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– No querían dejarme entrar, pero no paré de dar voces y golpear la puerta hasta que avisaron al prior Mortimus, ¡ese bárbaro escocés! Se me plantó delante y me dijo que una noche Orphan había desaparecido, llevándose con ella dos cálices de oro.

– Y tal vez lo hiciera -terció Copynger inclinando la cabeza-. Tratándose de una joven de su calaña…, no sería ninguna novedad.

– Orphan era una buena cristiana, señor, e incapaz de hacer algo así. Le pregunté al prior por qué no me habían informado -siguió contándome la mujer-, y me contestó que no sabía con quién se relacionaba Orphan en la ciudad. A continuación, amenazó con denunciarla por robo si no me marchaba inmediatamente. Informé al señor Copynger, pero él dijo que, sin pruebas de que se hubiera cometido algún delito, no podía hacer nada.

El juez se encogió de hombros.

– No las había. Y, si los monjes hubieran puesto una denuncia contra la muchacha, habría sido una vergüenza para la ciudad.

– ¿Qué creéis vos que le ocurrió a Orphan, señora Stumpe?

– No lo sé, señor -respondió la gobernanta mirándome a los ojos-. Pero me da miedo pensarlo.

Asentí lentamente.

– No obstante, el juez Copynger tiene razón; sin pruebas, no podía hacer nada.

– Lo sé, pero yo conocía bien a Orphan. Era incapaz de robar algo y desaparecer.

– Pero, si estaba desesperada…

– Habría acudido a mí, en lugar de arriesgarse a que la colgaran por ladrona. Sin embargo, en los últimos dieciocho meses, no he sabido ni oído nada de ella. Nada.

– Muy bien. Gracias por vuestro tiempo, señora Stumpe. Suspiré. Desde cualquier punto de vista que lo mirara, las sospechas se quedaban en sospechas; no encontraba ningún hilo del que poder tirar para desenredar la madeja del asesinato.

La gobernanta nos acompañó al vestíbulo; los chicos que rebuscaban entre los harapos alzaron hacia nosotros sus pálidos y tristes rostros y continuaron con su trabajo. El hedor de la ropa vieja nos llegaba desde la otra punta de la sala.

– ¿Qué hacen vuestros pupilos? -le pregunté a la gobernanta.

– Buscar algo para ponerse mañana entre la ropa vieja que nos da la gente. Es día de limosna en el monasterio. Con este tiempo, será una dura caminata. Asentí.

– Sí, lo será. Gracias, señora Stumpe. Al llegar a la puerta, volví la cabeza. La gobernanta estaba ya junto a los niños, ayudándolos a elegir entre el inmundo montón de trapos.

El juez Copynger nos invitó a cenar en su casa, pero le dije que teníamos que regresar al monasterio, y nos alejamos del hospicio haciendo crujir la nieve bajo nuestras botas.

– No llegaremos a tiempo para la cena -dijo Mark al cabo de unos instantes.

– Tienes razón. Busquemos una taberna.

Encontramos una casa de postas bastante agradable detrás de la plaza. El posadero nos acomodó junto a una ventana que daba al muelle, desde la que divisamos la barca que habíamos visto al llegar deslizándose con su carga de fardos hacia el barco que estaba fondeado a la entrada del canal.

– ¡Por las llagas de Cristo! -exclamó Mark-. ¡Qué hambre tengo!

– Sí, yo también. Pero nos abstendremos de tomar cerveza. ¿Sabes que la regla de san Benito prescribía una sola comida diaria durante el invierno? La cena. Fue concebida para el clima italiano, y al principio también se aplicó en Inglaterra. Imagínate pasarte el día rezando de pie, en pleno invierno, ¡y con una sola comida! Por supuesto, a medida que transcurrían los años y aumentaba la riqueza de los monasterios, se pasó de una comida al día a dos y luego a tres, con carne, vino…

– Supongo que al menos aún rezarán.

– Sí. Y creen que con sus plegarias interceden por los muertos ante Dios -dije recordando el angustiado fervor del hermano Gabriel-. Pero se equivocan.

– Confieso que toda esa teología me da dolor de cabeza, señor.

– Pues no debería, Mark. Dios te ha dado inteligencia. Úsala.

– ¿Cómo tenéis la espalda hoy? -me preguntó el muchacho cambiando de tema, una táctica que cada vez dominaba mejor.

– Regular, pero mejor que cuando llegamos.

El posadero nos trajo sendos platos de pastel de conejo, y empezamos a comer en silencio.

– ¿Qué creéis que le ocurrió a esa muchacha? -me preguntó Mark al cabo de unos instantes.

– ¡Sabe Dios! -respondí moviendo la cabeza-. Hay tantos hilos de los que tirar… Parece que no hacen más que aumentar. Esperaba más de Copynger. Bueno, ahora sabemos que algunas mujeres han sufrido abusos en el monasterio. Pero ¿de quién? ¿Del prior Mortimus, que importunó a Alice? ¿De otros? En cuanto a esa chica, Orphan, Copynger tiene razón. No hay pruebas de que no huyera, y puede que la anciana, cegada por el afecto que le tenía, haya tergiversado las cosas. No hay nada a lo que aferrarse -concluí cerrando el puño en el aire.

– ¿Qué opináis del juez Copynger?

– Es un reformista. Nos ayudará en todo lo que pueda.

– Habla de la verdadera religión y de que los monjes oprimen a los pobres, pero él vive espléndidamente y no le tiembla la mano a la hora de echar a la gente de sus tierras.

– Sí, eso tampoco me gusta a mí. Pero no deberías haberle preguntado por Alice. No es asunto tuyo. Copynger es nuestra única fuente de información fiable, y no lo quiero disgustado. Apenas contamos con otra ayuda. Esperaba más información sobre las ventas de tierras, algo que nos ayudara con los libros del tesorero.

– Me parece que el juez sabe más de los contrabandistas de lo que dice.

– Por supuesto. Acepta sobornos. Pero no estamos aquí por eso. Coincido con él en una cosa: el asesino es alguien del monasterio, no de la ciudad. Los cinco obedienciarios -dije, y empecé a contarlos con los dedos-: el abad Fabián, el prior Mortimus, Edwig, Gabriel y Guy, son lo bastante altos y fuertes como para haber podido eliminar a Singleton, salvo Edwig, que estaba ausente. Y cualquiera de ellos pudo envenenar al novicio. Es decir, si lo que el hermano Guy me contó sobre la belladona es cierto. -¿Por qué iba a mentir?

Una vez más, vi el rostro sin vida de Simón Whelplay mientras lo sacábamos del baño. La idea de que lo habían envenenado para impedir que hablara conmigo volvía a mi mente una y otra vez y me estrujaba el corazón como una mano de hierro.

– No lo sé -respondí-, pero no confío en nadie. Todos tienen mucho que perder si el monasterio se cierra. ¿Dónde encontrará trabajo como físico el hermano Guy, con su aspecto? En cuanto al abad, vive aferrado a la dignidad de su cargo. Y los otros tres también pueden tener cosas que ocultar. ¿Contabilidad fraudulenta, en el caso del hermano Edwig? Podría estar quedándose con dinero por si se queda en la calle, aunque necesitaría el sello del abad para cualquier venta de tierras. -¿Y el prior Mortimus?

– A ése lo creo capaz de cualquier cosa. En cuanto al hermano Gabriel, la vieja serpiente de la tentación sigue visitándolo, de eso estoy seguro. No te ha quitado ojo desde que llegamos. Imagino que mantiene relaciones con otros monjes, aunque quizá no las mantuviera con el pobre Simón; pero llegas tú enseñando la pantorrilla, con tu buen jubón y tus buenas calzas, y empieza a soñar contigo mientras está con ellos.

Mark apartó el plato con cara de asco.

– ¿Es necesario que entréis en detalles, señor?

– Los abogados no tenemos más remedio que entrar en detalles, por sórdidos que sean. Gabriel parece inofensivo, pero es un hombre atormentado, y los hombres atormentados hacen cosas inesperadas e irracionales. Si se demostrara que ha cometido actos de sodomía recientemente, podría acabar en la horca. Si Singleton lo interrogó con su tacto habitual, el sacristán pudo dejarse llevar por la desesperación, sobre todo si había otros a los que proteger. Y por último tenemos a Jerome. Quiero hablar con él. Me intriga que llamara a Singleton mentiroso y perjuro. -Mark no respondió. Seguía pensativo-. ¡Eh, despierta! -exclamé irritado-. ¿Qué más da que el sacristán esté loco por tu trasero? A fin de cuentas, no tiene muchas posibilidades de conseguirlo.

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