Estoy segura de que a Tan nunca se le ha pasado por la cabeza que yo iba a tener oportunidad de leer la carta. Pero la tengo. Mao me la enseñó voluntariamente. En la carta me describen como un «demonio de huesos blancos», una sanguijuela y un nubarrón que se cierne en el cielo del Partido Comunista. Exigen que sea sacrificada.
No te queda otra elección, dice Mao zambulléndose en su piscina cubierta. Parece una gruesa nutria. Demasiadas chuletas de cerdo con azúcar y salsa de soja, me digo.
¿Qué vas a hacer?, me pregunta flotando. El mariscal Tan dice que nunca ha llorado, pero que ahora lo está haciendo por el Partido.
Busco a mi alrededor un lugar donde sentarme, pero no hay sillas. No he estado allí desde que lo renovaron. No sé a qué se refiere Tan, digo.
Mao bucea y vuelve a salir a la superficie. ¿Por qué no vuelves a leer su carta?
Abandona el Partido. Y ha hecho tres cosas en su vida que lamenta.
¿La primera?
Vivir el momento actual… Está avergonzado.
La segunda, lamenta haberte seguido y haberse convertido en revolucionario; y la tercera…
Lamenta haberse afiliado al Partido Comunista. Justamente, presidente.
Mao se da la vuelta y nada con la tripa hacia arriba. Parece que esté sosteniendo un balón. Cierra los ojos y sigue flotando. Al cabo de un rato nada hacia el bordillo.
Lo observo salir. El agua cae de su cuerpo en riachuelos plateados. Se ha engordado muchísimo. Tiene los músculos del pecho y los brazos hinchados. Debajo de su abultada tripa, sus piernas son como palillos. Coge una toalla y se pone unos pantalones cortos grises.
Llama al primer ministro Chu para convocar una reunión. Hablaré con los viejos camaradas el día 18. Por cierto, quiero que estés presente. Y Lin Piao y su mujer también.
Mi cielo se despeja; Mao está cogiendo él mismo el arma.
Llamo a Kang Sheng y a Chun-qiao para celebrar la noticia.
La reunión de trascendencia histórica comienza el 18 de febrero de 1967 por la tarde. La preside el primer ministro. La esposa de Lin, Ye, y yo acudimos temprano junto con Kang Sheng, Chun-qiao y su discípulo Yiao Wen-yuan. Nos sentamos en el lado izquierdo de una mesa larga, entre Mao y el primer ministro Chu. Todos llevamos el uniforme del Ejército Popular de Liberación.
Estoy excitada y un poco nerviosa. Me preocupa no dar una imagen suficientemente dura. Ye está mejor. Es la típica mujer de militar capaz de golpear la mesa más fuerte que su marido. Desde que Mao ha nombrado a Lin su sucesor, Ye ha estado actuando como segunda dama. Pero conmigo se muestra recelosa. Ha aprendido la lección de Wang Guang-mei. Me echa flores a la menor oportunidad y me invita a hablar en el instituto del Ejército Popular de Liberación. Me muestra reconocimiento.
Ye me recuerda a una comadrona de mi pueblo que se empolvaba la cara con harina para parecer una mujer de tez clara de la ciudad. Nunca me habla de su familia. Evita el tema cuando le pregunto. No está orgullosa de su origen. Estoy segura de que es humilde. Me alegro de que no hable idiomas extranjeros y me alegro de que no le guste leer. Egoístamente me alegro de que haga el payaso cuando habla en público. Es una oradora pésima. En una ocasión me dijo que cada vez que sube al escenario luego tiene diarrea.
He estado pensando que si juego bien las cartas, Ye podría ser una perfecta actriz secundaria. Su necedad y mi inteligencia se complementan. Por eso estoy dispuesta a ayudarla. Conocerla también me hará más fácil destruirla en el futuro, si fuera necesario. Después de todo, no tengo ni idea de cómo me tratarán los Lin cuando muera Mao. No les será difícil encontrar un pretexto para deshacerse de mí. No me fío de nadie.
En este momento Ye es la mujer que necesito para sustituir a Wang Guang-mei. Disfruta con los chismorreos, y va de puerta en puerta para recogerlos. Escarba en la basura y examina lo que ha reunido como una rata de un patio trasero.
Mao no saluda cuando entran en la habitación el mariscal Chen Yi, Tan Zhen-lin, Ye Jian-ying, Nie Rong-zhen, Xu Xiang-qian, Li Fu-chun y Li Xian-nian. El primer ministro Chu está acostumbrado al temperamento imprevisible de Mao y empieza de todos modos la reunión. Trata de relajar a los presentes con un par de bromas. De pronto es interrumpido: Mao dispara.
¿Qué estáis tramando? ¿Un golpe de Estado? ¿Tratáis de expulsarme? Siempre habéis preferido a Liu en secreto, ¿verdad? ¿Por qué tenéis que conspirar? ¿Por qué votasteis a favor de la Revolución Cultural para empezar? ¿Por qué no votáis contra mí y vivís con la honestidad que proclamáis como vuestro principio? ¿Por qué actuáis como cobardes?
Los viejos camaradas se quedan sin habla.
El mariscal Tan lanza una mirada al otro lado de la mesa donde la señora Mao, Jiang Qing, está sentada entre Kang Sheng y Chun-qiao.
Me reitero en mi postura, dice Tan rompiendo el silencio. Si soy franco contigo, presidente, no lo entiendo. ¿Qué sentido tiene la Revolución Cultural si su meta es abolir el orden? ¿A qué viene torturar a los padres fundadores de la República? ¿Qué objeto tiene crear facciones en el ejército? ¿Arruinar el país? Explícamelo, presidente.
Los viejos camaradas asienten al unísono.
Mao parece atónito ante la franqueza de Tan. ¡El bueno de Tan! ¡Aquí llega el diablo para mostrarnos su verdadero rostro! ¿Sabéis? ¡No voy a permitir que hagáis fracasar la Revolución Cultural! ¡La Guardia Roja cuenta con todo mi apoyo! Está haciendo lo que China necesita. ¡Una operación espiritual a gran escala! ¡Necesitamos el caos! ¡El caos absoluto! La violencia es la única alternativa para invertir la situación. La nueva China sólo se levantará sobre las cenizas de la vieja.
Ella elogia en su fuero interno a Mao. ¡Qué actuación! Caos, el caos absoluto. Sonríe, aunque su cara sigue seria. Se vuelve hacia Kang Sheng y es premiada con la misma mirada de triunfo.
Dejad que me explique, continúa Mao. Si la Revolución Cultural fracasa, me retiraré. Me llevaré conmigo al camarada Lin Piao. Regresaremos a las montañas. Os quedaréis con todo. Estoy seguro de que por esto estáis aquí hoy, ¿no? Queréis a Liu y el capitalismo. Queréis devolver la China popular a los grandes latifundistas y empresarios industriales. Muy bien. Presenciaréis cómo vuestros hijos vuelven a ser vendidos y explotados. ¡Quedaos con todo! ¿Por qué no habláis? ¿Qué pasa? ¿A qué vienen este silencio y estas expresiones de resentimiento? Habéis hecho sufrir a mi esposa, la camarada Jiang Qing. Nunca la habéis reconocido como mi representante y como líder por derecho propio. ¿Qué verdad se esconde detrás? ¿Cómo os a atrevéis a pretender que esto no va dirigido contra mí? ¡Haceos con el poder entonces! Vamos, mariscal Tan y Chen, los que metéis más ruido, los más aferrados a vuestras ideas. ¿Por qué no arrestáis a mi mujer? ¡Lleváosla! ¡Fusiladla! ¡Apretad el gatillo! Destruid el cuartel general de la Revolución Cultural. Enviad a Kang Sheng al exilio y deshaceos de mí de una vez por todas. Adelante, si sentís tanto odio hacia la camarada Jiang Qing y hacia mí. ¡¿Por qué no os vais a la mierda?!
Como un insecto que se arroja al fuego, Tan se levanta y empieza a maldecir. ¡Qué vergüenza!
Mao aprieta la mandíbula. El cigarrillo que tiene entre los dedos se rompe. Cuando vuelve a hablar, su voz suena extraña, como si saliera con flema. Si quieres convertirte en un reaccionario, en el enemigo del pueblo, por mí no hay problema. ¿Qué puedo hacer yo? Si hace treinta y tres años salvé al ejército fue porque el ejército quería ser salvado. ¿Tengo razón, primer ministro Chu?
El primer ministro Chu y los viejos camaradas bajan la cabeza. Mao remueve el pasado, el horror que vivieron sin su liderazgo, las tres cuartas partes del Ejército Rojo destruidas en meses, la vergonzosa conducta del Partido, de hombres entre los que se incluía el primer ministro Chu, y cómo Mao convirtió sin ayuda de nadie la derrota en victoria.