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Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la derrota fueron los mexicanos Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que había sido hasta los cincuenta años un apacible cura rural, un buen día echó a vuelo las campanas de la iglesia de Dolores llamando a los indios, a luchar por su liberación:

«¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar, de los odiados españoles, las tierras robadas a vuestros antepasados hace trescientos años?». Levantó el estandarte de la virgen india de Guadalupe, y antes de seis semanas ochenta mil hombres lo seguían, armados con machetes, picas hondas, arcos y flechas. El cura revolucionario puso fin a los tributos y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la libertad de los esclavos; abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue finalmente ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó al morir un testimonio de apasionado arrepentimiento. La revolución no demoró en encontrar un nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos: «Deben tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer orden…». Su movimiento -insurgencia indígena y revolución social- llegó a dominar una gran extensión del territorio de México hasta que Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia de México, seis años después, «resultó ser un negocio perfectamente hispánico, entre europeos y gentes nacidas en América… una lucha política dentro de la misma clase reinante». El encomendado fue convertido en peón y el encomendero en hacendado.

La Semana Santa de los indios termina sin Resurrección

A principios de nuestro siglo, todavía los dueños de los pongos, indios dedicados al servicio doméstico, los ofrecían en alquiler a través de los diarios de La Paz. Hasta la revolución de 1932, que devolvió a los indios bolivianos el pisoteado derecho a la dignidad, los pongos comían las sombras de la comida del perro, a cuyo costado dormían, y se hincaban para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca.

Los indígenas habían sido bestias de carga para llevar a la espalda los equipajes de los conquistadores: las cabalgaduras eran escasas. Pero en nuestros días pueden verse, por todo el altiplano andino, changadores aimaraes y quechuas cargando fardos hasta con los dientes a cambio de un pan duro. La neumoconiosis había sido la primera enfermedad profesional de América; en la actualidad cuando los mineros bolivianos cumplen treinta y cinco años de edad, ya sus pulmones se niegan a seguir trabajando: el implacable polvo de sílice impregna la piel del minero, le raja la cara y las manos, le aniquila los sentidos del olfato y el sabor, y le conquista los pulmones, los endurece y los mata.

Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos III a fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio, impuesto por el virrey Toledo. No sucede lo mismo en cambio con el consumo de la coca, que no nació con los españoles; ya que existía en tiempos de los incas.

La coca se distribuía, sin embargo, con mesura; el gobierno incaico la monopolizaba y solo permitía su uso con fines rituales o para el duro trabajo en las minas. Los españoles estimularon agudamente el consumo de coca. Era un espléndido negocio. En el siglo XVI se gastaba tanto, en Potosí, en ropa europea para los opresores como en coca para los oprimidos. Cuatrocientos mercaderes españoles vivían, en el Cuzco, del tráfico de coca, en las minas de plata de Potosí entraban anualmente cien mil cestos, con un millón de kilos de hojas de coca. La iglesia extraía impuestos a la droga. En inca Garcilaso de la Vega nos dice, en sus, «comentarios reales», que la mayor parte de la renta del obispo y de los canónigos y demás ministros de la iglesia del Cuzco provenía de los diezmos sobre la coca, y que el transporte y la venta de este producto enriquecían a muchos españoles. Con las escasas monedas que obtenían a cambio de su trabajo, los indios compraban hojas de coca en lugar de comida: masticándola, podían soportar mejor, al precio de abreviar su propia vida, las mortales tareas impuestas. Además de la coca, los indígenas consumían aguardiente, y sus propietarios se quejaban de la propagación de los «vicios maléficos». A esta altura del siglo veinte, los indígenas de Potosí continúan masticando coca para matar el hambre y matarse y siguen quemándose las tripas con alcohol puro. Son las estériles revanchas de los condenados. En las minas bolivianas, los obreros llaman todavía mita a su salario.

Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los destierros, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante. Los indios han padecido y padecen -síntesis del drama de toda América Latina- la maldición de su propia riqueza. Cuando se descubrieron los placeres de oro del río Bluefields, en Nicaragua, los indios carcas fueron rápidamente arrojados lejos de sus tierras en las riberas, y esta es también la historia de los indios de todos los valles fértiles y los subsuelos ricos del río Bravo al sur. Las matanzas de los indígenas que comenzaron con Colón nunca cesaron. En Uruguay y en la Patagonia argentina, los indios fueron exterminados, el siglo pasado, por tropas que los buscaron y los acorralaron en los bosques o en el desierto, con el fin de que no estorbaran el avance organizado de los latifundios ganaderos [5]. Los indios yanquis, del estado mexicano de Sonora, fueron sumergidos en un baño de sangre para que sus tierras, ricas en recursos minerales y fértiles para el cultivo, pudieran ser vendidas sin inconvenientes a diversos capitalistas norteamericanos. Los sobrevivientes eran deportados rumbo a las plantaciones de Yucatán.

Así, la península de Yucatán se convirtió no solo en el cementerio de los indígenas mayas que habían sido sus dueños, sino también en la tumba de los indios yanquis, que llegaban desde lejos: a principios de siglo, los cincuenta reyes del henequén disponían de más de cien mil esclavos indígenas en sus plantaciones. Pese a su excepcional fortaleza física, raza de gigantes hermosos, dos tercios de los yanquis murieron durante el primer año de trabajo esclavo… en nuestros días, la fibra de henequén solo puede competir con sus sustitutos simétricos gracias al nivel de vida sumamente bajo de los obreros. Las cosas han cambiado, es cierto, pero no tanto como se cree, al menos para los indígenas de Yucatán.: «Las condiciones de vida de estos trabajadores se asemeja en mucho al trabajo esclavo», dice el profesor Arturo Bonilla, el peón indígena está obligado a entregar jornadas gratuitas de trabajo para que el hacendado le permita cultivar, en las noches de claro de luna, su propia parcela: «Los antepasados de este indio cultivaban libremente, sin contraer deudas, el suelo rico de la llanura, que no pertenecía a nadie. ¡Él trabaja gratis para asegurarse el derecho de cultivar la pobre montaña!».

No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas que viven aislados en el fondo de las selvas. A principios de este siglo, sobrevivían aún doscientas treinta tribus en Brasil; desde entonces han desaparecido noventa, borradas del planeta por obra y gracia de las armas de fuego y los microbios. Violencia y enfermedad, avanzadas de la civilización: el contacto con el hombre blanco continúa siendo, para el indígena, el contacto con la muerte. Las disposiciones legales que desde 1537 protegen a los indios de Brasil se han vuelto contra ellos. De acuerdo con el texto de todas las constituciones brasileñas, son, «los primitivos y naturales señores» de las tierras que ocupan. Ocurre que cuánto más ricas resultan esas tierras vírgenes más grave se hace la amenaza que pende cobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen. La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto a la leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el escenario, de un nuevo sueño americano. En tren de conquista, hombres y empresas de los Estados Unidos se han abalanzado sobre la Amazonia como si fuera un nuevo Far West. Esta invasión norteamericana ha encendido como nunca la codicia de los aventureros brasileños. Los indios mueren sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a los nuevos interesados. El oro y otros minerales cuantiosos, la madera y el caucho, riquezas cuyo valor comercial los nativos ignoran, aparecen vinculadas a los resultados de cada una de las escasas investigaciones que se han realizado. Se sabe que los indígenas han sido ametrallados desde helicópteros y avionetas, que se les ha inoculado el virus de la viruela, que se ha arrojado dinamita sobre sus aldeas y se le ha obsequiado azúcar mezclada con estricnina y sal con arsénico. El propio director del Servicio de Protección a los Indios, designado por la dictadura de Castello Branco para sanear la administración, fue acusado, con pruebas, de cometer cuarenta y dos tipos diferentes de crímenes contra los indios. El escándalo estalló en 1968.

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[5] Los últimos charrúas, que hacia 1832 sobrevivían saqueando novillos en las campiñas salvajes del norte del Uruguay, sufrieron la traición del presidente Fructuoso Rivera. Alejados de la espesura que les daba protección, desmontados y desarmados por las falsas promesas de amistad, fueron abatidos en un paraje llamado la Boca del Tigre: “Los clarines tocaron a degüello ¾cuenta el escritor Eduardo Acevedo Díaz (diario La Época, 19 de agosto de 1890)¾. La horda se revolvió desesperada, cayendo uno tras otro sus mocetones bravíos, como toros heridos en la nuca”. Varios caciques murieron. Los pocos indios que pudieron romper el cerco de fuego se vengaron poco después. Perseguidos por el hermano de Rivera, le tendieron una emboscada y lo acribillaron a lanzazos junto con sus soldados. El cacique Sepe “hizo cubrir con algunos nervios del cadáver el extremo de la moharra de su lanza”.

En la Patagonia argentina, a fines de siglo, los soldados cobraban contra la presentación de cada par de testículos. La novela de David Viñas Los dueños de la tierra (Buenos Aires, 1959) se abre con la cacería de los indios: “Porque matar era como violar a alguien. Algo bueno. Y hasta gustaba: había que correr, se podía gritar, se sudaba y después se sentía hambre… Los disparos se habían ido espaciando. Seguramente había quedado algún cuerpo enhorquetado en uno de esos nidos. Un cuerpo de indio echado hacia atrás, con una mancha negrusca entre los muslos…”

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