– ¿Al fin han dado su brazo a torcer?
– Me lo comunicaron ayer; la cesión se firmará esta misma semana. Por eso ha venido a verme Norfolk; nos repartiremos las tierras del priorato. El rey está de acuerdo, en principio.
– Debe de ser una hacienda enorme…
– Lo es. Yo me quedaré con las propiedades de Sussex, y el duque, con las de Norfolk. Nada como la perspectiva de obtener tierras para sentar a la mesa de negociaciones a dos viejos enemigos. -Lord Cromwell soltó una risotada-. Tengo intenciones de instalar a mi hijo Gregory en la casa del prior y convertirlo en terrateniente. -Su Señoría hizo una pausa y volvió a fulminarme con la mirada-. Creo que intentas distraerme, Matthew…
– No, señor. Sé que las cosas han ido despacio, pero es el rompecabezas más complicado con el que he tenido que…
– ¿Qué tiene que ver la espada en todo esto?
Le expliqué cómo la habíamos encontrado y mi charla con Oldknoll.
– Mark Smeaton… -murmuró lord Cromwell frunciendo el entrecejo-. No parecía que fuese de los que causan problemas después de muertos. -Su Señoría se levantó, se acercó a la mesa y cogió la espada-. Desde luego, es un arma espléndida; ojalá hubiera tenido una así cuando servía en Italia, en mi juventud.
– Tiene que haber alguna relación entre los asesinatos y Smeaton.
– Yo puedo ver una -respondió lord Cromwell-. Una relación con la muerte de Smeaton, en todo caso. La venganza.
– Lord Cromwell se quedó pensativo; al cabo de unos instantes, se volvió hacia mí y me miró muy serio-. Esto no debe salir de este despacho.
– Lo juro por mi honor.
El vicario general dejó el arma sobre la mesa y empezó a dar vueltas por el despacho con las manos a la espalda. La negra toga se agitaba en torno a sus piernas.
– El año pasado, cuando el rey decidió librarse de Ana Bolena, tuve que actuar deprisa. Yo había unido mi destino al de la reina desde el comienzo, y la facción papista intentaba hacerme caer con ella; el rey estaba empezando a prestarles oídos. De modo que tenía que ser yo quien lo librara de ella. ¿Lo comprendes?
– Sí. Sí, lo comprendo.
– Lo convencí de que había cometido adulterio y que por tanto podía ser ejecutada por traición, sin necesidad de sacar a relucir sus inclinaciones en materia de religión. Pero tenía que haber pruebas y un juicio público. -Yo permanecía inmóvil, mirándolo en silencio-. Elegí a varios de mis hombres más fieles y le asigné a cada uno un amigo de la reina: Norris, Weston, Brereton, su hermano Rochford… y Smeaton. Su misión era conseguir una confesión o algo que pudiera pasar por una prueba de que habían yacido con ella. El hombre al que asigné a Smeaton era Robin Singleton.
– ¿Singleton falseó pruebas contra Smeaton?
– Smeaton parecía el más fácil de amedrentar; sólo era un muchacho. Y así fue; confesó haberse acostado con ella tras una sesión en el potro de la Torre. El mismo que utilicé con ese cartujo, que efectivamente debió de coincidir con él en los calabozos, porque todo lo que te dijo que le había contado Smeaton es cierto. -El tono de lord Cromwell era ponderado, carente de emoción-. Y una de las visitas que el cartujo vio llegar esa noche debió de ser Singleton. Lo mandé a asegurarse de que en sus últimas palabras desde el patíbulo, una tradición a la que habría que poner fin, el muchacho no se retractaría de su confesión. Singleton le recordó que, si hablaba más de la cuenta, su padre pagaría las consecuencias.
– Entonces, ¿lo que se rumoreaba era cierto? -le pregunté mirándolo a los ojos-. ¿La reina Ana y los que fueron acusados con ella eran inocentes?
El vicario general se volvió hacia mí. La cruda luz iluminó su ceñudo rostro y despojó a sus ojos de toda expresión.
– Por supuesto que eran inocentes. Nadie se atreverá a decirlo, pero todo el mundo lo sabe, como lo sabía el jurado que los condenó. Hasta el propio rey lo sospechaba, pero no podía reconocerlo ante sí mismo e intranquilizar a su escrupulosa conciencia. ¡Por amor de Dios, Matthew! Para ser abogado eres muy inocente. Tienes la inocencia de un reformista convencido, pero no su fuego. Es mejor tener el fuego y no la inocencia, como yo.
– Creía que las acusaciones eran fundadas. Lo he sostenido ante todo el mundo.
– Deberías haber hecho lo que la mayoría: mantener la boca cerrada.
– Tal vez lo sabía en mi fuero interno -murmuré-. En alguna parte de mi interior a la que Dios no ha llegado. -Cromwell me miró con impaciencia, irritado a ojos vistas-. Así que a Singleton lo mataron por venganza… -dije al cabo de unos instantes-. Alguien lo ejecutó tal y como ejecutaron a Ana Bolena. Pero ¿quién? -De pronto, tuve una inspiración-. ¿Quién era el segundo visitante de Smeaton? Jerome había hablado del sacerdote que acudió a confesarlo y de otras dos personas.
– Haré que examinen los documentos de Singleton sobre el asunto para ver qué dicen respecto a la familia de Smeaton. Los tendrás en tu casa dentro de un par de horas. Entretanto, ve a echar un vistazo a la antigua casa de Smeaton; es una buena pista. ¿Vuelves a Scarnsea mañana?
– Sí, el barco zarpa antes del amanecer.
– Si averiguas algo antes de marcharte, házmelo saber. Y, Matthew…
– Sí, Señoría.
El vicario general se había apartado de la luz, y la soberbia y la cólera volvían a brillar en sus ojos.
– Procura encontrar al asesino. Le he ocultado lo ocurrido al rey durante demasiado tiempo. Cuando se lo cuente, necesito poder darle el nombre del asesino. Y consigue que el abad ponga su sello en esa cesión. Al menos en eso has adelantado algo.
– Sí, Señoría. Cuando se produzca la cesión, ¿qué ocurrirá con el monasterio? -le pregunté tras unos instantes de vacilación.
El vicario general esbozó una sonrisa siniestra.
– Lo mismo que con los demás. El abad y los monjes recibirán sus pensiones. Los criados tendrán que arreglárselas por su cuenta; es lo que se merecen, por zánganos y mezquinos. En cuanto a los edificios, te diré lo que he planeado para Lewes. Voy a mandar a un ingeniero experto en demoliciones para que derribe la iglesia y los edificios claustrales. Y, cuando todas las tierras del monasterio estén en manos del rey y las arrendemos, pondré una cláusula en todos los contratos para obligar a los arrendatarios a derribar todos los edificios que queden en pie. Me da igual que aprovechen el plomo de los tejados y regalen los sillares a la gente del pueblo para que construyan lo que quieran. No quiero que quede ningún rastro de todos esos siglos de supersticiones; basta con unas cuantas ruinas para recordar al pueblo el poder del rey.
– Hay edificios muy hermosos.
– Un caballero no puede vivir en una iglesia -replicó Cromwell con irritación-. ¿No te estarás volviendo papista, Matthew Shardlake? -me preguntó de pronto mirándome con los ojos entrecerrados.
– Nunca -respondí.
– Entonces, vete. Y no vuelvas a fallarme. Recuerda que en mi mano está hacer prosperar el despacho de un abogado, pero también arruinarlo -dijo lanzándome otra de sus miradas de toro.
– No os fallaré, Señoría.
Cogí la espada y salí.