia-. ¿Creéis que podría tener algo para mí?

– Sí, Pepper -le respondí con una sonrisa irónica-. Es muy probable.

Una vez en casa, leí la correspondencia, a la que la noche anterior, cansado como estaba, apenas había echado un vistazo. Había cartas sobre los casos que llevaba, de personas que esperaban con impaciencia respuestas sobre diversos asuntos. También había una de mi padre. Ese año la cosecha había sido mala y, en vista del poco rendimiento que le estaba sacando a la granja, estaba pensando en dedicar más terreno a pastos. Esperaba que mi despacho marchara bien y que Mark estuviera contento en Desamortización -no le había contado nada sobre el traspiés del chico-. Por último, comentaba que en la región se rumoreaba que iban a cerrar más monasterios. El padre de Mark decía que eso era bueno, pues significaba que a su hijo no le faltaría trabajo.

Desalentado, dejé la carta en la mesa y clavé los ojos en el fuego. Pensé en Mark Smeaton, torturado en el potro a pesar de ser inocente. Y en Jerome, en el mismo potro. No era de extrañar que odiara al gobierno que yo representaba. Así que todo lo que me había dicho era cierto… Él tenía que conocer la relación entre Singleton y Smeaton; si no, ¿por qué iba a contarme la historia del músico? No obstante, había jurado que nadie del monasterio había matado a Singleton. Intenté recordar sus palabras exactas, pero estaba demasiado cansado. Un golpe de nudillos interrumpió mis cavilaciones, y Joan entró en la sala.

– Acaba de llegar una carta, señor. De lord Cromwell.

– Gracias, Joan.

Cogí el grueso sobre que me tendía y lo miré del derecho y del revés. Por ambos lados llevaba la inscripción «Alto secreto».

– Señor -dijo Joan con voz vacilante-. ¿Puedo preguntaros algo?

– Por supuesto -respondí sonriéndole al ver la expresión de angustia de su regordeta cara.

– Me preguntaba, señor, si os ocurre algo. Parecéis preocupado. Y el señorito Mark, ¿estará seguro allá abajo, en la costa?

– Confío en que sí -le respondí-. Pero no sé qué porvenir le espera. No quiere volver a Desamortización.

Joan asintió.

– No me sorprende.

– ¿Ah, no? Pues yo me quedé de una pieza, Joan.

– Hace tiempo que me había dado cuenta de que allí no era feliz. He oído que es un lugar odioso, lleno de gente codiciosa, si me permitís decirlo.

– Tal vez lo sea. Pero hay muchos sitios iguales o peores. Si nos mantuviéramos alejados de todos y nos quedáramos sentados junto al fuego, acabaríamos convertidos en mendigos, ¿no te parece?

Joan negó con la cabeza.

– El señorito Mark es diferente, señor.

– ¿Diferente, en qué? Vamos, Joan, Mark te ha engatusado, como hace con todas las mujeres.

– No, señor -replicó Joan, molesta-. No es eso. Tal vez lo comprenda mejor que vos. Bajo su aparente despreocupación, es una de las personas más compasivas que he conocido en mi vida; la injusticia lo subleva. He llegado a preguntarme si no buscaría su propia desgracia con aquella chica para librarse de Westminster. Tiene muchos ideales, señor; a veces creo que demasiados, para sobrevivir en un mundo tan duro como éste.

– Y yo que pensaba que el de los grandes ideales era yo -murmuré sonriendo con tristeza-. Pero me han quitado el velo de los ojos.

– ¿Cómo decís, señor?

– No, nada, Joan. No te preocupes. Ahora debo leer esto.

– Por supuesto. Os ruego que me perdonéis.

– No hay de qué. Y, Joan…, gracias por tu interés.

Solté un suspiro y abrí la carta. Contenía notas tomadas por Singleton y cartas a lord Cromwell sobre sus progresos con Mark Smeaton. Unas y otras dejaban claro que habían trazado un plan fríamente calculado para atrapar al joven músico con pruebas falsas y matarlo. Alegar que la reina se había acostado con alguien de tan humilde origen escandalizaría particularmente al pueblo, decía Singleton, de modo que era fundamental atraparlo en la red. Se refería a Smeaton en tono despectivo, como un pobre diablo, un cordero fácil de llevar al matadero. En casa de Cromwell, habían destrozado su laúd contra la pared ante sus ojos y lo habían dejado desnudo en la bodega toda la noche; pero habían tenido que torturarlo para arrancarle la falsa confesión. Recé para que estuviera a salvo en el cielo.

La carta también contenía un memorándum de Singleton sobre la familia del muchacho. Su madre había muerto y sólo le quedaba su padre; no tenía ningún otro pariente varón. John Smeaton tenía una hermana mayor que vivía en el campo, en algún lugar del país, pero estaba peleado con ella y no la había visto desde hacía años. Singleton le decía a Cromwell que la falta de parientes bien relacionados convertía al muchacho en ideal para sus propósitos, pues nadie haría preguntas.

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