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– Las dos cosas fueron muy poco profesionales -dijo Maggie inexpresivamente y sin vacilar-. Tengo poca paciencia con los colegas poco profesionales -volvió a concentrarse en las fotos, pero sentía que la detective seguía observándola, a la espera-. Eso es todo, Racine. De veras, no hay nada más. Ahora, ¿podemos volver al caso? -le dio la foto-. ¿Por qué es distinta ésta?

Racine cambió de postura, pero Maggie advirtió que no se resistía a cambiar de tema.

– ¿Distinta? ¿Por qué? -preguntó.

– No estoy segura -dijo Maggie. Sentía los efectos del whisky de la noche anterior y se frotó los ojos-. Tal vez tenga que ver otras fotos de la escena del crimen. ¿Tenemos alguna a mano?

Racine no hizo ademán de ponerse a buscar.

– ¿Todavía crees que soy poco profesional? Me refiero a este caso.

Maggie se detuvo y se volvió para mirarla. Eran casi de la misma altura, de modo que sus ojos quedaban al mismo nivel. La detective, siempre tan arrogante, esperaba una respuesta con una mano sobre la cadera mientras con la otra daba golpecitos en la mesa con la fotografía. Le sostenía la mirada a Maggie con aquella expresión de dureza que seguramente creía haber perfeccionado, pero había en sus ojos un atisbo de vulnerabilidad cuando parpadeó, miró hacia un lado y volvió luego a fijar la mirada en Maggie, como si hiciera un esfuerzo consciente por no inmutarse.

– No he recibido ninguna queja -contestó por fin Maggie. Luego esbozó una sonrisa y añadió-. Aún.

Racine hizo girar los ojos, pero Maggie notó que se sentía aliviada.

– Cuéntame lo que sepas sobre Garrison -dijo Maggie, confiando en volver al trabajo, a pesar de que los ojos sin vida de Ginny Brier, que la miraban desde las obscenas fotos de Garrison, le causaban un insidioso desasosiego.

– ¿Aparte de que es un cabrón arrogante y mentiroso?

– Da la impresión de que has trabajado otras veces con él.

– Hace años, cuando yo estaba en antivicio, a veces montaba guardia en el segundo turno como fotógrafo forense -dijo Racine-. Siempre ha sido un capullo, incluso antes de convertirse en un fotoperiodista de prestigio.

– ¿Alguna foto famosa que yo haya podido ver?

– Sí, claro. Seguro que viste ésa tan espantosa de la princesa Diana. La borrosa, hecha a través del parabrisas roto. Da la casualidad de que Garrison estaba en Francia. Y una de las que tomó en el atentado de Oklahoma City fue portada del Time. La del hombre muerto que miraba desde un montón de escombros. El cadáver no se ve a no ser que uno mire la fotografía de cerca, y entonces ahí están esos ojos, mirándote fijamente.

Maggie tomó otra fotografía de Ginny Brier y observó sus ojos horrorizados.

– Parece que le fascina fotografiar la muerte -dijo-. ¿Sabes algo sobre su vida privada?

Racine le lanzó una mirada recelosa y airada, y Maggie comprendió que había metido la pata. Pero Racine no se arredró.

– Ha intentado ligar conmigo muchas veces, pero sólo lo conozco del trabajo y de lo que he oído contar sobre él.

– ¿Y qué has oído?

– Me parece que no se ha casado nunca. Es de por aquí, de algún sitio de Virginia. Ah, y alguien me dijo que su madre había muerto hace poco.

– ¿Alguien? ¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabía esa persona?

La detective achicó los ojos como si hiciera un esfuerzo por recordar.

– No estoy segura -dijo-. Espera un momento. Creo que fue Wenhoff. El otro día, cuando estábamos esperándote en el monumento a Roosevelt, justo después de que Garrison se marchara. No sé cómo lo sabía. Puede que por la oficina del forense. Sólo recuerdo que comentó que costaba creer que alguien como Garrison tuviera una madre. ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que significa algo? ¿Crees que por eso está tan alterado y tan ansioso por volver a ser famoso?

– No tengo ni idea -pero Maggie no pudo evitar pensar en su propia madre. ¿Qué peligro corría Kathleen O'Dell por el mero hecho de pertenecer al grupo de Everett? ¿Podría convencerla de algún modo de que estaba en peligro?-. ¿Tú te llevas bien con tu madre, Racine?

La detective la miró como si la pregunta tuviera truco, y sólo entonces se percató Maggie de que era una pregunta injusta y muy poco profesional.

– Perdona. No quería entrometerme -dijo antes de que Racine pudiera contestar-. Es que últimamente pienso mucho en la mía.

– No, no importa -dijo Racine, que de pronto parecía relajada-. Mi madre murió cuando yo era una niña -añadió con naturalidad.

– Lo siento. No lo sabía.

– No pasa nada. Lo malo es que tengo muy pocos recuerdos de ella, ¿sabes? -se había puesto a hojear las fotografías, y Maggie se preguntó si quizás aquel tema la turbaba más de lo que pretendía. Parecía necesitar tener las manos ocupadas, y miraba a todas partes. Pero, aun así, agregó-: Mi padre me habla de ella sin parar. Dice que me parezco mucho a ella cuando tenía mi edad. Y supongo que ahora me toca a mí recordar todas esas historias, porque él está empezando a olvidarlas.

Maggie aguardó. Daba la impresión de que Racine no había concluido. Cuando levantó la mirada, Maggie comprendió que estaba en lo cierto.

– Últimamente olvida muchas cosas -añadió la detective.

– ¿Tiene Alzheimer?

– Los primeros síntomas, pero sí.

Apartó la mirada de nuevo, pero Maggie sorprendió un atisbo de flaqueza en sus ojos duros y penetrantes. Luego comenzó a hurgar entre las cosas de Garrison como si buscara algo y preguntó:

– ¿Qué hacemos con Everett? ¿Con Everett y con su panda de matones?

– ¿Tenemos suficiente con esas fotos para pedir una orden de arresto?

– Para ese tal Brandon, yo diría que sí, desde luego. Tenemos las fotografías y un testigo ocular que lo sitúa con Ginny Brier en las horas previas al asesinato.

– Apuesto a que, si conseguimos una muestra de ADN, encajará con la del semen.

– Pero habrá que entregar la orden en el complejo de Everett -dijo Racine-. Y no sabemos qué vamos a encontrarnos.

– Llama a Cunnignham. Él sabrá qué hacer. Seguramente hará falta un equipo de rescate de rehenes -en cuanto dijo esto, Maggie pensó en Delaney-. Espero que las cosas no se compliquen. ¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en conseguir la orden?

– ¿Para el sospechoso del asesinato de la hija del senador? -Racine sonrió-. Creo que la tendremos antes de que acabe el día.

– Tengo que irme corriendo a Richmond, pero volveré enseguida.

– Ganza ha dicho que necesitaba hablar contigo. Te dejó un mensaje.

Maggie se dirigió a la puerta.

– ¿Sabes qué quería?

– No estoy segura. Era algo sobre un antiguo informe policial y una muestra de ADN.

Maggie sacudió la cabeza.

No tenía tiempo. Además, tal vez se tratara de otro caso.

– Lo llamaré desde el coche.

– Espera un momento -Racine la detuvo-. ¿Dónde vas con tanta prisa?

– A intentar que entre en razón una mujer muy testaruda.

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