El sacristán, visiblemente nervioso, hablaba de manera atropellada.
– Sois un hombre muy ocupado, hermano Gabriel. Sois responsable de la dirección del coro y de la decoración de la iglesia… -Alcé la vista hacia la galería y vi la estatua de san Donato. Junto a ella, había un montón de herramientas y una maraña de cuerdas de la que pendía el cajón de los canteros-. Veo que las obras no han avanzado. ¿Seguís negociando con el hermano Edwig?
– Sí. Pero supongo que no habéis venido a hablar de eso… -respondió el sacristán con irritación mal disimulada.
– No, hermano. Ayer os planteé una hipótesis que calificasteis como propia de un picapleitos. Era una acusación de asesinato. Dijisteis que estaba retorciendo mis argumentos y forzando mis conclusiones.
– Y lo mantengo. No soy un asesino.
– Sin embargo, uno de los instintos que más desarrollados tenemos los picapleitos es el de saber cuándo nos están ocultando algo. Y rara vez nos equivocamos.
El sacristán me miró con inquietud, pero no dijo nada.
– Permitidme que os plantee otra hipótesis, una cadena de suposiciones, por así decirlo. Vos me corregiréis cada vez que me equivoque. ¿Os parece?
– No sé qué nuevo truco pretendéis utilizar conmigo. -No es ningún truco, os lo prometo. Empezaré con una reunión de los obedienciarios que se celebró hace unos meses. El prior Mortimus mencionó el antiguo calabozo de los monjes y la existencia de un pasadizo que une la enfermería con la cocina.
– Sí…, sí, lo recuerdo.
Ahora el sacristán respiraba más deprisa y parpadeaba más a menudo.
– La cosa quedó ahí, pero eso os dio una idea. Fuisteis a la biblioteca, donde sabíais que se hallaban los viejos planos del monasterio. Yo mismo los vi cuando me enseñasteis la biblioteca y recuerdo lo nervioso que os pusisteis al ver que los ojeaba. Así pues, encontrasteis el pasadizo, entrasteis en él y practicasteis un agujero en la pared de la habitación que ocupamos. El cocinero me dijo que os vio merodeando por el pasillo de la cocina, donde, como ahora sé, está la puerta del pasadizo. -El sacristán tragó saliva-. ¿No me contradecís, hermano?
– No sé de qué estáis hablando…
– ¿No? Mark llevaba varias mañanas oyendo ruidos. Yo me reía de él y le decía que eran ratones. Pero hoy se le ha ocurrido mirar detrás del aparador y ha descubierto la portezuela y la mirilla. Al principio he sospechado del enfermero…, hasta que he encontrado algo en el suelo, bajo la mirilla. Algo que brillaba. Y he comprendido que quien había estado observándonos no tenía intención de espiarnos. Su propósito era otro. -El hermano Gabriel emitió un gruñido que parecía salir de las profundidades de su ser y dejó caer los hombros como una marioneta a la que le aflojan las cuerdas-. Os gustan los jovencitos, hermano Gabriel. Vuestra afición debe de dominaros por completo si os hace llegar a esos extremos para ver a Mark Poer vistiéndose por las mañanas.
Noté que le fallaban las piernas y por un momento temí que fuera a desmayarse, pero apoyó una mano en el muro y consiguió rehacerse. Luego se volvió hacia mí, y en un abrir y cerrar de ojos su rostro pasó de una palidez cadavérica a un rojo encendido.
– Es verdad -murmuró-. Que Dios me perdone.
– A fe que es un paseo extraño ir dando traspiés en la oscuridad por esa siniestra celda con el miembro erecto.
– Por favor…, por favor -suplicó el sacristán alzando una mano-, no se lo digáis al chico.
– Entonces -respondí dando un paso hacia él-, contadme todo lo que habéis estado ocultándome. Ese pasadizo secreto conduce a la cocina, donde asesinaron a mi predecesor.
– Yo no elegí ser así -susurró el sacristán con súbita vehemencia-. La belleza masculina me obsesiona desde que era niño, desde la primera vez que vi la imagen de san Sebastián. Se grabó en mi mente como los pechos de la estatua de santa Ágata se graban en la mente de otros chicos. Pero ellos tienen el matrimonio. Yo no. Vine aquí huyendo de la tentación.
– ¿A un monasterio? -le pregunté con incredulidad.
– Sí -murmuró el sacristán, y soltó una risa amarga-. Hoy en día pocos jóvenes normales se ordenan. La mayoría de los novicios son pobres criaturas como Simón que no saben enfrentarse a la vida. No me sentía atraído hacia él, y mucho menos hacia el viejo Alexander. He pecado con otros hombres, pero muy pocas veces en los últimos años, y ninguna desde la visita. Con la ayuda de la oración y el trabajo, he conseguido controlarme. Pero a veces viene gente, trabajadores de nuestras tierras, o mensajeros, y cuando veo a algún joven hermoso que me inflama de deseo, no puedo resistirme.
– Y, por lo general, las visitas se alojan en nuestra habitación.
El hermano Gabriel agachó la cabeza.
– Cuando el prior mencionó el pasadizo, me pregunté si pasaría por detrás de la habitación de las visitas. Teníais razón; examiné los planos. Dios misericordioso, hice el agujero para ver los cuerpos desnudos. -Volvió a mirar a Mark, esta vez con una expresión de impotencia y cólera-. Luego llegasteis vos… con él. Tenía que verlo; es tan delicado, es como la culminación de… de mi búsqueda. Mi ideal -murmuró, y de pronto empezó a hablar atropelladamente, casi farfullando-: Entraba en el pasadizo cuando suponía que os estaríais levantando. Que Dios me perdone, pero estuve ayer mismo, y el día en que enterramos al pobre Simón. Y esta mañana he vuelto, no podía evitarlo… Oh, Señor, ¿en qué me he convertido? ¿Puede un hombre caer más bajo ante Dios? -se preguntó el sacristán llevándose un puño a la boca y mordiéndoselo hasta hacerse sangre.
En ese momento se me ocurrió pensar que también me habría visto a mí mientras me vestía, que habría visto mi joroba, de la que Mark siempre apartaba los ojos por delicadeza. No fue una idea agradable.
– Escuchadme, hermano -le dije inclinándome hacia él-. Aún no se lo he contado a Mark. Pero quiero que me digáis todo lo que sabéis sobre los asesinatos, todo lo que habéis estado ocultándome.
El hermano Gabriel se quitó el puño de la boca y me miró con perplejidad.
– Pero, comisionado, no tengo nada más que contaros… Mi vergüenza era mi único secreto. El resto de lo que os he dicho es cierto; no sé nada sobre esos terribles hechos. No estaba espiando. La única razón por la que utilicé ese pasadizo fue para… para ver a los jóvenes que llegaban de visita. -El sacristán expulsó el aire de los pulmones con un estremecimiento-. Sólo quería verlos.
– ¿Y no ocultáis nada más?
– Nada, lo juro. Si pudiera hacer algo para ayudaros a resolver esos horribles crímenes, por Dios que lo haría.
Abrumado por la vergüenza, el hermano Gabriel se derrumbó contra el muro, mientras yo sentía que la cólera se apoderaba de mí ante la evidencia de que, una vez más, la pista que seguía me había llevado a un callejón sin salida. Moví la cabeza y resoplé con irritación.
– A fe que me habéis hecho cavilar, hermano Gabriel. Creía que erais vos el asesino.
– Señor, sé que deseáis obtener la cesión del monasterio. Pero, os lo suplico, no os sirváis para ello de mis faltas. No permitáis que mis pecados provoquen el final de San Donato.
– ¡Por amor de Dios, no exageréis la importancia de vuestros pecados! Ese vicio solitario ni siquiera bastaría para justificar vuestro encausamiento. Si este monasterio se cierra, será por otras causas. Pero me asombra y me apena que alguien malgaste su vida en tan extraña idolatría. Sois uno de los hombres más dignos de lástima que conozco.
Avergonzado, el sacristán cerró los ojos. Luego los alzó hacia el cielo y empezó a mover los labios en una silenciosa plegaria. De pronto abrió la boca, y sus ojos, que seguían mirando al techo, se dilataron como si quisieran saltar de las órbitas. Perplejo, di un paso hacia él en el preciso instante en que lanzaba un grito y se arrojaba sobre mí con los brazos abiertos.
Lo que ocurrió a continuación está grabado en mi imaginación tan vividamente que la pluma tiembla en mi mano mientras escribo. El sacristán embistió contra mí y caí al suelo de espaldas, con un golpe que me dejó sin aliento. Por un instante creí que había perdido la cabeza y quería matarme. Lo miré y vi que estaba de pie junto a mí, contemplándome con ojos de loco. De pronto surgió algo que bajaba hacia nosotros haciendo silbar el aire, una enorme figura de piedra que se desplomó en el lugar en que me encontraba momentos antes y aplastó a Gabriel contra las losas. Aún me parece oír el formidable estruendo de la piedra chocando contra el suelo y el horrible crujido de los huesos del sacristán.