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– ¿Una muchacha?

– Una huérfana del hospicio que fue a trabajar para el enfermero. Sucedió hace dos años. Venía de visita a la ciudad de vez en cuando, pero de pronto dejó de venir. Cuando preguntamos por ella, el abad dijo que había huido del monasterio llevándose unas copas de oro. Joan Stumpe, la gobernanta del hospicio, estaba convencida de que le había ocurrido algo. Pero es una vieja metomentodo, y no había ninguna prueba.

– ¿Trabajaba para el enfermero? -terció Mark con una nota de inquietud en la voz.

– Sí, para el duende negro, como lo llamamos aquí. Cualquiera diría que no hay ingleses para hacer ese trabajo.

– ¿Podría hablar con la señora Stumpe? -pregunté tras reflexionar unos instantes.

– No toméis todo lo que os diga al pie de la letra. Pero sí, ahora mismo debe de estar en el hospicio. Mañana es día de limosna en el monasterio; estará preparándolo todo.

– Entonces, aprovecharemos la ocasión -dije poniéndome en pie.

Copynger llamó a un criado para que nos trajera las capas.

– Señor -dijo Mark volviéndose hacia el juez mientras esperábamos-, en la actualidad hay otra joven trabajando para el enfermero. Se llama Alice Fewterer.

– ¡Ah, sí, la recuerdo!

– Creo que tuvo que ponerse a trabajar porque la parcela de su familia fue cercada para criar ovejas. Sé que los jueces supervisan las leyes sobre cercados. Me preguntaba si todo se llevó a cabo legalmente… y si podría hacerse algo por ella.

Copynger miró a Mark con el entrecejo fruncido.

– Puedo aseguraros que todo se hizo legalmente, joven, puesto que la tierra es mía y fui yo quien la cercó. La familia de esa chica tenía una antigua enfiteusis que expiró al morir la madre. Si quería sacar algún provecho, tenía que derribar la casa y dedicar el terreno a pastos.

– Estoy seguro de que todo fue perfectamente legal, señor juez -tercié lanzando una mirada de advertencia a Mark.

– Lo que beneficiaría a la gente de esta ciudad -dijo Copynger mirando a Mark con frialdad- sería cerrar el monasterio, echarlos a todos a la calle y derribar esos edificios llenos de ídolos. Y, si bien es cierto que los criados se quedarían sin trabajo y la ciudad tendría una carga extra de pobres a los que mantener, estoy seguro de que lord Cromwell aprobaría que parte de las tierras del monasterio pasara a manos de ciudadanos prominentes.

– Hablando de lord Cromwell, Su Señoría ha insistido en la importancia de mantener lo ocurrido en secreto, por el momento.

– Yo no se lo he contado a nadie, señor comisionado, y ninguno de los monjes ha venido a la ciudad.

– Bien. El abad también sabe que debe guardar silencio. Sin embargo, supongo que algunos de los criados del monasterio tendrán relaciones en Scarnsea… Copynger negó con la cabeza. -Muy pocos. Se mantienen alejados; aquí se les quiere tan poco como a los monjes.

– No obstante, acabará sabiéndose. Es inevitable.

– Estoy seguro de que no tardaréis en resolver este asunto. -El juez sonrió, y sus mejillas se tiñeron de rojo-. Permitidme que os diga cuánto me honra conocer a alguien que ha hablado personalmente con lord Cromwell. Decidme, señor, ¿cómo es en persona? Tengo entendido que es un hombre de carácter fuerte, a pesar de sus orígenes humildes.

– Efectivamente, señor juez, es un hombre enérgico de palabra y de obra. ¡Ah, aquí está vuestro criado con nuestras capas! -exclamé, ansioso de poner fin a sus untuosos halagos.

* * *

El hospicio estaba situado en las afueras de la ciudad. Era un edificio bajo y alargado que necesitaba reparaciones urgentes. En sus inmediaciones, vimos a un grupo de jóvenes que retiraban la nieve de las calles a las órdenes de un hombre. Vestían batas grises que llevaban cosido el escudo de la ciudad y eran demasiado finas para aquel tiempo. Cuando pasamos cerca de ellos se inclinaron ante Copynger.

– ¡Pobres acogidos! -comentó el juez-. El encargado del hospicio sabe cómo mantenerlos ocupados.

Entramos en el edificio, que carecía de calefacción y era tan húmedo que el yeso de las paredes estaba lleno de desconchones. En el vestíbulo, un grupo de mujeres sentadas en corro cosían o hilaban con ruecas, mientras en una esquina una matrona de mediana edad ordenaba un enorme montón de malolientes harapos ayudada por un puñado de escuálidos niños. Copynger se acercó a hablar con la mujer, que nos condujo a un pequeño pero pulcro despacho, donde se presentó como Joan Stumpe, la gobernanta de los niños.

– ¿En qué puedo ayudaros, señores?

Su arrugado rostro era tan amable como penetrantes sus ojos castaños.

– El doctor Shardlake está investigando ciertos asuntos relacionados con el monasterio -le dijo Copynger-. Está interesado en la suerte de la joven Orphan Stonegarden.

La mujer soltó un suspiro.

– ¡Pobre Orphan!

– ¿La conocíais? -le pregunté.

– La críe yo. La abandonaron en el patio de este edificio hace diecinueve años. Recién nacida. ¡Pobre Orphan! -repitió la gobernanta.

– ¿Cómo se llamaba?

– Orphan, señor. Es el nombre que solemos ponerles a los niños abandonados. Nunca descubrimos quiénes eran sus padres, así que el capataz le puso Stonegarden de apellido, porque la encontró en el patio.

– Comprendo. ¿Y creció a vuestro cuidado?

– Tengo a mi cuidado a todos los menores. Muchos mueren jóvenes, pero Orphan era fuerte y sobrevivió. Me ayudaba con los otros niños; siempre estaba alegre y era bien dispuesta…

De pronto, la gobernanta desvió la mirada.

– Continúa, buena mujer -la urgió Copynger con impaciencia-. Te lo he dicho muchas veces: eres demasiado blanda con esos críos.

– La mayoría pasan de puntillas por este valle de lágrimas -replicó la mujer con viveza-. ¿Por qué no dejar que disfruten un poco?

– Más vale llegar roto al cielo que entero al infierno -le espetó Copynger con aspereza-. La mayoría de los que sobreviven acaban convirtiéndose en ladrones y mendigos. Continúa.

– Cuando Orphan cumplió dieciséis años, los supervisores dijeron que tenía que ponerse a trabajar. Fue una lástima; el hijo del molinero se había enamorado de ella y, si hubieran permitido que las cosas siguieran su curso natural, la habría tomado como mujer.

– Entonces… ¿era atractiva?

– Ya lo creo, señor. Menuda y rubia, con una cara delicada y dulce, una de las más bonitas que he visto en mi vida. Pero el supervisor de los muchachos tiene un hermano que trabaja para los monjes, y éste dijo que el enfermero necesitaba un ayudante, y mandaron a Orphan con él.

– ¿Cuánto hace de eso, señora Stumpe?

– Dos años. Venía a verme en sus días libres, todos los viernes sin falta. Me quería tanto como yo a ella. No le gustaba el monasterio, señor. -¿Por qué?

– No conseguí que me lo dijera. Enseño a los niños que no deben criticar a sus superiores, por la cuenta que les trae. Pero saltaba a la vista que estaba asustada.

– ¿De qué?

– No lo sé. Intenté convencerla para que me lo contara, pero no hubo manera. Primero trabajó para el difunto hermano Alexander y, luego, para su sustituto, el hermano Guy, a quien ella tenía miedo por su extraño aspecto. El caso es que dejó de verse con Adam, el hijo del molinero. El muchacho venía a verla, pero ella me decía que lo despachara. -La gobernanta me miró fijamente-. Y, cuando una mujer hace eso, suele significar que han abusado de ella.

– ¿Le visteis alguna vez señales o moretones?

– No, pero cada vez se la veía más decaída. Hasta que un viernes, cuando llevaba unos seis meses trabajando en el monasterio, no apareció, ni tampoco al siguiente.

– Imagino que os inquietaríais.

– Desde luego. Decidí ir allí y enterarme de lo que pasaba.

Asentí. Podía imaginármela caminando a grandes zancadas hasta el monasterio y aporreando la puerta del señor Bugge.

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