Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al norte a matar gauchos, “animales bípedos de tan perversa condición”. En La Rioja, el Chacha Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires considero que había llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en exhibición, en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de otras provincias, hasta las puertas de la ciudad.
En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes de las villas miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita? preguntaron los sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires había mejorado d traje, los modales y la manera de hablar de los emigrados. Algunos los encontraban, incluso, «más blancos».
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos.
Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venia la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. “Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes”.
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habites del país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothersy la banca Rothschild, en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores.
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba d lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del no de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era d único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones [55]; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay “no hay niño que no sepa leer y escribir…”. Era también d único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía d eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio, de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía.