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Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un Congreso Internacional de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de negocios de los de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar las dimensiones de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países, uno de los cuales, quizás el más tentador era Brasil, el agregado mineral, que de entrada tuvo por lo menos tanto trabajo como el agregado mineral o el cultural: tanto que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en lugar de uno. Poco después la Bethlehem Steel recibía del gobierno de Dutra los espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo militar firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas de valor energético – como el hierro- a los países socialistas. Ésta fue una de las causas de la trágica caída del presidente Getulio Vargas, que desobedeció una indicación, esta imposición vendiendo hierro a Polonia y Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios más altos que los que pagaban los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co. compró, por seis millones de dólares, la mayoría de las acciones británicas, la Saint John Mining Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los lejanos tiempos del Imperio. La Saint John Co., operaba en el valle de Paraopeba, donde yace la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en doscientos mil millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente habilitada para explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna, de acuerdo con claras disposiciones constitucionales y legales que Duarte Pereira enumera en su obra sobre el tema. Pero éste había sido, según se supo luego, el negocio del siglo.

George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de las operaciones de comercio exterior. la Saint John había solicitado un empréstito del Eximbank: no tuvo suerte hasta que la Hanna se apoderó de la empresa. Se desencadenaron, a partir de entonces, las más furiosas presiones sobre los sucesivos gobiernos de Brasil. Los directores, abogados o asesores de la Hanna -Lucas Lopes, José Luis Bulhoes Pedreira, Roberto campos, Mario da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhoes- eran también miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron ocupando cargos de ministros, embajadores o directores de servicios en los ciclos siguientes. La Hanna no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se hizo cada vez mayor. El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera a la Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor, la Estado. El 21 de agosto de 1961 el presidente Janio Quadros firmó una resolución que anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y restituía los yacimientos de hierro de Minas Gerais a la reserva nacional.

Cuatro días después los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra mí…», decía el texto de la renuncia.

El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros, Joao Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la Hanna – que había sido mutilado en el Diario Oficial-, el embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El poder judicial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios países europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en escala mundial. El entremuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas nacionalistas – como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la explosiva situación política. La espada de Damocles de la resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna -escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último minuto por le Primero de Caballería».

Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vice presidencia de Brasil y tres de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación – había anunciado- en la cual un buen golpe de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los mejores interses de todas las Américas».

Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando Lindón Jonson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios al presidente de Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando una gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y sin lucha civil». Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte». Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda material a los conspiradores poco antes de que estallara el golpe, y el propio Gordon les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si era capaz de sostenerse dos días en San Pablo. No vale la pena abundar en testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más adelante, o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical [43].

Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dotoievsky, Tolstoi o Gorky, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964. Este regalo de navidad no sólo otorgaba todas las seguridades para explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte del hierro.

En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para explotar en común hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las prohíben. El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea, ya todos eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto, John Tuthil, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.

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[43] Véanse las declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, citadas por Harry Magdoff, op. cit., y el revelador artículo de Eugene Methvin en Selecciones de Reader’s Digest en español, de diciembre de 1966: según Methvin, gracias a los buenos ervicios del Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, con sede en Washington, los golpistas brasileños pudieron coordinar por cable sus movimientos de tropa, y el nuevo régimen militar recompensó al IADSL designando a cuatro de sus graduados “para que hicieran una limpieza en los sindicatos dominados por los rojos…”

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