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Te quedaste con Amanda y no fuiste Eva, y las gracias sean dadas a tu padre, porque Eva es nombre de suplantadora, porque es la sumisa que le quitó su puesto a la primera esposa, a aquella Lilith que no nació de la costilla de Adán, la que fue creada a la vez que su compañero y modelada a partir del mismo barro, a aquella Lilith que exigió copular a horcajadas sobre su pareja, a aquella Lilith a la que un Dios padre masculino y vengativo expulsó del Paraíso (un Dios también suplantador que le había robado el puesto a Elohim, el creador/creatriz que no tenía género, que era a la vez Él y Ella pero que en la segunda versión del Génesis fue sustituido porque algún escribiente, varón, decidió que el Creador era padre y no madre, y que a Lilith mejor la echaban no sólo del Paraíso sino también del libro) y que fue burdamente reemplazada por una Eva segundona de Adán, una Eva como la que no te llamas, porque tú nunca vas a ser una segundona y porque dice Alejandro Jodorowsky que trae mala suerte llamar a los hijos como a los padres, que así nunca desarrollan personalidad propia. Debe de tener razón, mira si no cómo salí yo, siempre intentando a la desesperada averiguar quién soy, en permanente búsqueda de una identidad que desde el principio me fue negada pues ni mi propio nombre tenía: nunca fui Eva en mi casa, siempre Evita, siempre niña incluso cuando dejé de serlo, una niña que seré siempre para ellos hasta que muera.

Seguía tu tío insistiendo, entre calada y calada de su purito -haciendo caso omiso al cartel de «No fumar» que colgaba bien visible en la pared frente a nuestro banco-, en que a los niños hay que ponerles nombres de toda la vida y no inventos sudamericanos. De todas formas, poco nos importa que tu tío conozca o no la etimología de tu nombre porque dudo mucho que vayas a tener demasiada relación con él en un futuro. Y es que tu tío Vicente, tu narilargo y estiradísimo tío Vicente, no es precisamente el mejor amigo de tu madre. Está dotado de una visión muy peculiar del mundo según la cual éste se divide en dos partes: una, Vicente Agulló Benayas; la otra, los demás. Eso sí, con la particularidad de que la segunda debe girar siempre alrededor de la primera. Por eso a tu formalísimo, organizadísimo, correctísimo y perfectísimo tío Vicente le molesta muchíiiisimo tener un caos de hermana pequeña como la que tiene, porque no logra encajarla en ninguno de esos dos segmentos.

Lo cierto es que, si como embrión te llamábamos Amanda, curiosamente ahora, en casa, en tu casa, esa que habitamos tu padre, el perro, tú y yo, nunca te llamamos por tu nombre. Eres siempre «la nena», quizá porque ahora que por fin te vemos nos pareces tan minúscula que aún no te hacemos con nombre de mujer. (Y entiendo por fin por qué nuestra amiga de Marbella se quedó con el nombre de Nenuca, porque como sigamos a este paso, Nena vasa llamarte el resto de tu vida.) Quizá respondemos a un mandato latente del inconsciente colectivo que nos ata a otros mundos dentro de éste, a organizaciones distintas, más sabias que la nuestra, porque he leído que en muchas culturas no se los nombra a los niños hasta que tienen tres meses. En Bali, por ejemplo, los bebés no pisan tierra firme hasta pasado el primer trimestre porque están siempre en brazos o colgando de las hamacas-cuna, ya que los balineses creen que los recién nacidos no pertenecen a la Tierra puesto que son hijos de los dioses. Sólo transcurrido ese tiempo se les da de beber a las criaturas su primer sorbo de agua y se les impone nombre en una ceremonia ritual. Quizá a los tres meses, cuando por fin puedas enfocar objetos, girar la cabeza, sonreír, susurrar y responder con gruñidos a mi voz, empezaré a llamarte por tu nombre. Y al nombrarte te crearé de nuevo, y dejarás de ser un bebé para ser una niña en miniatura cuando vuelvas la cabeza para sonreírme.

Otro e-mail que te transcribo:

«Pasé por algo parecido con mi padre, así que entiendo perfectamente cómo te sientes, con la diferencia de que yo no tenía que hacerme cargo de un bebé, que debe de hacer las cosas más agotadoras todavía. Llámame para lo que necesites.

Paz»

Tiene razón, un bebé agota. Pero ayuda muchísimo. Me acuerdo que cuando mi hermana Laura -la linda Laureta, la joya oriental- se separó de su primer marido, me contaba que no tenía tiempo para deprimirse, porque al llegar a casa tenía que ocuparse de que los niños merendaran, cenaran y se bañaran -o más bien de supervisar que su niñera lo hiciera diligentemente-, de leerles el cuento antes de acostarse y, sobre todo, de que no la viesen triste. Y a base de fingir alegría acababa por sentirla, que es lo mismo que de pequeños nos decían las monjas en las catequesis de la parroquia: «Lleva una sonrisa en la cara y acabará sonriendo el corazón.»

Es cursi, pero es verdad. Si no te tuviera a ti llegaría a casa y acabaría bebiendo, o tomando tranquilizantes o entonteciéndome con la tele o tirada en la cama sin poder moverme, víctima de un paralizante ataque de autocompasión. Pero tengo que darte el biberón y acunarte y cantarte, y no necesito forzar la sonrisa, porque verte me hace sonreír de verdad. Otra vez cursi, otra vez verdad. Como dice tu padre, eres Prozac natural.

Ocuparse de ti me hace feliz no sólo por la oxitocina o el efecto Bambi o porque estés diseñada para gustar. También porque está demostrado que proporcionar felicidad o consuelo a alguien también hace feliz a quien lo ofrece. Por eso sobrevive la especie, dicen, porque si estuviéramos programados para aniquilarnos los unos a los otros, no habríamos durado ni tres generaciones. Estamos diseñados -imperativo del Plan Divino o de los genes- para tomar parte en juegos de resultado positivo, aquellos en los que todos los jugadores salen ganando algo, mientras que los de resultado negativo son aquellos en los que uno sólo puede ganar algo si el otro lo pierde, de forma que cuantos más juegos de resultado positivo haya en una cultura, más posibilidades tiene ésta de prosperar, y por eso nuestra especie está diseñada para desarrollar estrategias de juego positivo, para moverse por empatía.

O eso dicen los antropólogos, aunque miro a mi alrededor y empiezo a dudarlo seriamente.

El hospital, por ejemplo, está colapsado, y no me atrevo a quejarme de lo antipáticas que son algunas enfermeras, que lo son, porque me doy cuenta de que soportan un estrés tremendo. En la sala de espera de urgencias hay diseminadas unas fotocopias que dicen: «Nos faltan médicos, enfermeros y asistentes sanitarios. No podemos atenderle como se merece porque la Administración nos niega el dinero para contratar más personal. Por favor, si no se siente bien tratado, eleve una queja a las autoridades competentes.» Pero ¿qué país es este que escatima recursos al presupuesto de sanidad y se gasta una millonada enviando soldados a Irak? Un país que considera normal regalarle trescientos millones de euros a Bush para que pueda seguir jugando a soldaditos. Y lo peor es que parte de ese dinero lo he pagado yo, con mis impuestos.

No me creo una palabra de lo que digan los antropólogos: lo divino siempre me ha sido indiferente, y ahora empiezo a despreciar lo humano.

La misma mañana del día en que ingresaron a tu abuela hablaba yo en la mesa de la cocina con tu padre sobre la conveniencia de parir más hijos que siguieran haciéndonos sentir útiles e importantes. Yo, en principio, pensaba que contigo bastaba y sobraba, y tu padre se mostraba de acuerdo por más que a los dos nos vuelvan locos los niños en general y tú en particular. Pero después de lo mal que lo pasamos ambos durante mi embarazo, a ninguno nos quedaban ganas de repetir la experiencia. Yo le aseguré que, siguiera con él o no, probablemente adoptaría otro niño en el futuro por varias razones. Una, porque me gustan los niños. Dos, porque ya que tú has tenido la inmensa suerte de venir a nacer en un país en el que hay agua corriente, electricidad y vacunas, casi me siento obligada a darle la misma oportunidad a un niño que haya nacido sin ella. Tercero, porque te llevo los años que te llevo, y si de mayor te toca vivir con una madre enferma que te haga perder dos terceras partes de tu tiempo tratando con médicos, prefiero que tengas alguien con quien compartir la preocupación o las guardias en el hospital. Espero que te hayas dado cuenta de que no cito aquí el manido argumento de la soledad del hijo único. Porque yo, de pequeña, quería ser hija única. Sentía una envidia tremenda por las niñas a las que los Reyes Magos colmaban de regalos, niñas que dormían en cuarto propio, que no tenían que heredar la ropa de sus hermanas, que no temían los coscorrones de su hermano mayor, que no se veían obligadas a hacer turnos para el cuarto de baño ni a contar los buñuelos de la bandeja para averiguar a cuántos se tocaba exactamente por cabeza ni a pelearse con uñas y dientes para defender su ración (pelea que en cualquier caso casi nunca se ganaba, pues siempre acababa algún hermano mayor comiendo un buñuelo de más). Niñas que no crecían sintiéndose inferiores y poca cosa a la sombra de unos hermanos que siempre eran más fuertes, corrían más rápido, hablaban más alto y escupían más lejos. Y a la sombra también, en mi caso, de unas hermanas unidas por una relación matemática y exacta que me excluía de su habitación y de sus juegos. Además, estoy por leer el estudio que me pruebe que los hijos únicos crecen siendo más asociales o depresivos que los demás.

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