A medio camino entre el río y la muralla había un ancho montículo, un islote en la marisma. En la cima, se veían unas ruinas bajas. Debía de ser el lugar que había mencionado el hermano Gabriel, el primer asentamiento de los monjes. Movido por la curiosidad, adelanté precavidamente el bastón y di un paso fuera del camino. Para mi sorpresa, bajo la nieve el terreno era firme. Pero en realidad no había más que una capa superficial de tierra y matojos helados; unos pasos más, y mi pie se hundió en la blandura del fango. Di un grito y solté el bastón mientras sentía que el espeso cieno succionaba mi pierna y el fango y el agua helada se me colaban en el zapato y me mojaban el tobillo.
Agité los brazos en un desesperado intento de mantenerme en pie, aterrado por la idea de perder el equilibrio y caer de bruces en el cenagal. Aún tenía la pierna izquierda en terreno firme y, apoyándome en ella, tiré del otro pie con todas mis fuerzas, rezando para que el izquierdo no rompiera la somera capa helada y también se hundiera en el barro. Por suerte no fue así y, sudando por el esfuerzo y el miedo, conseguí sacar la pierna atascada, negra de cieno, tras largos y penosos forcejeos. El agujero exhaló una vaharada a cloaca y se cerró con un gorgoteo. Retrocedí hasta el camino y me senté en el suelo con el corazón palpitante. Mi bastón seguía donde lo había soltado, pero no se me ocurrió volver a buscarlo. Me miré la pierna cubierta de hediondo cieno y maldije mi estupidez. Me imaginé la cara de lord Cromwell si alguien hubiera tenido que comunicarle que el comisionado que tan cuidadosamente había elegido para enfrentarse a los misterios y peligros de Scarnsea se había caído en una ciénaga y se había ahogado.
– Eres idiota -dije en voz alta.
En ese momento, oí un ruido a mis espaldas y me volví. La puerta de la muralla estaba abierta y el hermano Edwig me miraba desde el umbral con un grueso manto sobre el hábito y el asombro pintado en el rostro.
– Do-doctor Shardlake, ¿estáis bien?
Al verlo recorrer el desierto paisaje con la mirada, comprendí que me había oído hablar solo.
– Sí, hermano Edwig -respondí levantándome, consciente del aspecto que debía de tener completamente salpicado de barro-. He sufrido un pequeño accidente. Casi me hundo en el lodo.
– No deberíais acercaros a la marisma, señor co-comisionado -dijo el tesorero negando con la cabeza-. Es muy traicionera.
– Ya lo veo. Pero ¿qué estáis haciendo aquí, hermano? ¿No tenéis trabajo en la contaduría?
– He estado vi-visitando al novicio enfermo con el abad. Necesitaba despejarme la ca-cabeza. A veces vengo a pasear por aquí. -Lo miré con curiosidad. No me resultaba fácil imaginármelo dando traspiés por la huerta cubierta de nieve para hacer ejercicio-. Me gusta venir aquí y co-contemplar el río. Es re-relajante.
– Siempre que uno mire dónde pone los pies.
– C-claro. ¿Deseáis que os ayude a volver? Estáis cubierto de lodo.
– Puedo arreglármelas -aseguré, aunque estaba empezando a tiritar-. Pero, sí, debería volver.
Regresamos al recinto y nos dirigimos hacia las dependencias del monasterio. Yo caminaba tan deprisa como me permitía la pierna, que me pesaba como si fuera de hielo.
– ¿Cómo está el novicio?
– Parece que se re-recupera, aunque con las fiebres de pecho nunca se sabe -respondió el tesorero moviendo la cabeza-. Yo las tuve el invierno pasado y no pude acudir a la contaduría en dos semanas -explicó, y volvió a sacudir la cabeza.
– ¿Y qué opináis del trato que le ha dispensado el prior a Simón Whelplay?
El hermano Edwig volvió a sacudir la cabeza con impaciencia.
– Es difícil de juzgar. Debemos mantener la disciplina.
– Pero ¿no deberíamos ser compasivos con los más débiles?
– La gente necesita c-certezas, necesita saber que si actúa mal recibirá su c-castigo. -El tesorero me miró fijamente-. ¿No lo creéis así, señor comisionado?
– A unas personas les cuesta más aprender que a otras. A mí me habían advertido que no fuera a la ciénaga, y sin embargo he ido.
– Pero eso ha sido un error, señor comisionado, no un pecado. Y, si a alguien le cuesta aprender, razón de más para darle una lección más firme. Además, ese chico es muy débil; habría enfermado de todos modos -aseguró el tesorero con dureza.
– Me parece que veis el mundo en blanco y negro, hermano Edwig -repuse arqueando las cejas.
El tesorero me miró con perplejidad.
– Por supuesto, señor. Blanco y negro. Virtud y pecado. Dios y el Diablo. Las reglas están establecidas y debemos seguirlas.
– Ahora quien establece las reglas es el rey, no el Papa.
– Sí, señor -murmuró el hermano Edwig poniéndose muy serio-. Y ésas son las que debemos seguir.
No era eso lo que el hermano Athelstan aseguraba haberles oído decir a él y los demás obedienciarios.
– Tengo entendido, hermano Edwig, que la noche en que asesinaron al comisionado Singleton estabais ausente…
– S-sí. Tenemos algunas propiedades en W-Winchelsea. No estaba satisfecho con las cuentas del administrador y fui a revisarlas en persona. Estuve fuera tres noches.
– ¿Qué descubristeis?
– Pensaba que nos estaba estafando, pero sólo se trataba de errores. No obstante, lo despedí. La gente que no sabe llevar las cuentas no me interesa.
– ¿Viajasteis solo?
– Me acompañó uno de mis ayudantes, el anciano hermano Wüliam, al que habéis conocido en la contaduría. -El tesorero me miró con astucia-. La noche en que mataron al comisionado Singleton, que Dios tenga en su gloria -apostilló piadosamente-, estaba en casa del administrador.
– Sois un hombre muy atareado -le dije-, pero al menos tenéis ayudantes. Ese anciano y el muchacho.
El hermano Edwig se volvió con viveza.
– Sí, aunque el chico, más que ayuda, es un estorbo.
– ¿Cómo es eso?
– No tiene cabeza para los números. Le he ordenado que busque los libros que habéis pedido; espero poder entregároslos enseguida. -El tesorero dio un resbalón, y tuve que agarrarlo del brazo para que no se cayera-. Gracias, doctor Shardlake. ¡Dichosa nieve!
Durante el resto del camino, el tesorero se concentró en mirar dónde ponía los pies y no dijimos nada más hasta que llegamos a las dependencias del monasterio. Nos despedimos en el patio; el hermano Edwig regresó a su trabajo y yo me dirigí a la enfermería. Necesitaba comer algo. Pensé en el tesorero. No era sino un chupatintas obsesionado con su trabajo como responsable de la economía de la comunidad, probablemente con exclusión de todo lo demás, que estaba dedicado al monasterio en cuerpo y alma. ¿Estaría dispuesto a tolerar el crimen para protegerlo, o significaría eso cruzar la línea entre lo blanco y lo negro? Era un individuo antipático, pero, como le había dicho a Markla noche anterior, eso no lo convertía en un asesino, del mismo modo que la simpatía que me inspiraba el hermano Gabriel no lo convertía en inocente. Suspiré. Era difícil ser objetivo entre aquella gente.
Cuando abrí la puerta de la enfermería, todo parecía tranquilo. El monje anciano dormía en su cama y el ciego en su sillón, pero la cama del monje grueso estaba vacía; puede que el hermano Guy lo hubiera convencido de que había llegado el momento de marcharse. El fuego crepitaba acogedoramente en la chimenea e hice una pausa para calentarme.
Estaba observando el vapor que ascendía de mis calzas, cuando oí ruidos procedentes del interior: una confusa barahúnda, seguida de chillidos y gritos, y del estrépito de cacharros de porcelana contra el suelo. El alboroto se oía cada vez más cerca. Me volví sobresaltado hacia la puerta de las habitaciones en el momento en que se abría de golpe y, en agitada confusión, irrumpían en la sala Atice, Marky el hermano Guy, rodeando a una delgada silueta vestida con un camisón blanco, la cual rompió de improviso el cerco y echó a correr por la sala. Reconocí a Simón Whelplay, aunque apenas se parecía al pálido espectro con el que había hablado la noche anterior. Tenía la cara congestionada, los ojos desorbitados y los
labios rebosantes de espuma. Parecía querer decir algo, pero sólo
conseguía jadear y gruñir.