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– Estoy seguro de que lord Cromwell duerme más tranquilo sabiendo que cuenta con hombres tan leales como vos en los condados. -Copynger respondió al cumplido asintiendo con gravedad mientras yo le daba un sorbo a la copa-. Un vino excelente, señor juez, gracias, pero el tiempo apremia. Hay asuntos sobre los que agradecería cualquier información.

– Estoy a vuestra disposición. El asesinato del señor Singleton ha sido un insulto al rey. Clama venganza.

Debería haberme alegrado de estar en compañía de otro reformista, pero confieso que Copynger no me resultaba simpático. Aunque, además de las obligaciones de su cargo, los jueces debían cumplir el creciente número de tareas que les encomendaba Londres, lo cierto era que no podían quejarse. Siempre han sabido aprovecharse de su posición, de modo que el aumento de obligaciones llevaba aparejado un aumento de ganancias, incluso en municipios tan pobres como Scarnsea, como demostraba la prosperidad de Copynger. A mi modo de ver, su ostentación no concordaba con sus aires de avinagrada probidad. Pero aquélla era la nueva clase de hombres que estábamos creando en la Inglaterra de entonces.

– Decidme -le pregunté-, ¿qué piensa de los monjes la gente de aquí?

– Los odian, porque son unas sanguijuelas. No hacen nada por Scarnsea, no vienen a la ciudad si pueden evitarlo y cuando lo hacen se comportan con la arrogancia del Diablo. Las limosnas que reparten son misérrimas, y encima los pobres tienen que ir andando hasta el monasterio para recibirlas. En consecuencia, el peso del sustento de los indigentes recae sobre el contribuyente. -Según parece, tienen el monopolio de la venta de cerveza… -Y cobran un precio abusivo. Además, su cerveza es pésima; tienen la destilería llena de gallinas que sueltan su porquería sobre las tinas.

– Sí, ya lo he visto. Debe de saber a rayos.

– Pues nadie más puede vender cerveza -dijo Copynger abriendo los brazos-. También a sus tierras les sacan todo el jugo que pueden. Si alguien os dice que los monjes son terratenientes considerados, podéis responderle que miente. Y desde que el hermano Edwig se hizo cargo de la contaduría, las cosas no han hecho más que empeorar; ése sería capaz de despellejar a una pulga para aprovechar la grasa del culo.

– Sí, seguro que lo haría. Hablando de las cuentas del monasterio…, vos informasteis a lord Cromwell de que habían vendido tierras por debajo de su valor…

– Me temo que no conozco todos los detalles -admitió Copynger con evidente incomodidad-. Oí rumores, pero enseguida se corrió la voz de que yo estaba investigando, y ahora los grandes terratenientes actúan con mucha cautela. Asentí.

– ¿Y quiénes son?

– El mayor propietario de la zona es sir Edward Wentworth. El abad y él son uña y carne…, a pesar de que está emparentado con los Seymour. Salen juntos a cazar. Entre los arrendatarios se rumorea que el monasterio le ha vendido tierras en secreto y que ahora el mayordomo del abad se encarga de recaudar las rentas de sir Edward; pero no puedo confirmarlo, porque está fuera de mi competencia. -El juez frunció el entrecejo con irritación-. El monasterio tiene tierras en todas partes, incluso fuera del condado. Lo siento, comisionado. Si tuviera más autoridad…

– Tal vez esto sobrepase mis atribuciones -dije tras reflexionar unos instantes-, pero, dado que tengo potestad para investigar todo lo relativo al monasterio, creo que podría indagar las ventas de tierras que se hayan realizado. ¿Y si reanudarais vuestras pesquisas sobre esa base, invocando el nombre de lord Cromwell?

Copynger sonrió.

– Un requerimiento hecho en nombre de Su Señoría obraría milagros. Haré todo lo que esté en mi mano.

– Gracias. Podría ser importante. Por cierto, creo que sir Edward es primo del hermano Jerome, el anciano cartujo que vive en el monasterio…

– Sí, Wentworth es un viejo papista. Tengo entendido que el cartujo habla abiertamente contra la Reforma. Si de mí dependiera, lo colgaría del campanario de la iglesia.

– Decidme -le pregunté tras reflexionar unos instantes-, si lo hicierais, ¿cómo reaccionaría la gente de la ciudad?

– Lo celebrarían. Como ya he dicho, odian a los monjes. Ahora Scarnsea es una ciudad pobre, y ellos aún la empobrecen más. El puerto está tan enfangado que apenas puede entrar un bote de remos.

– Sí, ya lo he visto. He oído que alguna gente se dedica al contrabando. Según los monjes, utilizan los marjales de detrás del monasterio para acceder al río. El abad Fabián asegura que lo ha denunciado repetidamente y que las autoridades hacen la vista gorda.

De pronto, el rostro de Copynger adoptó una expresión recelosa.

– El abad diría lo que fuera con tal de perjudicarnos. Es un problema de recursos, señor comisionado. Sólo hay un consumero, y no puede pasarse las noches vigilando todos los caminos de la marisma.

– Según uno de los monjes, en esa zona ha habido actividad recientemente. El abad piensa que los contrabandistas pudieron penetrar en el monasterio y asesinar a Singleton.

– Está tratando de confundiros, señor. Scarnsea tiene una larga historia de contrabando de telas, que se transportan por la marisma y se depositan en barcos de pesca con destino a Francia. Pero ¿por qué iba a matar uno de esos hombres al comisionado del rey? No estaba aquí para investigar el contrabando, ¿verdad?

La mirada del juez Copynger traslucía una súbita inquietud. -No. Ni yo tampoco, a menos que esas actividades tengan alguna relación con el asesinato de Singleton. Me inclino a pensar que el asesino es alguien del monasterio.

– Si los propietarios pudieran disponer de tierras para criar ovejas -dijo Copynger con evidente alivio-, la ciudad prosperaría y la gente no tendría que dedicarse al contrabando. Hay demasiados pequeños granjeros reconvertidos en tejedores.

– Aparte del contrabando, ¿es leal la ciudad? ¿No hay sectarios extremistas, por ejemplo, ni practicantes de brujería? ¿Sabíais que profanaron el monasterio?

– No, aquí no hay nada de eso -respondió el juez negando con la cabeza-; de lo contrario, me habría enterado: tengo cinco informadores a sueldo. Hay mucha gente a la que no le gustan los cambios, pero se aguantan. El asunto que más protestas ha provocado ha sido la abolición de los días consagrados a los santos, pero sólo porque eran festivos. Y nunca he oído hablar de que se practique la brujería en los alrededores.

– ¿Tampoco hay evangelistas exaltados? ¿Nadie que haya leído la Biblia y descubierto alguna misteriosa profecía que sólo él puede interpretar?

– ¿Como esos anabaptistas alemanes que matarían a los ricos para repartir sus bienes? Habría que quemarlos a todos. Pero aquí no hay gente así. El año pasado, a un aprendiz de herrero le dio por predicar que había llegado el Día del Juicio, pero lo metimos en el cepo y luego lo echamos de la ciudad. Ahora está en prisión, que es donde debe estar. Una cosa es predicar en inglés y otra poner la Biblia en manos de estúpidos criados y campesinos, para que Inglaterra se llene de iluminados.

– ¿Sois de los que opinan que sólo debería permitirse leer la Biblia a los cabezas de familia? -le pregunté arqueando las cejas.

– Es un punto de vista muy razonable, señor.

– En fin, los papistas no se lo permitirían a nadie. Pero, volviendo al asunto del monasterio, he leído que en el pasado algunos monjes se entregaron a prácticas nefandas. Que hubo casos de sodomía.

– Y se siguen entregando, estoy seguro -respondió Copynger con una mueca de asco-. El hermano Gabriel, el sacristán, era uno de los sodomitas, y continúa allí.

– ¿Había alguien de la ciudad implicado?

– No. Pero en el monasterio, además de invertidos, hay fornicadores. Más de una criada de Scarnsea ha sido víctima de sus bajas pasiones. Ninguna mujer menor de treinta años está dispuesta a trabajar allí, sobre todo desde que desapareció una muchacha.

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