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La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del marco general de la economía latinoamericana. Es verdad que hay tribus brasileñas todavía encerradas en la selva, comunidades del altiplano aisladas por completo del mundo, reductos de barbarie en la frontera de Venezuela, pero por lo general los indígenas están incorporados al sistema de producción y al mercado de consumo, aunque sea en forma indirecta. Participan, como víctimas, de un orden económico y social donde desempeñan el duro papel de los más explotados entre los explotados. Compran y venden buena parte de las escasas cosas que consumen y producen, en manos de intermediarios poderosos y voraces que cobran mucho y pagan poco; son jornaleros en las plantaciones, la mano de obra más barata, y soldados en las montañas; gastan sus días trabajando parta el mercado mundial o peleando por sus vencedores. En países como Guatemala, por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas, minifundios del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas del café, el algodón y el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas los transportan en camiones, como ganado, y no siempre la necesidad decide: a veces decide el aguardiente. Los contratistas pagan una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos meses, quizás con tuberculosis o paludismo.

El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos. La expropiación de los indígenas -usurpación de sus tierras y de su fuerza de trabajo- ha resultado y resulta simétrica al desprecio racial, que a su vez se alimenta de la objetiva degradación de las civilizaciones rotas por la conquista. Los efectos de la conquista y todo el largo tiempo de la humillación posterior rompieron en pedazos la identidad cultural y social que los indígenas habían alcanzado. Sin embargo, esa identidad triturada es la única que persiste en Guatemala [6]. Persiste en la tragedia. En semana santa, las procesiones de los herederos de los mayas dan lugar a terribles exhibiciones de masoquismo colectivo.

Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús paso a paso durante el interminable ascenso al Gólgota; con aullidos de dolor, se convierte Su muerte y Su entierro en el culto de la propia muerte y el propio entierro, la aniquilación de la hermosa vida remota. La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin Resurrección.

Villa Rica de Ouro Preto

La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud a los indígenas de la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos.

Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había negado los metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses. La explotación de la madera, el «palo Brasil», cubrió el primer período de colonización de las costas, y pronto se organizaron grandes plantaciones de azúcar en el nordeste. Pero, a diferencia de la América española, Brasil parecía vacío de oro y plata. Los portugueses no habían encontrado allí civilizaciones indígenas de alto nivel de desarrollo y organización, sino tribus salvajes y dispersas.

Los aborígenes desconocían los metales; fueron los portugueses quienes tuvieron que descubrir por su propia cuenta, los sitios en que se habían depositado los aluviones de oro en el vasto territorio que se iba abriendo, a través de la derrota y el exterminio de los indígenas, a su página, a su paso de conquista.

Los bandeirantes de la región de San Pablo habían atravesado la vasta zona entre la Serra de Mantiqueira y la cabecera del río San Francisco, y habían advertido que los lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles.

La acción milenaria de las lluvias había roído los filones de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles. La acción milenaria de las lluvias había depositado en los ríos, en el fondo de los valles y en las depresiones de las montañas.

Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso subsuelo ofrecía pepitas de oro que era fácil extraer del cascalbo de cuarzo; los métodos de extracción se hicieron más complicados a medida que se fueron agotando los depósitos más superficiales. La región de Minas Gerais entró así, impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de oro hasta entonces descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio de tiempo.

«Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo, «y su mirada planea sobre las torres de las iglesias» «Había oro en las veredas, crecía como pasto».

Ahora él tiene setenta y cinco años de edad y se considera a sí mismo una tradición de Mariana (Ribeirao do Carmo), la pequeña ciudad minera cercana a Ouro Preto, que se conserva, como Ouro Preto, detenida en el tiempo. «La muerte es cierta, la hora incierta. Cada cual tiene su tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la escalinata de piedra y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta, como si los hubiera visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso hacían una iglesia al lado de la otra».

En otros tiempos, esta comarca era la más importante del Brasil. Ahora… «Ahora no», me dice el viejo. «Ahora esto no tiene vida ninguna. Aquí no hay jóvenes. Los jóvenes se van». Camina descalzo, a mi lado, a pasos lentos bajo el tibio sol de la tarde: «¿Ve? Ahí, en el frente de la iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los esclavos trabajan día y noche. Este templo fue hecho por los negros; aquel por los blancos. Y aquella es la casa de Monseñor Alipio, que murió a los noventa y nueve años justos».

A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral superó el volumen total del oro que España había extraído de sus colonias durante los dos siglos anteriores. Llovían los aventureros y los cazadores de fortuna. Brasil tenía trescientos mil habitantes en 1700; un siglo después, al cabo de los años del oro, la población se había multiplicado once veces. No menos de trescientos mil portugueses emigraron a Brasil durante el siglo XVIII, «un contingente mayor de población… que el que España aportó a todas sus colonias de América».

Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos desde África, a partir de la conquista de Brasil y hasta la abolición de la esclavitud: si bien no se dispone de cifras exactas para el siglo XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro absorbió mano de obra esclava en proporciones enormes.

Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar en el nordeste, pero la «edad de oro» de Minas Gerais trasladó al sur el eje económico y político del país y convirtió a Río de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a partir de 1763. En el centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron las ciudades, campamentos nacidos del boom bruscamente acrecidos en el vértigo de la riqueza fácil, «santuarios para criminales, vagabundos y malhechores» -según las corteses palabras de una autoridad colonial de la época. La Villa Rica de Ouro Preto había conquistado categoría de ciudad en 1711; nacida de la avalancha de los mineros, era la quintaesencia de la civilización del oro. Simao Ferreira Machado la describía, veintitrés años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto excedía incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa: «Hacia acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa real de la moneda las grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí viven los hombres mejor educados, tanto los laicos como los eclesiásticos. Este es el asiento de toda la nobleza y la fuerza de los militares. Esta es, en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra; y por el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil».

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[6] Los mayas quichés creían en un solo dios, practicaban el ayuno, la penitencia, la abstinencia y la confesión, creían en el diluvio y en el fin del mundo: el cristianismo no les aportó grandes novedades. La descomposición religiosa comenzó con la colonia. La religión católica sólo asimiló algunos aspectos mágicos y totémicos de la religión maya, en la tentativa vana de someter la fe indígena a la ideología de los conquistadores. El aplastamiento de la cultura original abrió paso al sincretismo, y así se recogen, por ejemplo, en la actualidad, testimonios de la involución con respecto a aquella evolución alcanzada: “Don Volcán necesita carne humana bien tostadita”. Carlos Guzmán Böckler y Jean-Loup Herbert, Guatemala: una interpretación histórico-social, México, 1970.

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