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Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante de la sirena, que llamaba a los trabajadores de la primera punta, había resonado en el campamento varias horas antes. Recorriendo galerías, habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente el calor, sin salir, durante horas, de una misma atmósfera envenenada. Aspirando aquel aire espeso – humedad, gases, polvo, humo-, uno podía comprender por qué los mineros pierden los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto también formaba parte de la obra de la aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. El mortal aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten los primeros síntomas, y en diez años se ingresa al cementerio. Dentro de la mina se usan perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo. En la superficie, los trabajadores independientes usan picota y pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral en la canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son presos condenados, sin apelación, a la muerte por asfixia.

Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y anfo. La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en arder. Alcanza también conque una roca floja, un tojo, se desprenda sobre le cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de San Juan de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas.

En la madrugada los soldados tomaron posesión en las colinas, rodilla en tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por las fogatas de la fiesta [42]. Pero la muerte lenta y callada constituye la especialidad en la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda presión en el pecho son los signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para desalojar la casa.

Ya había cesado el estrépito de los barerenos y pronto la explosión atraparía aquella escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces pudimos hablar. El bulto de la coca hinchaba las mejillas de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los rieles de la galería. «Ése es un nuevo», me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chomba amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un hacha. Todavía no siente».

Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de ella. El gerente general de la COMIBOL, Corporación Minera Boliviana, gana cien veces más que un obrero. Desde un barranco que cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de Llallagua, puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje a la militante obrera que hace treinta años cayó, al frente de una manifestación con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo por las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá de la pampa de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El dictador René Barrientos había reducido a la mitad los salarios de hambre de los mineros, en 1964, y al mismo tiempo había elevado las retribuciones de los técnicos y los burócratas prominentes.

Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares. Hay un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora, cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera que, a esta altura, la COMIBOL, convertida en un Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva contra la nacionalización de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca oligárquica ha sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de nueva «nueva clase» que ha dedicado sus mejores esfuerzos a sabotear por dentro a la minería estatal. Los ingenieros no sólo torpedearon todos los proyectos y planes destinados a la creación de una fundición nacional, sino que, además han contribuido a que las minas del Estado quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas. Entre fines de 1964 y abril de 1969, el general Barrientos rompió la barrera del sonido en la entrega de recursos del subsuelo boliviano, al capital imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos y los gerentes. Sergio Almaraz ha contado en uno de sus libros…, la historia de la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining Processing Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa de tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos millones.

Dientes de hierro sobre Brasil

Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil o Venezuela que el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta no es la clave de la desesperación norteamericana por apoderarse de los yacimientos de hierro en el exterior: la captura o el control de las minas fuera de fronteras constityuye, más que un negocio, un imperativo de la seguridad nacional.

El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto. Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta por ciento de la producción industrial de los Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando en 1969 se redujeron los abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de inmediato en un aumento de las importaciones de hierro desde América Latina.

El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca de US Steel Co., se descarga directamente en las bodegas, y ya exhibe en sus flancos, a la vista, las hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers: la empresa estima que contiene cerca de ocho mil millones de dólares en hierro.

En sólo un año, 1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más de treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela, y el volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma de todos los impuestos pagados al estado venezolano en los diez años transcurridos desde 1950.

Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas siderúrgicas de los Estados Unidos no tienen el menor interés por defender los precios; al contrario, les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible.

La cotización internacional del hierro, que había caído en línea vertical entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores y permanece estancada; mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de subir. El acero se produce en los centros ricos del mundo, y del hierro en los suburbios pobres; el acero paga salarios de «aristocracia obrera» y el hierro, jornales de mera subsistencia.

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[42] “Cuando me siento, borracho estoy. Tres, cuatro, veo a la gente. No puedo comer solo. Una huahua soy, pues. Un niño”. Saturnino Condori, viejo albañil del campamento minero de Siglo XX, está tendido desde hace más de tres años en una cama del hospital de Catavi. Es una de las víctimas de la matanza de la noche de san Juan, en 1967. Ni siquiera había festejado nada. Por trabajar el sábado 24, le habían ofrecido pagarle triple, así que decidió no sumergirse, a diferencia de todos los demás, en el delirio de la chicha y la farra. Se acostó temprano. Esa noche soñó con que un caballero le arrojaba espinas al cuerpo: “Espinas grandes me ha empujado”. Se despertó varias veces, porque la lluvia de balas se desencadenó sobre el campamento desde las cinco de la mañana. “Mi cuerpo se ha deshecho, se ha descomponido, medio templación me ha agarrado, y yo asustado, y yo asustado, así, he estado. Mi señora me ha dicho: anda, escápate. Pero yo ¿qué había hecho? A ninguna parte ne he salido. Amdate, andate, me ha dicho. Tiroteos había de noche, qué será eso, que será, pap-pap-pap-pap-pap-pap. Y yo mismo despertando y durmiendo así de a ratos, y ni asimismo me he escapado, mi señora me ha dicho: pues andate, pues andate, escapa. Qué me van a hacer, le digo, yo soy un albañil particular, que me van a ahecr”. Se despertó a eso de las ocho de la mañana. Se irguió sobre la cama. La bala atravesó el sombrero de su mujer y se le metió en el cuerpo y le reventó la columna vertebral.

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