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– Por amor de Dios, Bugge, ¿no esperarás que me ponga a hablar de política contigo?

– Lo siento, señor -murmuró el portero compungido-. No pretendía molestaros. Pero…

– ¿Sí?

– Se dice que, si los monasterios cierran, los monjes recibirán pensiones, pero los criados nos quedaremos en la calle. Pronto cumpliré los sesenta, señor; no tengo familia ni más oficio que éste. Y en Scarnsea no hay trabajo.

– No hagas demasiado caso de las habladurías, Bugge -respondí en tono más suave-. Bueno, ¿está por ahí tu ayudante?

– ¿David? Sí, señor.

– Entonces dile que lleve a Chancery al establo, ¿quieres? Yo tengo que ir a casa del abad.

Mientras observaba al chico, que se alejaba con Chancery caminando de puntillas por el patio encharcado, recordé mi conversación con lord Cromwell. Bugge y todos los criados se quedarían en la calle, al cargo de la parroquia, si no conseguían encontrar otro trabajo. Me acordé de mi visita al hospicio, y de los pobres que quitaban la nieve de las calles. Aunque Bugge no me era simpático, no resultaba agradable imaginármelo haciendo aquel trabajo, despojado de las migajas de autoridad que tanto valoraba. Se apagaría en seis meses.

Oí un ruido a mi espalda y di media vuelta al tiempo que echaba mano a la espada de John Smeaton. Tras la niebla, una figura se recortaba vagamente contra el muro que tenía enfrente,

– ¿Quién anda ahí? -grité en tono amenazador.

El desconocido avanzó hacia mí quitándose la capucha, y el oscuro rostro del hermano Guy apareció ante mis ojos.

– Doctor Shardlake -dijo con su característico ceceo-. De modo que ya habéis vuelto…

– ¿Qué hacéis vagando en la oscuridad, hermano?

– Quería tomar el aire. He pasado todo el día junto al hermano Paul. Ha muerto hace una hora-murmuró el enfermero santiguándose.

– Lo lamento.

– Le había llegado la hora. Al final, parecía haber vuelto a la infancia. Hablaba de las guerras civiles del siglo pasado, de York y Lancaster. Vio al viejo rey Enrique VI babeando por las calles de Londres el día de su restauración.

– Ahora tenemos un rey fuerte.

– Eso nadie puede ponerlo en duda.

– Me he enterado de que Jerome se ha escapado.

– Sí, se les olvidó cerrarlo con llave. Pero, aunque el monasterio es grande, lo encontrarán. No está en condiciones de permanecer escondido. El pobre está más débil de lo que parece; una noche al raso no le hará ningún bien.

– Está loco. Podría ser peligroso.

– Los criados ya no tienen la cabeza en lo que hacen. Y los hermanos también están preocupados por su futuro.

– ¿Está bien Alice?

– Sí, perfectamente. No hemos parado de trabajar. Con el cambio de tiempo, las fiebres están haciendo estragos. Son las malsanas emanaciones de la marisma.

– Decidme, hermano, ¿conocéis Toledo?

El enfermero se encogió de hombros.

– Cuando era niño, mis padres iban de ciudad en ciudad. No encontramos un sitio seguro, en Francia, hasta que tenía doce años. Sí, recuerdo que vivimos una temporada en Toledo. Recuerdo un gran castillo, y el ruido de los martillos contra el hierro en las innumerables forjas de la ciudad.

– ¿Conocisteis a algún inglés mientras vivíais allí?

– ¿A algún inglés? No lo recuerdo. Aunque en esa época no habría tenido nada de extraño; en España había muchos ingleses. Ahora no hay ninguno, claro.

– No, España se ha convertido en nuestra enemiga -respondí dando un paso hacia él y mirándolo a los ojos. Pero su negrura era insondable-. Tengo que dejaros, hermano -dije arrebujándome en la capa.

– ¿Ocuparéis la habitación de la enfermería?

– Ya veremos. Pero, por si acaso, encended el fuego. Buenas noches.

Di media vuelta y me dirigí a casa del abad. Al pasar junto a los edificios auxiliares, escruté con inquietud la oscuridad en busca de la mancha blanca del hábito del cartujo. ¿Qué pensaría hacer Jerome ahora?

El viejo mayordomo acudió a abrirme la puerta y me informó de que el abad Fabián estaba en su casa, reunido con el prior, y el señor Poer, en su cuarto. Luego, me acompañó a la habitación que había ocupado Goodhaps, de la que habían desaparecido las botellas y el fuerte olor corporal del anciano. Mark estaba sentado a la mesa, examinando una pila de cartas. Advertí que le había crecido el pelo; cuando volviéramos a Londres, tendría que hacer una visita al barbero, si quería seguir yendo a la moda.

Me saludó con parquedad, mirándome fría y cautelosamente. No me cabía duda de que había pasado la mayor parte de los últimos días en compañía de Alice.

– ¿Revisando la correspondencia del abad?

– Sí, señor. Todas las cartas parecen rutinarias. ¿Qué tal por Londres? -me preguntó Mark observándome con atención-. ¿Descubristeis algo sobre la espada?

– Algunas pistas. He hecho algunas averiguaciones y espero un mensajero de Londres. Al menos, lord Cromwell no parece preocupado por las cartas de Jerome a los Seymour. Pero me he enterado de que el cartujo ha desaparecido.

– El prior ha estado buscándolo por todas partes con varios monjes jóvenes. Ayer estuve ayudándolos un rato, pero no encontramos ni rastro del viejo. El prior está que bufa.

– Me lo imagino. ¿Y qué me dices de esos rumores sobre el cierre de los monasterios?

– Al parecer, alguien de Lewes estuvo en la posada y contó que el priorato ha firmado la cesión.

– Cromwell me dijo que estaba a punto de ocurrir. Probablemente ha enviado agentes por todo el país para que divulguen la noticia, de modo que los demás monasterios se lo piensen. Pero lo último que necesitamos es que el rumor cunda por San Donato. Tengo que hablar con el abad e intentar tranquilizarlo, hacerle creer que hay alguna posibilidad de que el monasterio permanezca abierto, por el momento. -La frialdad de la mirada de Mark se intensificó; aquella mentira no le gustaba. Recordé a Joan diciéndome que el chico era demasiado idealista para un mundo tan duro como el nuestro-. Había carta de casa -le dije-. Parece que la cosecha ha sido mala. Tu padre dice que espera que cierren los monasterios para que haya trabajo en Desamortización. -Mark no respondió, sino que se limitó a lanzarme una gélida mirada de amargura-. Voy a hablar con el abad. Tú quédate aquí por el momento.

El abad y el prior estaban sentados al escritorio, frente a frente. Tuve la sensación de que llevaban un buen rato allí. El rostro del abad Fabián estaba más demacrado que nunca; el del prior, rojo, era la máscara de la cólera. Al verme entrar, se levantaron como un solo hombre.

– ¡Doctor Shardlake! Me alegra veros de vuelta -dijo el abad-. ¿Habéis tenido éxito en vuestro viaje?

– En la medida en que lord Cromwell no está preocupado por las cartas que haya podido enviar Jerome… pero he oído que ese granuja ha desaparecido…

– He removido cielo y tierra buscando a ese maldito carcamal -dijo el prior Mortimus-. No sé en qué agujero se ha metido, pero no puede haber saltado la muralla ni burlado a Bugge. Está aquí, escondido en algún sitio.

– Me gustaría saber con qué fin.

El abad movió la cabeza.

– De eso estábamos hablando, comisionado. Tal vez esté esperando una ocasión propicia para escapar. El hermano Guy dice que en su estado y sin comida no durará mucho con este frío.

– O tal vez espere la ocasión de gastarle una mala pasada a alguien. A mí, por ejemplo.

– Rezaré para que no sea así -dijo el abad.

– He informado a Bugge de que nadie puede abandonar el monasterio sin mi permiso en uno o dos días. Hacédselo saber a los hermanos.

– ¿Por qué, señor?

– Por precaución. Bien. He oído los rumores sobre Lewes y que todo el mundo dice que San Donato será el próximo monasterio en caer.

– Vos mismo me dijisteis algo muy parecido -respondió el abad, y soltó un suspiro.

Incliné la cabeza.

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