Me incorporé sobre un codo y me quedé en el suelo, paralizado por el estupor, con la boca abierta y los ojos clavados en la estatua de san Donato, resquebrajada sobre el cadáver de Gabriel, del que sólo veía un brazo, en medio del charco de sangre que empezaba a extenderse por las losas. La cabeza del santo, que se había desprendido y yacía a mis pies, me miraba con una expresión compasiva, derramando lágrimas de pintura blanca.
De pronto, oí la voz de Mark, un grito como no había oído jamás.
– ¡Apartaos del muro!
Alcé la vista. El pedestal de la estatua se tambaleaba al borde de la galería, a veinte varas por encima de mi cabeza. Apenas me dio tiempo a distinguir una figura encapuchada que se movía tras él. Gateé hacia Mark un segundo antes de que el bloque de piedra impactara en el sitio que acababa de abandonar. Pálido como la cera, Mark me agarró del brazo y me ayudó a levantarme.
– ¡Allí arriba! -gritó.
Seguí su mirada. Una figura irreconocible corría por la galería en dirección al presbiterio.
– Me ha salvado la vida -murmuré mirando la estatua destrozada y el lago de sangre que seguía extendiéndose a su alrededor-. ¡Me ha salvado la vida!
– Señor -me urgió Mark en un susurro-. Lo tenemos. Está en la galería. Sólo puede bajar por las escaleras del cancel.
Traté de poner orden en el tumulto de mi mente y miré hacia las escaleras de ambos extremos del cancel.
– Sí, tienes razón. ¿Lo has reconocido?
– No. Sólo he visto que lleva hábito y la capucha puesta. Ha ido hacia la cabecera de la iglesia. Si subimos cada uno por una escalera, podemos cerrarle el paso. Lo tenemos, no hay otro modo de bajar. ¿Podéis hacerlo, señor?
– Sí. Ayúdame a levantarme.
Mark me ayudó a ponerme en pie y desenvainó la espada mientras yo aferraba el bastón y respiraba hondo para calmar mi agitado corazón.
– Subiremos al mismo tiempo y nos mantendremos el uno a la vista del otro.
Mark asintió y se dirigió hacia la escalera de la derecha. Yo aparté los ojos del cadáver y tomé la de la izquierda.
Subí despacio. El corazón me palpitaba de tal modo que notaba el golpeteo de la sangre en el cuello y veía luces blancas delante de mí. Me quité la pesada capa y la dejé en la escalera. El frío me caló hasta los huesos, pero necesitaba libertad de movimientos para enfrentarme a aquel lance.
Las escaleras subían hasta la estrecha galería que recorría el perímetro interior de la iglesia. El suelo era de rejilla de hierro y, a través de él, podía ver las velas titilando ante el altar mayor y las hornacinas de los santos, la estatua resquebrajada y el enorme charco escarlata de la sangre de Gabriel. La pasarela no tenía más de cuatro palmos de anchura, y lo único que me separaba del vacío era un pasamanos de hierro. A unos pasos de donde me encontraba, las herramientas de los canteros formaban un desordenado montón junto a las cuerdas de las que pendía el cajón, sujetas al muro mediante gruesos roblones. Recorrí la galería con la mirada y maldije la falta de luz. Todas las ventanas estaban debajo de la pasarela, que permanecía envuelta en la penumbra. No podía verla en toda su extensión, pero sabía que había alguien delante de mí; no podía ser de otro modo. Empecé a avanzar con cautela, agachándome de vez en cuando para pasar bajo las cuerdas.
La galería estaba a la misma altura que la parte superior del cancel, que iba de un lado a otro de la nave. Tenía unos diez pies de anchura y soportaba las estatuas de san Juan Bautista, la Virgen y Nuestro Señor. Vistas desde abajo, parecían pequeñas, pero ahora que las tenía cerca advertí, a pesar de la penumbra, que eran de tamaño natural.
Con cuidado, agarrándome con fuerza al pasamanos, seguí avanzando por la galería y alejándome del cancel. La pasarela temblaba a mi paso y hubo un momento en que la barandilla se bamboleó bajo mi mano. Me dije que los canteros debían de utilizar la galería para trabajar, pero no pude evitar preguntarme si la caída de la estatua y el pedestal la habrían debilitado.
Al otro lado de la nave, distinguí a Mark, que avanzaba despacio procurando mantenerse a mi altura. Alzó la espada y yo le respondí haciendo lo propio con el bastón. Ahora el asesino estaba atrapado entre los dos. Aferré con fuerza el bastón. Habían empezado a temblarme las piernas, y las maldije entre dientes para que se estuvieran quietas.
Seguí caminando con paso decidido y los ojos clavados en la semioscuridad. Nada. Ningún ruido. Al acercarme a la cabecera de la iglesia, vi que la galería trazaba un semicírculo, y unos instantes después Mark y yo nos mirábamos boquiabiertos desde ambos extremos del presbiterio, separados unas veinte varas. Y, en medio, nada. Nadie.
– ¡Ha venido hacia aquí! -me gritó Mark mirándome con incredulidad-. Lo he visto.
– Entonces, ¿dónde está? Yo no veo a nadie en esta parte de la iglesia. Debes de haberte confundido; habrá ido hacia el otro lado, hacia la puerta -dije volviéndome hacia el cancel y la oscuridad que envolvía el final de la galería.
– Juraría por mi vida que ha venido en esta dirección, lo juraría.
– De acuerdo -respondí, y respiré hondo-. No perdamos la calma. Si está en el otro extremo de la iglesia, todavía lo tenemos. Nadie ha bajado por las escaleras; lo habríamos oído. Volveremos atrás y llegaremos hasta el final de la galería.
– Tal vez deberíamos bajar. Uno de nosotros podría ir a buscar ayuda.
– No, al otro le resultaría difícil mantener vigiladas las dos escaleras. En un sitio tan grande como éste, nuestro hombre podría bajar y escabullirse.
Volvimos sobre nuestros pasos, una vez más en paralelo. Me dolían los ojos de tanto forzarlos para escrutar la penumbra. Al pasar junto al cancel y las estatuas, noté algo extraño, pero no caí en la cuenta hasta que me había alejado unos pasos. Había visto las tres estatuas de costumbre, san Juan, Nuestro Señor y la Virgen. Pero había una cuarta.
En el preciso instante en que me detuve para dar media vuelta, algo silbó en el aire y chocó contra el muro muy cerca de mí. Una daga resonó contra el suelo de la pasarela y quedó a mis pies, al tiempo que me volvía comprendiendo que lo que había tomado por otra estatua era en realidad un hombre de carne y hueso en hábito de benedictino. En ese momento, una figura saltó a la galería por encima del pasamanos. Eché a correr hacia ella, pero el pie se me enganchó en la rejilla de la pasarela, y caí de bruces contra la barandilla. Por un segundo, me quedé asomado al vacío de cintura para arriba, mirando aterrorizado el suelo de la nave, pero conseguí echar el cuerpo atrás y apoyar los pies en la pasarela. La figura había desaparecido, pero sus pasos resonaban en la escalera.
– ¡Mark! -grité-. ¡Por aquí! ¡Se escapa!
Mark estaba a cierta distancia de la escalera del otro lado y, cuando llegó a ella, el monje ya había acabado de bajar. Lo oí correr bajo mis pies, arrimado al muro, de forma que era imposible verlo. Bajé las escaleras tan rápido como pude y llegué a la nave al tiempo que Mark aparecía en el otro extremo del cancel. En la distancia, la puerta de la iglesia se cerró con un fuerte golpe.
– ¡Estaba en lo alto del cancel, entre las estatuas! -le grité a Mark-. ¿Lo has reconocido? Ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
– No, señor, cuando he llegado a vuestra altura, él ya estaba abajo -contestó Mark alzando la vista hacia el cancel-. Debe de haberse deslizado entre las estatuas mientras subíamos. Hace falta tener sangre fría para quedarse ahí quieto, sin barandilla ni sitio al que agarrarse.
– Confiando en que, como buenos reformistas, evitaríamos mirar las estatuas. Nos ha burlado.
Examiné la daga, que había recogido del suelo de la galería. Era un arma de acero, puntiaguda y sin adornos. No nos proporcionaba ninguna pista. Pegué un puñetazo en el muro y sentí que una descarga de dolor me recorría el brazo.