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Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario diario de un trabajador adulto en una plantación de azúcar, por su jornada de sol a sol: si el obrero protesta, el capataz manda a buscar al carpintero para que le vaya tomando las medidas del cuerpo.

Para lo propietarios o sus administradores sigue en vigencia, en vastas zonas, el «derecho a la primera noche» de cada muchacha. La tercera parte de la población de Recife sobrevive marginada en las chozas de los bajos fondos; en un barrio, Casa Amarela, más de la mitad de los niños que nacen muere antes de llegar al año. La prostitución infantil, niñas de diez o doce años vendidas por sus padres, es frecuente en las ciudades del nordeste. La jornada de trabajo en algunas plantaciones se paga por debajo de los jornales bajos de la India. Un informe de la FAO, organismo de las Naciones Unidas, aseguraba en 1957 que en la localidad de Vitoria, cerca de Recife, la deficiencia de proteínas «provoca en los niños una pérdida de peso de un 40 % más grave de lo que se observa generalmente en África». En numerosas plantaciones subsisten todavía las prisiones privadas, «pero los responsables de los asesinatos por subalimentación -dice René Dumont- no son encerrados en ellas, porque son los que tienen las llaves». Pernambuco produce ahora menos de la mitad del azúcar que produce el estado de San Pablo, y con rendimientos menores por hectárea; sin embargo, Pernambuco vive del azúcar, y de ella viven sus habitantes densamente concentrados en la zona húmeda, mientras que el estado de San Pablo contiene el centro industrial más poderoso de América Latina. En el nordeste ni siquiera el progreso resulta progresista, porque hasta el progreso está en manos de pocos propietarios. El alimento de las minorías se convierte en el hambre de las mayorías. A partir de 1870, la industria azucarera se modernizó considerablemente con la creación de los grandes molinos centrales, y entonces «la absorción de las tierras por los latifundios progresó de modo alarmante, acentuando la miseria alimentaria de la zona». En la década de 1950, la industrialización en auge incrementó el consumo del azúcar en Brasil. La producción nordestina tuvo impulso, pero sin que aumentaran los rendimientos por hectárea. Se incorporaron nuevas tierras, de inferior calidad, a los cañaverales, y el azúcar nuevamente devoró las pocas áreas dedicadas a la producción de alimentos. Convertido en asalariado, el campesino que antes cultivaba su pequeña parcela no mejoró con la nueva situación, pues no gana suficiente dinero para comprar los alimentos que antes producía. Como de costumbre, la expansión expandió al hambre.

A paso de carga en las islas del Caribe

Las Antillas eran las Sugar Islands, las islas del azúcar: sucesivamente incorporadas al mercado mundial como productoras de azúcar, al azúcar quedaron condenadas, hasta nuestros días, Barbados, las islas de Sotavento, Trinidad Tobago, la Guadalupe, Puerto Rico y Santo Domingo (la Dominicana y Haití). Prisioneras del monocultivo de la caña en los latifundios de vastas tierras exhaustas, las islas padecen la desocupación y la pobreza: el azúcar se cultiva en gran escala y en gran escala irradia sus maldiciones. También Cuba continúa dependiendo, en medida determinante, de sus ventas de azúcar, pero a partir de la reforma agraria de 1959 se inició un intenso proceso de diversificación de la economía de la isla, lo que ha puesto punto final al desempleo: ya los cubanos no trabajan apenas cinco meses al año, durante las zafras, sino todo a lo largo de la ininterrumpida y por cierto difícil construcción de una sociedad nueva.

«Pensaréis tal vez, señores -decía Karl Marx en 1848-, que la producción de café y azúcar es el destino natural de las Indias Occidentales. Hace dos siglos, la naturaleza, que apenas tiene que ver con el comercio, no había plantado allí ni el árbol del café ni la caña de azúcar». La división internacional del trabajo no se fue estructurando por mano y gracia del Espíritu Santo, sino por obra de los hombres, o, más precisamente, a causa del desarrollo mundial del capitalismo.

En realidad, Barbados fue la primera isla del caribe donde se cultivó el azúcar para la exportación en grandes cantidades, desde 1641, aunque con anterioridad los españoles habían plantado caña en la Dominicana y en Cuba. Fueron los holandeses, como hemos visto, quienes introdujeron las plantaciones en la minúscula isla británica; en 1666 ya había en Barbados ochocientas plantaciones de azúcar y más de ochenta mil esclavos. Vertical y horizontalmente ocupada por el latifundio naciente, Barbados no tuvo mejor suerte que el nordeste de Brasil.

Antes, la isla disfrutaba el policultivo; producía, en pequeñas propiedades algodón y tabaco, naranjas, vacas y cerdos. Los cañaverales devoraron los cultivos agrícolas y devastaron los densos bosques, en nombre de un apogeo que resultó efímero. Rápidamente, la isla descubrió que sus suelos se habían agotado, que no tenía cómo alimentar a su población y que estaba produciendo azúcar a precios fuera de competencia.

Ya el azúcar se había propagado a otras islas, hacia el archipiélago de Sotavento, Jamaica y, en tierras continentales, las Guayanas. A principios del siglo XVIII, los esclavos eran, en Jamaica, diez veces más numerosos que los colonos blancos. También su suelo se cansó en poco tiempo. En la segunda mitad del siglo, el mejor azúcar del mundo brotaba del suelo esponjoso de las llanuras de la costa de Haití, una colonia francesa que por entonces se llamaba Saint Domingue. Al norte y al oeste, Haití se convirtió en un vertedero de esclavos: el azúcar exigía cada vez más brazos. En 1786, llegaron a la colonia veintisiete mil esclavos, y al año siguiente cuarenta mil. En el otoño de 1791 estalló la revolución. En un solo mes, septiembre, doscientas plantaciones de caña fueron presa de las llamas; los incendios y los combates se sucedieron sin tregua a medida que los esclavos insurrectos iban empujando a los ejércitos franceses hacia el océano. Los barcos zarpaban cargando cada vez más franceses y cada vez menos azúcar. La guerra derramó ríos de sangre y devastó las plantaciones. Fue larga.

El país, en cenizas, quedó paralizado; a fines de siglo la producción había caído verticalmente. «En noviembre de 1803 casi toda la colonia, antiguamente floreciente, era un gran cementerio de cenizas y escombros», dice Lepkowki. La revolución haitiana había coincidido, y no solo en el tiempo, con la revolución francesa, y Haití sufrió también, en carne propia, el bloqueo contra Francia de la coalición internacional. Inglaterra dominaba los mares. Pero luego sufrió, a medida que su independencia se iba haciendo inevitable, el bloque de Francia. Cediendo a la presión francesa, el Congreso de los Estados Unidos prohibió el comercio con Haití en 1806.

«He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir a todos los negros de las montañas, hombres y mujeres, conservando solo a los niños menores de doce años, exterminar la mitad de los negros de las llanuras y no dejar en la colonia ni un solo mulato que lleve charreterras». El trópico se vengó de Leclerc, pues murió «agarrado por el vómito negro» pese a los conjuros mágicos de Paulina Bonaparte [11], sin poder cumplir su plan, pero la indemnización en dinero resultó una piedra aplastante sobre las espaldas de los haitianos independientes que habían sobrevivido a los baños de sangre de las sucesivas expediciones militares enviadas contra ellos. El país nació en ruinas y no se recuperó jamás: hoy es el más pobre de América Latina.

La crisis de Haití provocó el auge azucarero de Cuba, que rápidamente se convirtió en la primera proveedora del mundo. También la producción cubana de café, otro artículo de intensa demanda en ultramar, recibió su impulso de la caída de la producción haitiana, pero el azúcar le ganó la carrera al monocultivo: en 1862 Cuba se verá obligada a importar café del extranjero. Un miembro dilecto de la «sacarocracia» cubana llegó a escribir sobre «las fundadas ventajas que se pueden sacar de la desgracia ajena». A la rebelión haitiana sucedieron los precios más fabulosos de la historia del azúcar en el mercado europeo, y en 1806 ya Cuba había duplicado, a la vez, los ingenios y la productividad.

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[11] Hay una novela espléndida de Alejo Carpentier, el reino de este mundo (Montevideo, 1966), sobre este alucinante período de la vida de Haití. Contiene una recreación perfecta de las andanzas de Paulina y su marido por el Caribe.

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