– ¡Por los clavos de Cristo, señor, tenéis una lengua de víbora! -exclamó Mark avanzando hacia él.
Le ordené que se detuviera con un gesto y sostuve la mirada del cartujo.
– ¿Por qué me insultáis, Jerome de Londres? Todos dicen que estáis loco. ¿Lo estáis? ¿Alegaríais estarlo si os hiciera enviar a la Torre por vuestra falta de respeto?
– No alegaría nada, jorobado. Me gustaría poder hacer lo que en aquella ocasión no tuve valor de hacer, convertirme en un mártir de la Iglesia de Dios. Reniego del rey Enrique y de su usurpación de la autoridad del Papa. -El anciano soltó una risa amarga-. ¿Sabías que hasta el propio Lutero desautoriza al rey? Dice que nuestro arrogante monarca acabará creyéndose Dios.
Mark lo miraba boquiabierto. Aquellas palabras habrían bastado para hacer ejecutar al cartujo.
– Cómo debe de reconcomeros la vergüenza por haber prestado juramento reconociendo la supremacía del rey… -repliqué sin inmutarme.
El anciano se levantó de la cama con dificultad, ayudándose de la muleta. Luego se la colocó bajo el brazo y empezó a recorrer la celda con paso lento. Cuando volvió a hablar, su voz era tranquila y firme.
– Sí, jorobado. Vergüenza y miedo para mi alma eterna. ¿Sabes a qué familia pertenezco? ¿Te han informado de eso?
– Sé que estabais emparentado con la reina Juana, que Dios tenga en su gloria.
– Dios no la tiene en su gloria. Está ardiendo en el infierno por casarse con un rey cismático. -El cartujo se volvió y me miró fijamente-. ¿Quieres que te cuente cómo llegué aquí? ¿Quieres que te plantee un caso, señor abogado?
– Sí, adelante. Me sentaré para escucharos -dije tomando asiento en la dura cama.
Mark permaneció de pie con la mano en el pomo de la espada y el hermano Jerome siguió dando vueltas por la celda con paso cansino.
– Dejé el siglo cuando tenía veinte años. Mi difunta prima segunda todavía no había nacido; no llegué a conocerla. Viví en paz más de treinta años en la cartuja de Londres, una casa santa, no como este antro de molicie y corrupción. Era un refugio, un lugar dedicado a Dios en medio de las vanidades de la ciudad.
– Un lugar en el que llevar camisas de crin formaba parte de la regla.
– Sí, para recordarnos en todo momento que la carne es pecadora y vil. Tomás Moro vivió con nosotros cuatro años y ya no abandonó jamás la camisa de crin, ni siquiera cuando le impusieron la toga de lord canciller. Le ayudó a conservar la humildad y a mantenerse firme hasta la muerte, cuando se opuso al matrimonio del rey.
– Y a quemar a todos los herejes que pudo encontrar cuando fue nombrado lord canciller. Pero vos no os mantuvisteis firme, ¿verdad, hermano Jerome?
El cartujo tensó el cuerpo; al ver que se volvía, me preparé para otra andanada de insultos. Sin embargo, su voz se mantuvo serena.
– Cuando el rey exigió a todos los miembros de las instituciones religiosas que le juraran obediencia como cabeza suprema de la Iglesia, los únicos que nos negamos fuimos los cartujos, aunque sabíamos lo que eso significaba -dijo el anciano mirándome a los ojos.
– Sí, todas las casas prestaron juramento, salvo la vuestra.
– Éramos cuarenta, y se nos llevaron uno a uno. El prior Houghton, el primero en negarse a jurar, fue interrogado por Cromwell en persona. ¿Sabías que, cuando el padre Houghton le dijo que san Agustín había puesto la autoridad de la Iglesia por encima de las Escrituras, Cromwell le respondió que la Iglesia le traía sin cuidado y que san Agustín podía decir misa?
– Y tenía razón. La autoridad de las Escrituras está por encima de la de cualquier exégeta.
– ¿Y la opinión del hijo de un tabernero está por encima de la de san Agustín? -Jerome soltó una risa amarga-. Como no cedió, nuestro venerable prior fue declarado culpable de traición y ejecutado en Tyburn. Yo estaba allí, y vi cómo el cuchillo del verdugo lo abría en canal cuando aún estaba vivo. Pero ese día no hubo el jolgorio habitual en las ejecuciones; la muchedumbre asistió a su muerte en silencio. -Miré a Mark, que observaba atentamente a Jerome con el rostro demudado-. Sin embargo, tu señor no fue más clemente con los siguientes hermanos. El vicario Middlemore y los obedienciarios también se negaron a jurar, y también acabaron en Tyburn. Esta vez, la multitud prorrumpió en gritos contra el rey. Cromwell no podía arriesgarse a que la siguiente ejecución provocara una revuelta, de modo que empleó toda clase de presiones para conseguir que los demás pronunciáramos el juramento. Hizo clavar el brazo del prior Houghton, podrido y maloliente, en la entrada del convento, que puso en manos de sus hombres. Nos mataban de hambre, hacían mofa de los oficios, destrozaban nuestros libros, nos insultaban… Se deshacían de los díscolos uno a uno. De la noche a la mañana, alguien desaparecía o era enviado a una casa más sumisa.
El anciano hizo una pausa y apoyó el brazo sano en el pie de la cama.
– He oído esas historias -dije alzando el rostro hacia él-. No son más que cuentos.
El cartujo hizo oídos sordos a mi comentario y siguió paseando.
– La primavera pasada, tras la rebelión del norte, el rey perdió la paciencia con nosotros. A los hermanos que seguíamos en la cartuja nos dijeron que juráramos, si no queríamos que nos encerraran en Newgate y nos dejaran morir de hambre. Quince juraron y condenaron sus almas. Los otros diez acabaron en Newgate, donde los encadenaron a la pared de una celda inmunda y los dejaron sin comer. Algunos aguantaron semanas.
El anciano se interrumpió bruscamente, se tapó la cara con las manos y empezó a llorar en silencio balanceándose sobre los pies.
– He oído esos rumores -murmuró Mark-. Todo el mundo decía que eran falsos…
– Y en caso de que fueran ciertos, hermano Jerome -dije tras ordenar silencio a Mark con un gesto-, vos no podíais ser uno de ellos. Ya estabais aquí.
El cartujo me dio la espalda, se secó el rostro con la manga del hábito y se quedó mirando por la ventana con todo el peso del cuerpo apoyado en la muleta. Fuera, la nieve seguía cayendo con tanta fuerza como si quisiera enterrar al mundo.
– Sí, jorobado, fui uno de los que desaparecieron. Vimos cómo se llevaban a nuestros superiores, y sabíamos su destino, pero, a pesar de las continuas humillaciones, los hermanos nos socorríamos mutuamente. Creíamos que podríamos soportarlo. Yo todavía era un hombre fuerte y con buena salud, y estaba orgulloso de mi firmeza. -El anciano intentó reír, pero sólo consiguió emitir un sonido entrecortado e histérico-. Una mañana, los soldados vinieron a buscarme y me llevaron a la Torre. Fue a mediados de mayo del año pasado; Ana Bolena ya había sido condenada, y estaban construyendo un enorme patíbulo en la explanada. Cuando lo vi, empecé a tener auténtico miedo. En cuanto los guardias me sacaron de la mazmorra, comprendí que el valor podía abandonarme.
»Me llevaron a una gran cámara subterránea y me ataron a un sillón. En un rincón, vi el potro, la mesa de bisagras y las cuerdas. Dos verdugos esperaban la orden para hacer girar las ruedas. En la cámara había otros dos hombres sentados a un escritorio, frente a mí. Uno era Kingston, el guardián de la Torre. El otro me miraba con odio; era Cromwell, tu señor.
– ¿El vicario general en persona? No os creo.
– Déjame repetirte lo que dijo: «Hermano Jerome Wentworth, sois un estorbo. Decidme claramente y sin rodeos, ¿reconoceréis la autoridad del rey?»
»Le respondí que no, pero el corazón me palpitaba como si quisiera escapárseme del pecho. Los ojos de aquel hombre parecían dos ruegos del infierno, a través de los cuales miraba el Diablo. ¿Cómo es posible que hayas estado ante él, comisionado, y no sepas quién es?
– No sigáis por ahí. Acabad vuestra historia.
– Tu señor, el gran y sabio consejero, me indicó el potro con la cabeza. «Ya lo veremos -dijo-. Dentro de unas semanas, Juana Seymour será reina de Inglaterra. El rey no está dispuesto a tolerar que el primo de su esposa se niegue a jurar. Y tampoco quiere que vuestro nombre figure entre los ejecutados por traición. Ambas cosas serían igual de embarazosas, hermano Jerome. Así que tenéis que jurar, u os obligaremos a hacerlo -dijo volviendo a hacer un gesto hacia el potro.