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– Hermano Edwig -empecé a decir en tono severo-, os acuso de ocultar un libro de contabilidad al comisionado del rey, un libro de tapas azules que intentasteis escamotear al comisionado Singleton, recuperasteis después del asesinato y que me habéis ocultado a mí. ¿Qué tenéis que decir? -El tesorero se echó a reír. Pero no sería el primer hombre formalmente acusado de asesinato que se ríe para confundir a su acusador-. ¡Por los clavos de Cristo, hermano! ¿Os burláis de mí?

– No, señor, os pido perdón -se apresuró a responder el tesorero alzando una mano-. Pero… estáis equivocado, es un m-malentendido. ¿Os lo ha dicho la muchacha de la enfermería? Por supuesto. Athelstan me contó que esa descarada lo vio discutiendo con el comisionado Singleton.

– Cómo ha llegado a mi conocimiento no es asunto vuestro -repliqué maldiciendo para mis adentros-. Responded a mi pregunta.

– P-por s-supuesto.

– Y no os atranquéis y escupáis las palabras para ganar tiempo e inventar mentiras.

El tesorero soltó un suspiro y juntó las manos.

– Hubo un malentendido con el comisionado Singleton, que Dios tenga en su gloria. Nos pidió nuestros libros de c-c-c…

– De contabilidad, sí.

– … igual que vos, y yo se los di, igual que os los he dado a vos. P-pero, como ya os he dicho, solía presentarse en la contaduría sin avisar, cuando no había nadie, para ver qué podía encontrar. No niego que tuviera derecho, señor; sólo digo que provocaba confusión. El día anterior al de su asesinato, abordó a Athelstan cuando estaba cerrando la contaduría y empezó a agitar un libro ante sus narices, como sin duda os habrá contado la muchacha. Lo había cogido de mi despacho privado -explicó el tesorero abriendo las manos-. Pero no era un libro de cuentas. Contenía meros apuntes, cálculos sobre futuros ingresos que hice algún tiempo atrás, como comprobaría el propio señor Singleton en cuanto los examinara con más detenimiento. Puedo mostrároslo si lo deseáis.

– Lo cogisteis de casa del abad tras el asesinato, sin decírselo a nadie.

– No, señor. No hice tal cosa. Los criados del abad lo encontraron en su habitación cuando la estaban limpiando, r-reconocieron mi letra y me lo devolvieron.

– Sin embargo, en nuestra anterior conversación dijisteis no estar seguro de qué libro cogió el comisionado Singleton.

– Lo había o-olvidado. Es un libro sin importancia. Puedo enviároslo para que lo c-comprobéis por vos mismo, señor comisionado.

– No. Iremos ahora mismo con vos a por él. -El hermano Edwig titubeó-. ¿Y bien?

– Por supuesto.

Indiqué a Mark que se hiciera a un lado, y seguimos al tesorero por el patio del claustro alumbrándonos con el candil que llevaba mi ayudante. El hermano Edwig abrió la puerta de la contaduría y nos condujo a su despacho privado del primer piso. Se acercó al escritorio, abrió un cajón cerrado con llave y sacó un delgado libro azul.

– Aquí lo tenéis, señor. Comprobadlo por vos mismo.

Abrí el libro. Las páginas no contenían columnas, sino notas escritas a vuela pluma y operaciones aritméticas.

– De momento, me lo llevo.

– Faltaría más. Pero ¿puedo preguntar, dado que esto es un despacho privado, si acudiréis a mí antes de llevaros otro libro? Es para evitar que queden desordenados.

– He visto en los otros libros que el monasterio tiene un amplio superávit, mayor este año que el anterior -dije haciendo oídos sordos a su pregunta-. Las ventas de tierra han aportado nuevo capital. Entonces, ¿por qué os oponéis a las propuestas del hermano Gabriel para arreglar la iglesia?

El tesorero me miró muy serio.

– El hermano Gabriel se gastaría todo lo que tenemos en las reparaciones, dejando que lo demás se viniera abajo. El abad le dará dinero para la iglesia, pero tenemos que regatearle; si no, daría cuenta de todos nuestros ahorros. Es pura negociación.

Era una explicación plausible.

– Muy bien -le dije-. Eso es todo… por ahora. Una cosa más. Habéis mencionado a Alice Fewterer. Esa chica está bajo mi protección especial; si le ocurriera algo, os garantizo que seréis arrestado y enviado inmediatamente a Londres para ser sometido a una investigación.

Di media vuelta y me marché.

– Conque pura negociación… -rezongué mientras volvíamos a la enfermería-. Es más escurridizo que una anguila.

– Sin embargo, no pudo matar a Singleton. Él no estaba. Y un enano gordinflón como él no pudo cortarle la cabeza al comisionado.

– Pero podría haber matado a Simón Whelplay. Tal vez haya más de una persona implicada en este asunto.

Una vez en la habitación, procedimos a examinar el libro azul. Como había asegurado el hermano Edwig, parecía no contener más que cálculos y anotaciones, todos ellos escritos con la pulcra letra redondilla del tesorero. A juzgar por el descolorido aspecto de la tinta de las primeras páginas, se remontaban a varios años atrás.

Después de un rato, lo aparté a un lado y me restregué los ojos.

– Tal vez el comisionado Singleton pensó que había encontrado algo, cuando en realidad no era así -dijo Mark.

– No, no lo creo. Por lo que dice Alice, aquel libro arrojaba nueva luz sobre las cuentas anuales. Pero ¿dónde tengo la cabeza? -exclamé pegándome un puñetazo en la palma de la mano-. ¿Y si hubiera más de un libro con las tapas azules? Tal vez no sea éste el libro que buscamos.

– Podríamos volver y poner patas arriba la contaduría.

– No. Estoy agotado. Mañana. Ahora descansemos, será un día duro. Tenemos que asistir al funeral de Singleton y luego ir a Scarnsea, para ver al juez Copynger. También quiero hablar con el hermano Jerome. Y deberíamos echar un vistazo al estanque.

Mark soltó un gruñido.

– Desde luego, para los emisarios de lord Cromwell no hay un momento de descanso. En fin…, al menos, si estamos ocupados, tal vez nos olvidemos del miedo.

– Esperemos que así sea. Y ahora me voy a la cama. Reza una oración para que mañana hagamos algún progreso.

Al día siguiente nos despertamos al rayar el alba. Me levanté y rasqué la escarcha de la cara interior del cristal de la ventana. El sol acariciaba la nieve del patio con dedos de luz rosada. Era un espectáculo hermoso, pero estéril.

– No parece que vaya a fundirse -dije volviéndome hacia Mark, al que encontré de pie ante la chimenea, con el torso desnudo y un zapato en la mano, mirando a su alrededor con perplejidad.

– ¿Qué ha sido eso? -me preguntó alzando la otra mano-. He oído un ruido.

– Yo no he oído nada.

– Parecían pasos. Estoy seguro de haberlos oído.

Mark se acercó a la puerta con el entrecejo fruncido y la abrió de golpe. El pasillo estaba desierto.

Volví a sentarme en la cama; tenía la espalda rígida y dolorida.

– Lo habrás imaginado. Este lugar está empezando a afectarte. Y no te quedes ahí medio desnudo. Nadie desea contemplar tu tripa, por lisa que la tengas.

– Os digo que he oído algo, señor.

Mark se quedó pensativo unos instantes y a continuación se dirigió al armario donde guardábamos la ropa. Abrió la puerta, pero en el interior no había más que polvo y excrementos de rata. Entretanto, yo observaba con envidia el juego de los lisos y simétricos músculos de su espalda.

– Ratones -le dije-. Vamos.

Mientras desayunábamos en la cocina de la enfermería, recibimos la visita del abad, que apareció arrebujado en un manto de pieles y con el rostro enrojecido por el frío. Lo acompañaba el doctor Goodhaps, quien lanzaba miradas inquietas a su alrededor y tenía una gota de moquita en la punta de la nariz.

– Tengo malas noticias -dijo el abad Fabián con su habitual solemnidad-. Debemos posponer la inhumación del difunto comisionado.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Los criados no han podido cavar una fosa lo bastante profunda. La tierra está dura como el hierro y ahora tienen que cavar también una tumba para el pobre Simón en el cementerio de los monjes. Tardarán todo el día en acabar el trabajo. Mañana podremos celebrar los dos funerales.

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