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La intervención extranjera terminó con todo. La oligarquía levantó cabeza y se vengó. La legislación desconoció, en lo sucesivo, la validez de las donaciones de tierras realizadas por Artigas. Desde 1820 hasta fines del siglo fueron desalojados, a tiros, los patriotas pobres que habían sido beneficiados por la reforma agraria. No conservarían «otra tierra que la de sus tumbas». Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay, a morirse solo al cabo de un largo exilio de austeridad y silencio. Los títulos de propiedad por él expedidos no valían nada: el fiscal de gobierno, Bernardo Bustamante, afirmaba, por ejemplo, que se advertía a primera vista «la despreciabilidad que caracterizaba a los indicados documentos».

Mientras tanto, su gobierno se aprestaba a celebrar, ya restaurado el «orden», la primera constitución de un Uruguay independiente, desgajado de la patria grande por la que Artigas había, en vano, peleado.

El reglamento de 1815 contenía disposiciones especiales para evitar la acumulación de tierras en pocas manos. En nuestros días, el campo uruguayo ofrece el espectáculo de un desierto: quinientas familias monopolizan la mitad de la tierra total y, constelación del poder, controlan también las tres cuartas partes del capital invertido en la industria y en la banca. Los proyectos de reforma agraria se acumulan, unos sobre otros, en el cementerio parlamentario, mientras el campo se despuebla: los desocupados se suman a los desocupados y cada vez hay menos personas dedicadas a las tareas agropecuarias, según el dramático registro de los censos sucesivos. El país vive de la lana y de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días, menos ovejas y menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos de producción se refleja en los bajos rendimientos de la ganadería -librada a la pasión de los toros y los carneros en primavera, a las lluvias periódicas y a la fertilidad natural del suelo- y también en la pobre productividad de los cultivos agrícolas. La producción de carne por animal no llega ni a la mitad de la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre con la leche en comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja rinde un kilo menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea son tres veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos de los Estados Unidos superan en siete veces a los de Uruguay. Los grandes propietarios, que evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en Punta del Este., y tampoco en invierno, de acuerdo con su propia tradición, residen en sus latifundios, a los que vistan de vez en cuando en avioneta: hace un siglo, cuando se fundó la Asociación Rural, dos terceras partes de sus miembros tenían ya su domicilio en la capital. La producción extensiva, obra de la naturaleza y los peones hambrientos, no implica mayores dolores de cabeza.

Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las ganancias de los capitalistas ganaderos suman no menos de 75 millones de dólares por año en la actualidad [31]. Los rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos, a causa de los bajísimos costos. Tierra sin hombres, hombres sin tierra: los mayores latifundios ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por cada mil hectáreas. En los rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan, miserables, las reservas siempre disponibles de mano de obra. El gaucho de las estampas folklóricas, tema de cuadros y poemas, tiene poco que ver con el peón que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y ajenas. Las alpargatas bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón común, o a veces una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos de oro y plata. Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla: los criollos muy rar vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne jugosa y tierna dorándose a las brasas. Aunque las estadísticas internacionales sonríen exhibiendo promedios engañosos, la verdad es que el “ensopado”, guiso de fideos y achuras de capón, constituye la dieta básica, falta de proteínas, de los campesinos en Uruguay.

Artemio Cruz y la segunda muerte de Emilio Zapata

Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria.

Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentada sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional… eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes.

Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».

En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! -se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos mientras duran… En menos de tres meses enterramos a más de la mitad [32]».

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[31] Instituto de Economía, El proceso económico del Uruguay, Contribución al estudio de su evolución y perspectivas, Montevideo, 1969. En las épocas del auge de la industria nacional, fuertemente subsidiada y protegida por el Estado, buena parte de las ganancias del campo derivó hacia las fábricas nacientes. Cuando la industria entró en su agónico ciclo de crisis, los excedentes de capital de la ganadería se volcaron en otras direcciones. Las más inútiles y lujosas mansiones de Punta del Este brotaron de la desgracia nacional; la especulación financiera desató, después, la fiebre de los pescadores en el río revuelto de la inflación. Pero, sobre todo, los capitales huyeron: los capitales y las ganancias que, año tras año, el país produce. Entre 1962 y 1966, según los datos oficiales, 250 millones de dólares volaron del Uruguay rumbo a los seguros bancos de Suiza y Estados Unidos. También los hombres, los hombres jóvenes, bajaron del campo a la ciudad, hace veinte años, a ofrecer sus brazos a la industria en desarrollo, y hoy se marchan, por tierra o por mar, rumbo al extranjero. Claro está, su suerte es distinta. Los capitales son recibidos con los brazos abiertos; a los peregrinos les aguarda un destino difícil, el desarraigo y la interperie, la aventura incierta. El Uruguay de 1970, estremecido por una crisis feroz, no es ya el mitológico oasis de paz y progreso que se prometía a los inmigrantes europeos, sino un país turbulento que condena al éxodo a sus propios habitantes. Produce violencia y exporta hombres, tan naturalmente como produce y exporta carne y lana.

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[32] John Kenneth Turner, op. cit. México era el país preferido por las inversiones norteamericanas: reunía a fines de siglo poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina. El caso de México, México, 1964.

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