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A lo largo del proceso, desde la etapa de los metales al posterior suministro de alimentos, cada región se identificó con lo que produjo, y produjo lo que de ella se esperaba en Europa: cada producto, cargado en las bodegas de los galeones que surcaban el océano, se convirtió en una vocación y un destino. La división internacional del trabajo, tal como fue surgiendo junto con el capitalismo, se parecía más bien a la distribución de funciones entre un jinete y un caballo, como dice Paul Baran. Los mercados del mundo colonial crecieron como meros apéndices del mercado interno del capitalismo que irrumpía.

Celso Furtado advierte que los señores feudales europeos obtenían un excedente económico de la población por ellos dominada, y lo utilizaban, de una u otra forma, en sus mismas regiones, en tanto que el objetivo principal de los españoles que recibieron del rey minas, tierras e indígenas en América, consistía en extraer un excedente para transferirlo a Europa. Esta observación contribuye a aclarar el fin último que tuvo, desde su implantación, la economía colonial americana; aunque finalmente mostrara algunos rasgos feudales, actuaba al servicio del capitalismo naciente en otras comarcas. Al fin y al cabo, tampoco en nuestros tiempos la existencia de los centros ricos del capitalismo puede explicarse sin la existencia de la periferia pobres sometidas: unos y otros integran el mismo sistema. Pero no todo el excedente se evadía hacia Europa. La economía colonial estaba regida por los mercaderes, los dueños de las minas y los grandes propietarios de tierras, quienes se repartían el usufructo de la mano de obra indígena y negra bajo la mirada celosa y omnipotente de la Corona y su principal asociada la Iglesia. El poder estaba concentrado en pocas manos, que enviaban a Europa metales y alimentos, y de Europa recibían los artículos suntuarios a cuyo disfrute consagraban sus fortunas crecientes. No tenían, las clases dominantes, el menor interés en diversificar las economías internas ni elevar los niveles técnicos y culturales de la población: era otra su función dentro del engranaje internacional para el que actuaban, y la inmensa miseria popular, tan lucrativa desde el punto de vista de los intereses reinantes impedía el desarrollo de un mercado interno de consumo.

Una economía francesa sostiene que la peor herencia colonial de América Latina, que explica su considerable atraso actual, es la falta de capitales. Sin embargo, toda la información histórica muestra que la economía colonial produjo, en el pasado, una enorme riqueza a las clases asociadas, dentro de la región, al sistema colonialista de dominio. La cuantiosa mano de obra disponible, que era gratuita o prácticamente gratuita, y la gran demanda europea por los productos americanos, hicieron posible, dice Sergio Bagú, «una precoz y cuantiosa acumulación de capitales en las colonias ibéricas. El núcleo de beneficiarios, lejos de irse ampliando, fue reduciéndose en proporción a la masa de población, como se desprende del hecho cierto de que el número de europeos y criollos desocupados aumentara sin cesar». El capital que restaba en América, una vez deducida la parte del león que se volcaba al proceso de acumulación primitiva del capitalismo europeo, no generaba, en estas tierras, un proceso análogo al de Europa, para echar las bases del desarrollo industrial, sino que se desviaba a la construcción de grandes palacios y templos ostentoso, a la compra de joyas y ropas y muebles de lujo, al mantenimiento de servidumbres numerosas y al despilfarro de las fiestas.

En buena medida, también ese excedente quedaba inmovilizado en la compra de nuevas tierras o continuaba girando en las actividades especulativas y comerciales.

En el ocaso de la era colonial, encontrará Humboldt en México «una enorme masa de capitales amontonados en manos de los propietarios de minas, o en las de negociantes que se han retirado del comercio». no menos de la mitad de la propiedad raíz y del capital total de México pertenecía, según testimonio, a la Iglesia, que además controlaba buena parte de las tierras restantes mediante hipotecas. Los mineros mexicanos invertían sus excedentes en la compra de latifundios, y en los empréstitos en hipoteca, al igual que los grandes exportadores de Veracruz y Acapulco; la jerarquía clerical extendía sus bienes en la misma dirección. Las residencias capaces de convertir al plebeyo en príncipe y los templos despampanantes nacían como los hongos después de la lluvia.

En el Perú, a mediados del siglo XVII, grandes capitales precedentes de los encomenderos, mineros, inquisidores y funcionarios de la administración imparcial se volcaban al comercio. Las fortunas nacidas en Venezuela del cultivo del cacao, iniciado a fines del siglo XVI, látigo en mano, a costa de legiones de esclavos negros, se invertían «en nuevas plantaciones y otros cultivos comerciales, así como en minas, bienes raíces urbanos, esclavos y hatos de ganados».

Ruinas de Postosí: EL CICLO DE LA PLATA

Analizando la naturaleza de las relaciones «metrópoli-satélite» a lo largo de la historia de América Latina como una cadena de subordinaciones sucesivas, André Gunder Frank ha destacado en una de sus obras, que las regiones hoy día más signadas por el subdesarrollo y la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más estrechos con la metrópoli y han disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que fueron las mayores productoras de bienes exportados hacia Europa o, posteriormente, hacia Estados Unidos, y las fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas por la metrópoli cuando por una u otra razón los negocios decayeron. Potosí brinda el ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío.

Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México, vivieron su auge posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el cerro rico de Potosí fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor giraban, de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba trigo, carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba y Tucumán, que la abastecían de animales a tracción y de tejidos; las minas de mercurio de Huancavelica y la región de Arica por donde se embarcaba la plata para Lima, principal centro administrativo de la época. El siglo XVIII señala el principio del fin de la economía de mala plata que tuvo su centro en Potosí; sin embargo, en la época de la independencia, todavía la población del territorio que hoy comprende Bolivia era superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina. Siglo y medio después, la población boliviana es casi seis veces menor que la población Argentina.

Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, solo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el en escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes, Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse -si ello no le resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: «la ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación. El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas.

Se vive de los escombros. En 1640, el padre Álvaro Alonso Barba publicó en Madrid, en la imprenta del reino, su excelente tratado sobre el arte de los metales. El estaño, escribió, Barba, «es veneno”. Mencionó cerros donde «hay mucho estaño, aunque lo conocen pocos, y por no hallarle la plata que todos buscan, le echan por ahí». En Potosí se explota ahora el estaño que los españoles arrojan a un lado como basura.

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