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Lo que ocurría con los precios, se repetía con el volumen de las exportaciones. Desde 1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la tercera parte del mercado norteamericano de azúcar, a precios inferiores a los que recogían los productores de Estados Unidos, pero más altos y más estables que los del mercado internacional. Ya con anterioridad los Estados Unidos habían desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio de privilegios similares concedidos al ingreso de los artículos norteamericanos en Cuba. Todos estos favores consolidaron la dependencia. «El pueblo que compra manda, el pueblo que vende sirve; hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad; el pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse vende a más de uno», había dicho Martí y repitió el Che Guevara en la conferencia de la OEA, en Punta del este, en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las necesidades de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas, continuaba siendo el promedio de los años cincuenta: el dictador Fulgencio Batista asaltó el poder, en 1952, en ancas de la mayor zafra hasta entonces conocida, más de siete millones, con la misión de apretar las clavijas, y al año siguiente la producción, obediente a la demanda del norte, cayó a cuatro [15].

La revolución ante la estructura de la impotencia

La proximidad geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida durante las guerras napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania, convirtieron a los Estados Unidos en el cliente principal del azúcar de la Antillas.

Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera parte del comercio de Cuba, le vendían y le compraban más que a España, aunque la isla era una colonia española, y la bandera de las barras y las estrellas flameaba en los mástiles de más de la mitad de los buques que llegaban allí. Un viajero español encontró hacia 1859, campo adentro, en remotos pueblitos de Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos. Las principales calles de La Habana fueron empedradas con bloques de granito de Boston.

Cuando despuntaba el siglo XX se leía en el Lousina Planter: «Poco a poco, va pasando toda la isla de Cuba a manos de ciudadanos norteamericanos, lo cual es el medio más sencillo y seguro de conseguir la anexión a los Estados Unidos». En el Senado norteamericano se hablaba ya de nueva estrella en la bandera; derrotada España, el general Leonard Wood gobernaba la isla. Al mismo tiempo pasaban a manos norteamericanas las Filipinas y Puerto Rico [16]. «Nos han sido otorgados por guerras -decía el presidente McKinley incluyendo a Cuba-, y con la ayuda de Dios y en nombre del progreso de la humanidad y de la civilización, es nuestro deber responder a esta gran confianza». En 1902, Tomás Estrada Palma tuvo que renunciar a la ciudadanía norteamericana que había adoptado en el exilio: las tropas norteamericanas de ocupación lo convirtieron en el primer presidente de Cuba.

En 1960, el ex embajador norteamericano en Cuba, Earl Smith, declaró ante una subcomisión del Senado: «Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos tenían tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano».

Cuando cayó Batista, Cuba vendía casi todo su azúcar en Estados Unidos. Cinco años antes, un joven abogado revolucionario había profetizado certeramente, ante quienes lo juzgaban por el asalto al cuartel Moncada, que la historia lo absolvería: había dicho en su vibrante alegato: «Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima.

Se exporta azúcar para importar caramelo…». Cuba compraba en Estados Unidos no solo los automóviles y las máquinas, los productos químicos, el papel y la ropa, sino también arroz y frijoles, ajos y cebollas, grasas, carne y algodón. Venían helados de Miami, panes de Atlanta y hasta cenas de lujo desde París. El país del azúcar importaba cerca de la mitad de las frutas y las verduras que consumía, aunque solo la tercera parte de su población activa tenía trabajo permanente y la mitad de las tierras de los centrales azucareros eran extensiones baldías donde empresas no producían nada. Trece ingenios norteamericanos disponían de más de 47 por ciento del área azucarera total y ganaban alrededor de 180 millones de dólares por cada zafra. La riqueza del subsuelo -níquel, hierro, cobre, manganeso, cromo, tungsteno- formaba parte de las reservas estratégicas de los Estados Unidos, cuyas empresas apenas explotaban los minerales de acuerdo con las variables urgencia del ejército y la industria del norte. Había en Cuba, 1958, más prostitutas registradas que obreros mineros. Un millón y medio de cubanos sufría el desempleo total o parcial, según las investigaciones de Seuret y Pino que cita Núñez Jiménez.

La economía del país se movía al ritmo de las zafras. El poder de compra de las exportaciones cubanas entre 1952 y 1956 no superaba el nivel de treinta años atrás, aunque las necesidades de divisas eran mayores.

En los años treinta, cuando la crisis consolidó la dependencia de la economía cubana en lugar de contribuir a romperla, se había llegado al colmo de desmontar fábricas recién instaladas para venderlas a otros países. Cuando triunfó la revolución, el primer día de 1959, el desarrollo industrial de Cuba era muy pobre y lento, más de la mitad de la producción estaba concentrada en La Habana y las pocas fábricas con tecnología moderna se teledirigían desde los Estados Unidos. Un economista cubano, Regino Boti, coautor de las tesis económicas de los guerrilleros de la sierra, cita el ejemplo de una filial de la Nestlé que producía leche concentrada en Bayamo: «En caso de accidente, el técnico telefoneaba a Connecticut y señalaba que en su sector tal o cual cosa no marchaba. Recibía en seguida instrucciones sobre las medidas a tomar y las ejecutaba mecánicamente… Si la operación no resultaba exitosa, cuatro horas más tarde llegaba un avión transportando un equipo de especialistas de alta calificación que arreglaban todo. Después de la nacionalización ya no se podía telefonear para pedir socorro y los raros técnicos que hubieran podido reparar los desperfectos secundario habían partido». El testimonio ilustra cabalmente las dificultades que la Revolución encontró desde que se lanzó a la aventurera de convertir a la colonia en patria.

Cuba tenía las piernas cortadas por el estatuto de la dependencia y no le ha resultado nada fácil echarse a andar por su propia cuenta. La mitad de los niños cubanos no iba a la escuela en 1958, pero la ignorancia era, como denunciara Fidel Castro tantas veces, mucho más vasta y más grave que el analfabetismo. La gran campaña de 1961 movilizó a un ejército de jóvenes voluntarios para enseñar a leer y a escribir a todos los cubanos y los resultados asombraron al mundo: Cuba ostenta actualmente, según la Oficina Internacional de Educación de la UNESCO, el menor porcentaje de analfabetos y el mayor porcentaje de población escolar, primaria y secundaria, de América Latina. Sin embargo, la herencia maldita de la ignorancia no se supera en una noche y un día -ni en doce años. La falta de cuadros técnicos eficaces, la incompetencia de la administración y la desorganización del aparato productivo, el burocrático temor a la imaginación creadora y a la libertad de decisión, continúan interponiendo obstáculos al desarrollo del socialismo. Pero pese a todo el sistema de impotencias forjado por cuatro siglos y medio de historia de la opresión, Cuba está naciendo, con entusiasmo que no cesa, de nuevo: mide sus fuerzas, alegría y desmesura, ante los obstáculos.

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[15] El director del programa de azúcar en el Ministerio de Agricultura de los Estados Unidos declaró tiempo después de la Revolución: “Desde que Cuba ha dejado la escena, nosotros no contamos con la protección de este país, el más grande exportador mundial, ya que disponía siempre de reservas para atender, cuando era preciso, a nuestro mercado”. Enrique Ruiz García, América Latina: anatomía de una revolución, Madrid, 1966.

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[16] Puerto Rico, otra factoría azucarera, quedó prisionero. Desde el punto de vista norteamericano, los puertorriqueños no son suficientemente buenos para vivir en una patria propia, pero en cambio sí lo son para morir en el frente de Vietnam en nombre de una patria que no es suya. En un cálculo proporcional a la población, el “estado libre asociado” de Puerto Rico tiene más soldados peleando en el sudeste asiático que cualquier otro estado de los Estados Unidos. A los puertorriqueños que resisten el servicio militar en Vietnam se les envía por cinco años a las cárceles de Atlanta. Al servicio militar en filas norteamericanas se agrega otras humillaciones heredadas de la invasión de 1898 y benditas por ley (por ley del Congreso de los Estados Unidos). Puerto Rico cuenta con representantes simbólicos en el Congreso norteamericano, sin voto y prácticamente sin voz. A cambio de este derecho, un estatuto colonial: Puerto Rico tenía, hasta la ocupación norteamericana, una moneda propia y mantenían un próspero comercio con los principales mercados. Hoy la moneda es el dólar y los aranceles de sus aduanas se fijan en Washington, donde se decide todo lo que tiene que ver con el comercio exterior e interior de la isla. Lo mismo ocurre con las relaciones exteriores, el transporte, las comunicaciones, los salarios y las condiciones de trabajo. Es la Corte federal de los Estados Unidos la que juzga a los puertorriqueños; el ejército local integra el ejército del norte. La industria y el comercio están en manos de intereses norteamericanos privados. La desnacionalización quiso hacerse absoluta por la vía de la emigración: la miseria empujó a más de un millón de puertorriqueños a buscar mejor suerte en Nueva York, al precio de la fractura de su identidad nacional. Allí, forman un sunproletariado que se aglomera en los barrios más sórdidos.

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