Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los largos años de revolución y guerra, «a un zhuitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al imperialismo». Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente, que, «actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile picante. El sistema no revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de campesinos sin tierra, once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva de los ejidatarios pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos «and company» de la empresa Anderson Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas».

El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra en la paz. Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con le paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y multiplica empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.

El latifundio multiplica las bocas pero no los panes.

La producción agropecuaria por habitante de América latina es hoy menor que en la víspera de la segunda guerra mundial. Treinta años largos han trascurrido, en el mundo, la producción de alimentos creció en este período, en la misma proporción en que, en nuestras tierras, disminuyó. La estructura del atraso del campo latinoamericano opera también como una estructura de desperdicio: desperdicios de la fuerza de trabajo, de la tierra disponible, de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio de las huidizas oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio, en casi todos los países latinoamericanos, el cuello de la botella que estrangula el crecimiento agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad imprime su sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de los propietarios agrícolas latinoamericanos posee la mitad de las tierras cultivables y América Latina gasta, anualmente, más de quinientos millones de dólares en comprar al extranjero alimentos que podría producir sin dificultad en sus inmensas y fértiles tierras. Apenas un cinco por ciento de la superficie total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo y, en consecuencia, el desperdicio más grande. En las escasas tierras cultivadas, los rendimientos son, además muy bajos. En numerosas regiones, los arados de palo abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción, las técnicas modernas, cuya difusión no solo implicaría la mecanización de las faenas agrícolas, sino también el auxilio y el estímulo a los suelos a través de los abonos, los herbicidas, las semillas genéticas, los pesticidas, el riego artificial. El latifundio integra a veces como Rey Sol, una constelación de poder que, para usar la feliz expresión de Maza Zavala, multiplica los hambrientos pero no los panes. En vez de absorber mano de obra el latifundio la expulsa: en cuarenta años, los trabajadores latinoamericanos del campo se han reducido en más de un veinte por ciento. Sobran tecnócratas dispuestos a afirmar, aplicando mecánicamente recetas hachas, que este es un índice de progreso: la urbanización acelerada, el traslado masivo de la población campesina. Los desocupados, que el sistema vomita sin descanso, afluyen, en efecto, a las ciudades y extienden sus suburbios. Pero las fábricas que también segregan desocupados a medida que se modernizan, no brindan refugio a esta mano de obra excedente y no especializada. Los adelantos tecnológicos del campo, cuando ocurren, agudizan el problema. Se incrementan las ganancias de los terratenientes al incorporar medios más modernos de la explotación de sus propiedades pero más brazos quedan sin actividad y se hace más ancha la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los equipos motorizados, por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los latinoamericanos que producen en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren normalmente desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo genera se gasta en las ciudades o emigran al extranjero. Las mejores técnicas que aumentan los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el régimen de propiedad vigente no resultan, por cierto, aunque contribuyan al progreso general, una bendición para los campesinos. No crecen sus salarios ni su participación en las cosechas. El campo irradia pobreza para muchos y riqueza para muy pocos. Las avionetas privadas sobrevuelan los desiertos miserables, se multiplica el lujo estéril en los grandes balnearios y Europa hierve de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que descuidan el cultivo de sus tierras pero no descuidan faltaba más, el cultivo de sus espíritus.

Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la economía del Tercer Mundo al hecho de que su productividad agrícola media solo alcance a la mitad del nivel alcanzado en vísperas de la revolución industrial, por los países hoy desarrollados. En efecto, la industria, para expandirse armoniosamente, requeriría un aumento mayor de la producción de alimentos, porque las ciudades crecen y comen materias primas, para las fábricas y para la exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del mercado interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde pie. Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales que vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel general de las retribuciones obreras. Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos, la necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han cesado de elaborar proyectos.

Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el campo no es solamente un semillero de pobreza: es también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de las masas.

38
{"b":"104301","o":1}