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23 de octubre.

La han cambiado de planta. Ayer por la tarde un médico muy amable se sentó con nosotros y nos dijo, textualmente, que se trataba de una «situación dramática». Creo que fue la primera vez que me di cuenta de la gravedad del asunto, pues hasta aquel momento mantenía intacta mi fe en que las cosas se arreglarían.

Virginia Woolf, que no podía o no quería aceptar que el tifus le había arrebatado a su hermano, ideó una extraña estratagema para negarse la brutal realidad. En sus cartas a su amiga y antigua mentora Violet, que también se encontraba enferma, urdió una fantasía según la cual Thoby continuaba recuperándose y su salud se restablecía. Durante un mes envió cartas aderezadas con informes médicos y detalles esperanzadores, y sólo puso fin a aquellas imaginativas notas cuando Violet descubrió por fin la verdad en una nota del periódico. Finalmente ingresaron a la joven Virginia en una casa de reposo víctima de una crisis nerviosa, la primera de la larga serie que padeció a lo largo de su vida. Entiendo perfectamente su reacción, porque durante un tiempo estuve obsesionada con Virginia y leí primero todas sus novelas y después amplié otras obras hasta devorar todo lo que se había escrito sobre ella (o al menos todo lo que yo pude encontrar), desde biografías a estudios críticos. Además, yo también siento ahora la tentación de desviarme de este diario y escribirte una carta distinta, una carta redactada desde un universo paralelo en el que tu abuela esté en su casa, en su sillón, hojeando una revista y refunfuñando como de costumbre. Me siento incapaz de decir nada sobre su enfermedad aquí. Ése siempre ha sido uno de mis principales recursos de defensa: si algo me duele mucho, no hablo sobre ello. No soy de las que llama a los amigos buscando consuelo. Muy al contrario, si me encuentro mal prefiero que los demás me hablen de sus cosas. Por otra parte, ¿qué hace un escritor más que construirse una realidad alternativa para huir de la presente? (Y en la categoría de «escritor» incluyo también a las novelistas inéditas y a las periodistas con ínfulas.)

Hacía mucho que no pasaba tanto tiempo con mis hermanas y mi hermano, tus tíos, con los que tuve que compartir la larga noche del sábado en la sala de espera. Ninguno acaba de entender por qué te llamé Amanda. Demasiado «antiguo» según Laureta; o «pretencioso» según Vicente, o «raro» según Asun. Asun habría querido un nombre más normal, de los de toda la vida, tipo Cristina o Elena o María; Laureta uno de los que salen en las revistas, Alba, Cayetana, Inés o Alejandra; y Vicente… Vicente no habría pensado en ello siquiera, pero ahora que ya tienes uno se apresura a dejar claro que ése no le gusta. Desde el embarazo estuvieron intentando convencerme de que renunciara a la idea de llamarte así. El caso es que, desde que yo recuerdo, mis hermanos nunca han aprobado nada que yo haga, así que tampoco resultaba muy sorprendente que no les gustara tu nombre. Podría haber elegido cualquier otro y lo más probable es que también le hubiesen puesto pegas. Pero sus críticas me afectaron y, a mi pesar, empecé a pensar en cambiarte el nombre que era tuyo por derecho, porque ya lo llevabas antes de nacer, antes incluso de ser concebida, en cualquier sentido, cuando no eras ni embrión y ni siquiera concepto, apenas una posible bendición futura imaginada en la cabeza de tu madre, que cuando todavía escuchaba a The Cure y a Bauhaus solía tararear, para pasmo de Tania y escándalo de Sonia, una canción de Víctor Jara que le encantaba y que decía: «Te recuerdo Amanda, la calle mojada, corriendo a la fábrica donde trabajaba Manuel, Manuel, Manuel, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo, no importaba nada, ibas a encontrarte con él, con él, con él, son cinco minutos, la vida es eterna, en cinco minutos suena la sirena de vuelta al trabajo y tú caminando lo iluminas todo, los cinco minutos te hacen florecer.»

Evidentemente aquella canción no la escuché por primera vez en casa, que en mi casa había discos de Gardel (tía Reme, ya sabes, y, por contagio, mi madre) o de Serrat (Asun), o de Leonard Cohen (Laureta) o de Genesis (Vicente) o de Wagner (mi padre), pero de Víctor Jara nunca hubo nada. No te devanes la cabeza que te lo aclaro, aunque debiera ser fácil de adivinar: la canción me la descubrió José Merlo, quien, siempre innovador a la hora de proponer textos para comentarios (ya he dicho que él era un profe de los de progresía y buena onda), nos la puso un día en clase en un radiocasete cascado que había traído de su propia casa y en el que el tema se oía con un siseo de fondo, como de reverberación de película antigua, que hacía que la voz del chileno tuviese un deje cascado y abatido que más le hubiera convenido al tango que a la canción protesta. Fue José Merlo el que nos contó que cuando Víctor Jara se enteró de que su hija era diabética escribió esta canción para su esposa y su niña, que compartían el mismo nombre. La imagen de una mujer corriendo bajo la lluvia sólo para poder ver a su marido escasos cinco minutos sugería un amor tan entregado que conmovía al mismísimo Merlo, al que dudo que las historias de amor heterosexuales conmovieran demasiado. Cuando nuestro profesor nos explicó que aquel ritornelo, la vida es eterna, sugería en la letra de la canción la conexión entre la madre y la hija, decidí, recién cumplidos los diecisiete años, que mi hija se llamaría Amanda, por mucho que Víctor Jara, definitivamente, no estuviera de moda, y fuera aún peor visto que Los Secretos entre la pandillita de modernos de pro que llevábamos muñequeras de pinchos, fantaseando en mi yo más íntimo con una hija fruto del amor del mismísimo profesor que nos hizo escuchar aquel tema a dos Amandas dedicado. Y más tarde, ya en la facultad, me ratifiqué en mi decisión, porque amanda, en latín, es la forma gerundiva dativa femenina del verbo amar, es decir, que amanda significa «para ser amada». Pero lo que me acabó de convencer a la hora de darte tu nombre fue enterarme de que no se conoce ninguna santa Amanda, de forma que así podría seguir una antigua tradición familiar, y es que mi bisabuelo, el abuelo de mi madre, que era ateo y masón, llamó a sus tres hijas Palmira, Flora y Sabina, nombres romanos y no de santas, pues no quería que ninguna de ellas pasase por la pila bautismal o tuviera nada que ver con el santoral católico, y a mí siempre me encantó aquella idea, y me ha hecho ilusión recuperarla y darte un nombre pagano que explica que tu madre te concibió en abstracto y en concreto, como concepto y embrión, para amarte.

Porque al pensarte te di forma y al nombrarte te creé: tú eres mi logoi.

No debieran afectarme las pegas familiares, tendría que estar acostumbrada a ellas, tendría que tener asumido que nunca les gustará la ropa que visto, los libros que leo, la gente que frecuento, tendría que entender de una vez que cada familia es como una compañía de teatro en la que los roles se reparten, que la unidad familiar depende en parte de que cada uno cumpla el papel adjudicado y así Vicente tiene que ser el galán, Laureta la primera actriz, Asun la actriz de reparto y Eva -la desastre, gorda, inmadura e histérica- la cómica. Pero como a veces se me olvida esta verdad creí que las críticas iban en serio y pensé en algún momento en darte el nombre de Eva para que fueras la tercera de la familia que lo llevaras (tu abuela, tu madre y tú). Pero tu padre seguía empeñado en que fueras Amanda pese a que yo, no él, hubiera elegido el nombre.

Y elegí Amanda porque al nombrarte quería crearte, y crearte distinta a mí. Mi Otra. Una Otra que machacara por fin a aquella primera Otra que me consumía. Una Otra luminosa, invencible.

Tenías que ser distinta, no podías ser como yo, y por eso, aunque a punto estuviste de ser Eva, te quedaste con Amanda, porque así había de ser y por sugerencia (no me atrevo a escribir imposición) de tu padre -que no estaba acostumbrado a acatar decisiones o aceptar indicaciones de nadie, y mucho menos de una familia que no era la suya, ni siquiera por matrimonio puesto que conmigo no se ha casado- y, desde luego, porque siempre te habíamos llamado Amanda, desde que supimos que existías como embrión, pese a que mis hermanos pusieran el grito en el cielo y aseguraran que nadie sabría pronunciar tu nombre y que todos los niños se meterían contigo en el patio del colegio. Cuando se lo comenté a Paz me aconsejó que si tal cosa sucediera, te enseñase a decir: «Voy a llamar a mi tita Paz y te pondrá una demanda por acoso que te vas a cagar.»

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