Quizá por eso bebiese tanto en las cenas familiares.
Cuando la teckel tenía catorce años las cataratas le velaron los ojos con una telilla transparente. Ya casi no veía y se iba dando golpes con todos los muebles de la casa. Además, se hacía pis por las esquinas, como un cachorro. El veterinario nos sugirió sacrificarla, pero dijimos que no. Poco más tarde empezó a vomitar todo lo que comía y se pasaba el día tumbada en su cestita, gimiendo bajito, así que volvimos a llevarla al veterinario, que esta vez nos vino a decir que la perra tenía el hígado hecho migas y que no iba a sobrevivir, que en nuestra mano estaba evitar que sufriera y proporcionarle una muerte dulce. Así que le pusieron una inyección y ése fue su fin.
Y no sé por qué me acuerdo de aquella historia precisamente ahora, porque se me vienen las lágrimas a los ojos, y creo que no exactamente por la perra.
La misma resignación nos falta para aceptar la muerte. Esta tarde, en la UVI, había dos señoras venga a llorar. No me sonaban ni de lejos, estoy casi segura de que no las había visto antes. Estaban dando todo un espectáculo bastante incómodo, sobre todo para los que nos venimos esforzando en contener las lágrimas por no desanimar más aún a los que tenemos alrededor. Un señor que iba con ellas ha comenzado a amenazar a uno de los ATS con el puño, a gritos, y no me he enterado muy bien de lo que decía. Al final al señor se lo han llevado entre dos celadores y un guardia de seguridad. Después Caridad me ha explicado que a la madre del señor le habían ingresado de urgencia con unos dolores agudos en el estómago, algo que no parecía nada grave pero que ha resultado ser una peritonitis muy avanzada. Le habían hecho una intervención de urgencia, pero sufrió un shock séptico y la mujer no sobrevivió al postoperatorio. El hijo prefería culpar a los médicos que al destino, o a la madre naturaleza, o a la misma paciente o a su familia, a los que no se les había ocurrido visitar al médico antes, cuando la cosa aún se hubiera podido solucionar.
De la misma forma que no vemos gordas en las revistas de moda ni en los programas de televisión, tampoco vemos la muerte a nuestro alrededor. Ya nadie o casi nadie lleva luto y nunca se habla de los familiares muertos, como si no existieran. Sólo cuando cuentas que tu madre está en el hospital descubres que a la mayoría de tus amigos les falta un padre, o una madre o un hermano, una ausencia que hasta ahora nunca habían mencionado. Me recuerda un poco a lo que pasaba en el Mundo Feliz de Aldous Huxley, cuando de vez en cuando alguien vislumbraba el perfil o el humo de los crematorios pero no acertaba a recordar para qué servían aquellos edificios.
20 de noviembre.
Sigue igual. Abre un pelín los ojos si se le grita al oído y de vez en cuando ladea la cabeza ligeramente o mueve la boca. Eso no quiere decir que nos entienda o que sepa que estamos ahí: puede tratarse de simples actos reflejos. Aunque Caridad intentó animarme y me dijo que estaba segura de que entendía, porque por la mañana le había preguntado si le dolía mucho y ella movió la cabeza para decir que no. Me gustaría creer a Caridad, pero a nosotros no nos ha hecho ningún gesto revelador. Sé que sabe que estamos ahí, pero su percepción podría ser tan limitada como la tuya, que sabes quiénes somos y entiendes nuestro tono, pero no comprendes nada de lo que te estamos contando.
Resulta curioso cómo la vejez acerca a los humanos al estado de bebé. Porque ahora ella es como tú: incapaz de moverse o incluso de sobrevivir sola. Y, sin darnos cuenta, sin querer, sin pensarlo, todos le hablamos como a un bebé, empleando un tono agudo al dirigirnos a ella y moviendo exageradamente la boca.
Me ha sorprendido ver que alguien ha colgado en la cabecera de su cama una estampita de la Virgen de la Asunción. Le he preguntado a Caridad quién la ha puesto ahí y me ha contestado que no está segura, pero que juraría que mi padre, lo que me ha sorprendido todavía más, porque de toda la vida siempre fue muy escéptico con respecto a lo que consideraba supercherías.
Mi madre sufría una cardiopatía congénita que los profesionales no supieron diagnosticarle hasta los veintitantos años. Cuando ella era pequeña, en Alicante, el médico aseguró que sufría fiebres reumáticas. Le costaba muchísimo hacer esfuerzos, se ahogaba si tenía que ascender por un tramo de escalones, no podía cargar con las bolsas si iba a la compra y siempre estaba sufriendo de palpitaciones. Sus manos, desde que yo las recuerdo, llamaban mucho la atención porque eran blancas como la cera, exangües, consumidas, de dedos largos y frágiles como pequeñas cañas de bambú y surcadas, desde las muñecas a los nudillos, de finos ramales verdiazules. Cuando tenía una crisis de palpitaciones los labios se le ponían de color violeta y parecía una resucitada. Por eso había adquirido el hábito de llevarlos siempre pintados y de no salir a ninguna parte sin un pintalabios y un espejito de bolsillo. Este aspecto lánguido y enfermizo no mermaba su belleza, más bien al contrario: de la enfermedad le venía la extrema delgadez y el aire elegante y delicado.
En cualquier caso, le dijeron que no podía tener hijos porque dada su condición un embarazo suponía un riesgo mortal tanto para la madre como para el hijo. Pero ella, siguiendo la tradición, se encomendó en las fiestas de Elche a la Virgen de la Asunción, que dicen que asegura la descendencia, y acabó teniendo tres niñas y un niño, nada menos, y todo, según aseguraba, gracias a la intercesión de la Santísima Virgen, a la que había rezado devotamente implorando protección. Cada quince de agosto se iba a Santa María a la misa de ocho -porque en esa fecha la basílica está a rebosar, y la única misa que no está hasta los topes de fieles es la primera- y le ofrecía a la Virgen un rosario, con el pañuelo bien sujeto en la cabeza, un traje con las mangas por debajo del codo y la falda por debajo de la rodilla y hasta ¡medias!, haciendo como hace en Elche en agosto un sol de castigo, porque entonces los curas exigían que las mujeres entrasen en el templo bien tapadas para «no despertar la lascivia masculina» y le decían a los hombres que les hacían responsables de que sus mujeres y sus hijas fueran decentemente vestidas (porque correspondía al varón, según no sólo la Iglesia sino el Código Penal, corregir a «su» mujer), y también se obligaba a que unos y otros entrasen y saliesen al templo por diferentes puertas, para evitar la fatídica tentación. El caso es que uno de sus médicos me dijo una vez que no nos tomáramos la devoción de mi madre en broma, que hubiera intercedido o no la Virgen, él estaba convencido de que no había mejor medicina que la fe, y que si un enfermo confiaba a ciegas en su curación ya llevaba el médico la mayor parte del camino ganado. Seguro que si su abuelo, mi bisabuelo, hubiera levantado la cabeza la habría vuelto a agachar, avergonzado, por más que lo de mi madre fuera más superstición que otra cosa, porque el resto del año no se comportaba como católica practicante estricta, sino que aparecía por la iglesia cuando quería y podía, no cada domingo como el catecismo exigía.
A la primera niña la llamó, como era menester, Asunción. Cuando se quedó embarazada de mí (cuarta gestación) el peligro se disparó, dado que a la cardiopatía se sumaba la edad de mi madre, dos factores de riesgo combinados. Se pasó todo mi embarazo en la cama, rezando entre susurros y manoseando una estampita de la Virgen. Y es por eso que yo me llamo Eva Asunción (agárrate), aunque no sea normal que dos hermanas compartan el mismo nombre. Y cuando escribo esto me doy cuenta de que ninguno de mis dos nombres es sólo mío, que desde la misma cuna mi identidad descansaba en un préstamo.
Seguro que en Madrid debe de haber más de una y de dos iglesias dedicadas a la Virgen de la Asunción. Me estoy pensando si localizarlas e ir a hacer un rosario, pero yo no tengo fe. Ni tampoco la más remota idea de cómo se reza un rosario.