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Fui directamente a casa del juez Copynger. Acababa de sentarse a la mesa para cenar con su mujer y sus hijos, y me invitó a acompañarlos, pero le dije que debía regresar al monasterio sin pérdida de tiempo y me retiré con él a su cómodo despacho.

– ¿Ha habido alguna novedad en San Donato? -le pregunté apenas cerró la puerta.

– No, señor.

– ¿Todo el mundo está bien?

– Que yo sepa, sí. Pero tengo noticias sobre esas ventas de tierras. -Copynger abrió un cajón del escritorio y sacó un título de compraventa extendido en un pergamino. Observé la pulcra caligrafía y comprobé que el sello del monasterio estaba claramente impreso en cera roja al pie del documento. La propiedad de una amplia parcela de tierra de cultivo situada al otro lado de las Downs pasaba a sir Edward Wentworth a cambio de cien libras-. Un precio módico -dijo Copynger-. Es una parcela enorme.

– Esta venta no figura en ninguno de los libros oficiales que he examinado.

– Entonces, ya tenéis a esos sinvergüenzas, señor -aseguró Copynger sonriendo con satisfacción-. Al final, tuve que ir a casa de sir Edward personalmente, acompañado por un alguacil. Eso lo asustó; sabe que, a pesar de sus títulos, puedo ordenar que lo detengan. Soltó la escritura en menos de media hora, gimoteando que él había actuado de buena fe.

– ¿Con quién negoció?

– Creo que su mayordomo trató con el tesorero. Ya sabéis que Edwig controla todos los asuntos del monasterio relacionados con el dinero.

– No obstante, el abad tuvo que sellar el título. A no ser que se hiciera a sus espaldas.

– Así es. Por cierto, señor, una de las condiciones de la venta era que se mantuviera en secreto durante cierto tiempo; los arrendatarios seguirían pagando las rentas al mayordomo del monasterio, que se las entregaría a sir Edward.

– Las ventas secretas no son ilegales en sí mismas. Pero ocultar la transacción a los auditores del rey, sí. -Enrollé el pergamino y lo guardé en mi bolso-. Habéis sido eficaz. Os estoy muy agradecido. Proseguid vuestras investigaciones y no digáis nada por ahora.

– Le ordené a Wentworth que guardara silencio sobre mi visita, so pena de incurrir en la ira de lord Cromwell. No hablará.

– Bien. Actuaré pronto, tan pronto como reciba cierta información de Londres.

– Mientras estabais allí -dijo Copynger tras aclararse la garganta-, la señora Stumpe vino preguntando por vos. Le dije que os esperábamos esta tarde, y la tengo en la cocina desde mediodía. Dice que no se irá hasta que hable con vos.

– Muy bien, le concederé unos minutos. Por cierto, ¿con qué fuerzas del orden contáis aquí?

– El aguacil y su ayudante, y mis tres informadores. Pero en la ciudad hay buenos reformistas a los que puedo recurrir en caso necesario. -El juez me miró con los ojos entrecerrados-. ¿Os encontráis en dificultades?

– Por el momento, no. Pero espero hacer detenciones muy pronto. Tal vez deberíais aseguraros de que vuestros hombres estén disponibles. Y los calabozos de la ciudad, listos.

Copynger asintió sonriendo.

– Será una alegría ver a unos cuantos monjes en ellos. Por cierto, comisionado -dijo el juez lanzándome una mirada cómplice-, cuando acabe este asunto, ¿le hablaréis a lord Cromwell de la ayuda que os he prestado? Tengo un hijo que pronto estará en edad de trasladarse a Londres.

– Me temo que, en estos momentos, una recomendación mía os serviría de poco -respondí sonriendo con ironía.

– Oh… -murmuró Copynger, decepcionado.

– Y, ahora, si pudiera ver a la señora Stumpe…

– ¿Os importaría hablar con ella en la cocina? No quiero que me manche la alfombra de barro.

Copynger me acompañó a la cocina, donde encontré a la gobernanta sentada ante una jarra de cerveza. El juez echó a un par de indiscretas doncellas y me dejó a solas con la anciana.

– Siento molestaros, señor, pero tengo que pediros un favor -dijo la señora Stumpe sin más preámbulos-. Enterramos a Orphan en el camposanto de la iglesia hace dos días.

– Me alegro de que al fin sus pobres restos descansen en paz.

– Pagué el entierro de mi bolsillo, pero no tengo dinero para comprar una lápida. Me di cuenta de que os dolía lo que le había ocurrido, y me preguntaba… Sólo es un chelín, señor. Para una lápida barata.

– ¿Y para una un poco mejor?

– Dos, señor. Me encargaría de que os hicieran un recibo.

– Esta misión acabará convirtiéndome en un limosnero -murmuré con resignación-, pero Orphan se merece una buena lápida. No obstante, no pienso pagar ninguna misa.

La anciana soltó un bufido.

– Orphan no necesita misas. Las misas por los muertos son un engaño. Orphan ya está en el cielo.

– Habláis como una reformista, señora Stumpe.

– Lo soy, señor, y estoy orgullosa de serlo.

– Por cierto, ¿habéis estado en Londres alguna vez? -le pregunté con la mayor naturalidad.

– No, señor -respondió la gobernanta mirándome extrañada-. Lo más lejos que he estado ha sido en Winchelsea.

– ¿No tenéis parientes en Londres?

– Toda mi familia vive por aquí.

Asentí.

– Era lo que pensaba. No tiene importancia, señora Stumpe.

La mandé a casa y me despedí rápidamente del juez Copynger, que se mostró mucho menos efusivo ahora que sabía que no contaba con el favor de Cromwell.

Recogí a Chancery en el establo y emprendí el regreso al monasterio a través de la brumosa marisma.

* * *

El aire seguía entibiándose mientras avanzábamos al paso por la oscuridad, pues Chancery andaba con desconfianza por el camino, que la nieve derretida hacía especialmente resbaladizo. A mi alrededor, el agua del deshielo goteaba y fluía murmurando por la marisma. Al cabo, temiendo que el caballo se saliera del camino, desmonté y lo conduje tirando de las riendas. Poco después, entrevi la muralla del monasterio y las luces de la casa del portero a través de la niebla. Bugge respondió de inmediato a mis golpes y apareció alumbrándose con una antorcha.

– Habéis vuelto, señor. Es peligroso cabalgar por la marisma en una noche así.

– Necesitaba llegar cuanto antes -dije conduciendo a Chancery al interior del monasterio-. ¿Ha llegado un jinete con un mensaje para mí, Bugge?

– No, señor, no ha venido nadie.

– ¡Demonios! Espero un mensajero de Londres. Si llega, me avisas al instante, sea de día o de noche.

– Sí, señor, así lo haré.

– Y, hasta nueva orden, nadie, y quiero decir nadie, puede abandonar el monasterio. ¿Lo has entendido? Si alguien quiere salir, me mandas llamar.

El portero me miró con curiosidad.

– Si así lo ordenáis…

– Lo ordeno, sí -repliqué, y respiré hondo-. ¿Ha ocurrido algo durante mi ausencia, Bugge? ¿Están todos bien? ¿Y el señor Poer?

– Sí, señor. Está en casa del abad. -El portero me lanzó una mirada de inteligencia, y sus ojos brillaron a la luz de la antorcha-. Pero hay quien no ha parado quieto.

– ¿Qué quieres decir? Déjate de acertijos, Bugge.

– El hermano Jerome. Ayer se escapó de su celda. Ha desaparecido.

– ¿Quieres decir que ha volado?

Bugge rió maliciosamente.

– Ése no está para muchos vuelos, y desde luego no ha salido por mi puerta. No, está escondido en algún lugar del monasterio. Tarde o temprano, el prior lo sacará de su escondrijo.

– ¡Tenían que mantenerlo vigilado, por Dios santo! -Apreté los dientes. Ahora no podré preguntarle por el visitante de Smeaton; todo depende del mensajero.

– Lo sé, señor, pero ya nadie hace nada a derechas. El criado que debía vigilarlo olvidó cerrarlo con llave. Todo el mundo está asustado, señor; el asesinato del hermano Gabriel fue la gota que colmó el vaso. Y se rumorea que el monasterio tiene los días contados.

– ¿De veras?

– Bueno, es lógico, ¿no? ¿Con todos esos asesinatos, y los rumores de que el rey se está quedando con otros monasterios? ¿Qué decís vos, señor?

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