El humo se arremolina. Esta noche huele muy fuerte a ajo. Lo oigo acercarse a su escritorio y apartar la silla. Lo oigo volver la hoja de un documento. Con la imaginación lo veo escribir comentarios en un documento. Círculos y cruces. Lo que solíamos hacer juntos. Me pasaba la pluma y me dejaba hacer mientras disfrutaba de su cigarrillo. Nunca hemos hablado de lo que ha fallado en nuestra relación. El conflicto se ha alimentado de detalles triviales.
Estampa su firma con una pluma roja. El nuevo emperador. El pasado sigue demasiado vivido. ¡No logro olvidar el momento en que me enamoré del bandido! Las imágenes lamen la orilla de mi memoria. Siento su ternura.
Durante semanas y meses permanezco sentada en mi habitación soñando despierta con la joven que tenía luz propia. He perdido su espíritu. ¡Mira por la ventana y disfruta del atardecer! Recuerdo la sensación de sentarme en su regazo mientras dirigía batallas monumentales. Tenía las manos dentro de mi camisa mientras los soldados avanzaban para enaltecer su nombre.
Una voz que imita a una pitonisa me dice: Joven, tienes en la boca un anzuelo dorado.
El tren se abre paso con dificultad por la espesa nieve. La belleza de los árboles escarchados del norte y la blancura la conmueven de un modo extraño. Va a ver a un médico. Un especialista ruso. Sufría un dolor cada vez más intenso y le han encontrado un quiste en el cuello del útero. No sabe por qué quiere ir a Rusia. ¿Para escapar de qué? ¿Del quiste o de la realidad?
La reciben los hombres del Ministerio de Asuntos Exteriores de Moscú. Agentes de nariz de patata que la tratan como si fuera la concubina abandonada de Mao. Con ellos hay una mujer, una traductora china de baja estatura y mejillas rosadas. Lleva un abrigo Lenin azul marino y se mueve como un gran triángulo. Al salir de la estación, la señora Mao recibe el azote del viento recio. ¡El aire de Siberia te saluda! Un nariz roja empieza a hablar. El camarada Stalin lamenta que no la acompañe el camarada Mao Zedong.
En su habitación de hotel, con una taza de té, Jiang Qing coge un ejemplar del Diario del Pueblo. Lo envía la embajada y es del 2 de octubre de 1949. En la portada hay una gran foto de su marido. Hecha con gran angular. Está encima de la plaza de Tiananmen, la puerta de la Paz Celestial, pasando revista a una sucesión de desfiles. Es una buena foto, piensa. El fotógrafo captó la euforia en la cara de Mao. Aparenta menos de cincuenta y cuatro años.
Vuelve la página y de pronto se encuentra con el nombre de Fairlynn. Ésta no sólo ha sobrevivido la guerra, sino que también ha colaborado activamente en la proclamación de la República. ¿Se han mantenido en contacto en secreto? ¿La ha invitado a su estudio?
El guardia del Estudio Fragancia de Crisantemos le corta el paso y dice que Mao tiene una visita y no quiere que lo molesten.
¡Hola, presidente! ¡He vuelto! La señora Mao aparta al guardia de un empujón y entra.
La habitación está oscura. Las persianas están bajadas y las cortinas echadas. Mao va en pijama. Está sentado en su silla de junco de cara a la puerta. La visita es una mujer. Está sentada de espaldas a Jiang Qing. Lleva una chaqueta Mao azul marino. Al ver a su mujer, Mao cruza los pies descalzos en un taburete y dice: La zorra de Siberia ha venido a compartir con nosotros la primavera.
La visita se vuelve y se levanta. ¡Camarada Jiang Qing!
¡Camarada Fairlynn!
¿Cómo estás?
Mejor que nunca. La señora Mao va a buscarse una silla. No me digas que sigues soltera y sigues disfrutándolo.
Fairlynn apoya la cabeza en una mano y con la otra hace un pliegue en su pantalón. Recorre el pliegue una y otra vez con los dedos, con nerviosismo. ¿Qué pasa, camarada Jiang Qing? No estás bien, ¿verdad?
Ana Karenina fue estúpida al matarse por un hombre que no merecía la pena, responde la señora Mao. ¡Más té!
Sólo estaba preocupada por tu salud. Después de todo, eres la primera dama y te han practicado una operación; es noticia.
Quiero decir a Fairlynn que mi herida ha sanado y mis tejidos se han regenerado. Estoy más que en forma. He conquistado el dolor. Estoy cuidando mi corazón. Pero hay algo más que no puedo soportar. Un microbio que debo matar antes de continuar. He de prevenir a Fairlynn. Ha ido demasiado lejos.
Mi marido se levanta y escupe hojas de té en una escupidera. Es su forma de hacerme callar. Me siento humillada. En mi interior empieza a despertar la violencia. La llamada es demasiado aterradora para medirla.
Disculpa, Jiang Qing, pero he prometido a la camarada Fairlynn enseñarle la Ciudad Prohibida. Sería una lástima que una escritora como ella no sepa qué hay detrás de las grandes murallas. ¿No te parece?
Sé que no espera que responda. Pero espero una gentileza. Espero que mi marido me invite a acompañarlos o me dé una oportunidad para rehusar.
La petición no llega.
Se clava las uñas en la palma de la mano y se mantiene de pie con suma rigidez. Cuando Mao y Fairlynn salen juntos de la habitación y desaparecen por el enorme jardín imperial, ella siente el beso de la bestia que lleva dentro.
Las cortinas están corridas. El olor a gardenias es intenso en su habitación. La vieja alfombra es suave bajo sus pies. Hace un mes encargó una mesa francesa con un juego de sillas de Shanghai, pero en cuanto llegaron las rechazó; había cambiado de humor. Es el comienzo de su locura. No es consciente de que ésta sigue su curso.
En el espejo ve a una concubina de segunda categoría, a punto de ser olvidada. ¿Se está convirtiendo en Zi-zhen? Nunca la ha visto, pero ha oído vívidas descripciones de ella. Una vieja arpía con cara de pájaro, enmarcada por un pelo de color heno. Una vez puso a prueba a su marido para ver si quedaba en él algún rastro de su amor por Zi-zhen.
Un viento suave que sopla a través de la hierba, fue la respuesta de Mao.
No tiene a nadie más con quien hablar. En su frustración se vuelve hacia Kang Sheng. Le hace saber que se trata de un intercambio y promete hacer lo mismo por él cuando la necesite. Él está encantado con el trato. Lo han ascendido a secretario del Departamento de Seguridad Nacional de China. El aprendiz de Stalin. «Los dientes de acero hincados en la carne de la República», lo llama Mao. Acude a socorrerla. Le da información valiosísima y la orienta con consejos. Diez días después le dará una lista de nombres, los nombres de los enemigos que, según él, la destruirán si ella no lo hace antes. Los nombres la sorprenderán. Son dos tercios del congreso. Y él la alentará y meterá prisas para que actúe. Y ella será un soldado y librará las batallas de puro pavor. Se aferrará a esa lista escrita a mano. Los nombres alrededor de los cuales él ha trazado un círculo. CONFIDENCIAL. PARA LA CAMARADA JIANG QING. Ciento cinco miembros del congreso además de noventa representantes regionales.
En los años cincuenta Kang Sheng es mi mentor. Nos utilizamos mutuamente de bastón para levantarnos, circular y llegar a la cima. No podemos pasar el uno sin el otro. Hacemos tratos.
Yo no soy Zi-zhen ni soy masoquista. He probado la vida y quiero más. Mao sigue decepcionándome. Quiere que me ocupe del jardín trasero imperial y espera que me contente con ello. Pero fue él quien me ofreció el papel de primera dama. Fue nuestro trato. Es él quien ha roto la promesa, aunque nunca dice que no me ama o que quiere el divorcio. Esto es peor. Porque se limita a hacerlo. Me ha arrebatado mi identidad. Preguntad a la gente de la calle quién es la primera dama. Nueve de cada diez no lo sabe. El nombre de Jiang Qing no suena a nadie. Y nadie ha visto la foto de la primera dama en los periódicos. Me engañaría a mí misma si dijera que no es la voluntad de Mao.
«El mayor deseo de una mujer es ser amada»; no hay verdad más profunda. Siento que me han arrancado la esencia de la vida. Empiezo a compadecer a Zi-zhen. Me identifico con su tristeza y me aferro a mi cordura. La Ciudad Prohibida ha sido residencia de muchos que se han vuelto locos. Vago por el jardín de Mao y veo a hombres y mujeres que actúan como eunucos de los viejos tiempos. Olisquean como perros. Pasan cada segundo del tiempo que están despiertos tratando de complacer al emperador. Saben cuándo el emperador está a punto de «soltar» a su concubina.