Celso Furtado ha hecho notar que Inglaterra, que seguía una política clarividente en materia de desarrollo industrial, utilizó el oro de Brasil para pagar importaciones esenciales de otros países y pudo concentrar sus inversiones en el sector manufacturero. Rápidas y eficaces innovaciones tecnológicas pudieron ser aplicadas gracias a esta gentileza histórica de Portugal. El centro financiero de Europa se trasladó de Amsterdan a Londres. Según las fuentes británicas, las entradas de oro brasileño en Londres alcanzaban a cincuenta mil libras por semana en algunos períodos. Sin esta tremenda acumulación de reservas metálicas, Inglaterra no hubiera podido enfrentar, posteriormente, a Napoleón.
Nada quedó, en el suelo brasileño, del impulso dinámico del oro, salvo los templos y las obras de arte. A fines del siglo XVIII, aunque todavía no se habían agotado los diamantes, el país estaba postrado. El ingreso per capita de los tres millones largos de brasileños no superaba los cincuenta dólares anuales al actual poder adquisitivo, según los cálculos de Furtado, y este era el nivel más bajo de todo el período colonial. Minas Gerais cayó a pique en un abismo de decadencia y ruina. Increíblemente, un autor brasileño agradece el favor y sostiene que el capital inglés que salió de Minas Gerais «sirvió para la inmensa red bancaria que propició el comercio entre las naciones y tornó posible levantar el nivel de vida de los pueblos capaces del progreso [8]». Condenados inflexiblemente a la pobreza en función del progreso ajeno, los pueblos mineros «incapaces» quedaron aislados y tuvieron que resignarse a arrancar sus alimentos de las pobres tierras ya despojadas de metales y piedras preciosas. La agricultura de subsistencia ocupó el lugar de la economía minera. En nuestros días, los campos de Minas Gerais son, como los del nordeste, reinos del latifundio y de los «coroneles de hacienda», impertérritos bastiones del atraso. La venta de trabajadores mineiros a las haciendas de otros estados es casi tan frecuente como el tráfico de esclavos que los nordestinos padecen. Franklin de Oliveira recorrió Minas Gerais hace poco tiempo. Encontró casas de palo a pique, pueblitos sin agua ni luz, prostitutas con una edad media de trece años en la ruta al valle de Jequitinhonda, locos y famélicos a la vera de los caminos. Lo cuenta en su reciente libro A tragedia da renovacao brasileira. Henri Gorceix había dicho, con razón, que Minas Gerais tenía un corazón de oro en un pecho de hierro pero la explotación de su fabuloso quadrilátero ferrífero corre por cuenta, en nuestros días, de la Hanna Mining Co. y la Bethlehem Steel, asociadas al efecto: los yacimientos fueron entregados en 1964, al cabo de una siniestra historia. El hierro, en manos extranjeras, no dejará más de lo que el oro dejó.
Solo la explosión del talento había quedado como recuerdo del vértigo del oro, por no mencionar los agujeros de las excavaciones y las pequeñas ciudades abandonadas. Portugal no pudo, tampoco, rescatar otra fuerza creadora que no fuera la revolución estética. El convento de Mafra, orgullo de Don Joao V, levantó a Portugal de la decadencia artística: en sus carillones de treinta y siete campanas, sus vasos y sus candelabros de oro macizo, centellea todavía el oro de Minas Gerais.
Las iglesias de Minas han sido bastante saqueadas y son raros los objetos sacros, de tamaño portátil, que en ellas perduran, pero para siempre quedaron, alzadas sobre las ruinas coloniales, las monumentales obras barrocas, los frontispicios y los púlpitos, los retablos, las tribunas, las figuras humanas, que diseñó, talló o esculpió Antonio Franciso Lisboa, el «Aleijadinho», el «Tullidito» comenzó a modelar en piedra un conjunto de grandes figuras sagradas, al pie del santuario de Bon Jesús da Matosinhos, en Congonhas do Campo. La euforia del oro era cosa del pasado: la obra se llamaba Los Profetas, pero ya no había ninguna gloria por proferir. Toda la pompa y la alegría se habían desvanecido y no quedaba sitio para ninguna esperanza. El testimonio final, grandioso como un entierro para aquella fugaz civilización del oro nacida para morir, fue dejado a los siglos siguientes por el artista más talentoso de toda la historia de Brasil. El «Aleijadinho», desfigurado y mutilado por la lepra, realizó su obra maestra amarrándose el cincel y el martillo a las manos sin dedos y arrastrándose de rodillas, cada madrugada, rumbo a su taller.
La leyenda asegura que en la iglesia de Nossa Señora de Mercês e Misericordia, de Minas Gerais, los mineros muertos celebraban todavía misa en las frías noches de lluvia. Cuando el sacerdote se vuelve, alzando las manos desde el altar mayor, se le ven los huesos de la cara.
EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
Las plantaciones, los latifundios y el destino
La búsqueda del oro y de la plata fue, sin duda, el motor central de la conquista. Pero en su segundo viaje, Cristóbal Colón trajo las primeras raíces de caña de azúcar, desde las islas Canarias, y las plantó en las tierras que hoy ocupa la República Dominicana. Una vez sembradas, dieron rápidos retoños, para gran regocijo del almirante. El azúcar, que se cultivaba en pequeña escala en Sicilia y en las islas Madeira y Cabo verde y se compraba, a precios altos, en Oriente, era un artículo tan codiciado por los europeos que hasta en los ajuares de las reinas llegó a figurar como parte de la dote. Se vendía en las farmacias, se lo pesaba por gramos. Durante poco menos de tres siglos a partir del descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto agrícola más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se alzaron los cañaverales en el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil y, posteriormente, también las islas del caribe -Barbados, Jamaica, Haití y la Dominicana, Guadalupe, Cuba, Puerto Rico- y Veracruz y la costa peruana resultaron sucesivos escenarios propicios para la explotación, en gran escala, del «oro blanco». Inmensas legiones de esclavos vinieron a África para proporcionar, al rey azúcar, la fuerza del trabajo numerosa y gratuita que exigía: combustible humano para quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió el Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad natural y extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del azúcar dio origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como las que engendraron, en Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato, los furores de la plata y el oro; al mismo tiempo, impulsó con fuerza decisiva, directa e indirectamente, el desarrollo industrial de Holanda, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una empresa movida por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio del mercado que Europa iba articulando internacionalmente. Por su estructura interna, sin embargo, tomando en cuenta que se bastaba a sí misma en buena medida, resultaban feudales algunos de sus rasgos predominantes. Utilizaba, por otra parte, mano de obra esclava. Tres edades históricas distintas -mercantilismo, feudalismo, esclavitud- se combinaban así en una sola unidad económica y social, pero era el mercado internacional quien estaba en el centro de la constelación del poder que el sistema de plantaciones integró desde temprano.
De la plantación colonial, subordinada a las necesidades extranjeras y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de botella que estrangulan el desarrollo económico de América Latina y uno de los factores primordiales de la marginación y la pobreza de las masas latinoamericanas. El latifundio actual, mecanizado en medida suficiente para multiplicar los excedentes de mano de obra, dispone de abundantes reservas de brazos baratos. Ya no depende la importación de esclavos africanos ni de la «encomienda» indígena. Al latifundio le basta con el pago de jornales irrisorios, la retribución de servicios en especies o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un pedacito de tierra; se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado de su propia expansión, y de la continua migración interna de legiones de trabajadores que se desplazan, empujados por el hambre, al ritmo de las zafras sucesivas.