6 de octubre.
Mi vecina Elena (la misma que vomitó el Ovoplex y que detecta en los catálogos las tripas retocadas con aerógrafo) me contó que cuando quería barrer la casa no le quedaba otro remedio que colgarse a Anita de la mochila de paseo porque si la dejaba en la cuna o en el cuco no paraba de llorar. Ahora mismo, por cierto, has cerrado los ojos y esbozado una sonrisa de profunda satisfacción sin que te preocupe lo más mínimo la escoliosis que me estás causando (o que más bien estás agravando, porque ya me la había causado antes el embarazo y mi consiguiente transformación de chica tetona en monstruo de feria). Y sí, sonríes, sonríes desde que naciste.
Sonríes por mucho que la gente se empeñe en repetir -presuntamente cargada de razón- que los bebés sólo pueden sonreír a partir de las seis semanas, según afirman los médicos y los psicólogos.
Tú sonríes cuando estás tranquila o cuando te despiertas y me ves, momento en que me dedicas un festival de guiños y balbuceos, supongo que para hacerte perdonar los lloros con los que arremeterás más tarde. Pareces encantada y aliviadísima al comprobar que no he desaparecido por la noche. Debe de darte mucho miedo perderme, porque tu padre asegura que cuando dormimos siempre estás agarrada a un rizo de mi pelo o tocándome la cara para comprobar que sigo ahí. (Sí, duermes en mi cama, práctica radicalmente desaconsejada por el inevitable doctor que escribe libros, pero después de despertarte a las tres de la mañana te niegas en rotundo a volver a tu cuna, y no estoy yo a esas horas como para intentar hacer entrar en razón a un bebé, así que te acuesto conmigo, única forma de que aguantemos las dos tranquilas hasta las siete.)
A los que dicen que no puedes sonreír (a los de antes) les respondo con estos dos argumentos: el primero, que si puedes llorar y hacer pucheros no veo por qué no vas a poder sonreír, si al fin y al cabo el mismo esfuerzo supone curvar las comisuras de los labios hacia arriba que hacia abajo. Y el segundo, que hace poco un científico inglés probó, gracias a las ecografías de última generación, que los bebés sonríen ya en el vientre de su madre, con lo cual resulta evidente que la sonrisa es un gesto innato y no un reflejo aprendido, hecho que de todas formas ya se daba por sabido porque los bebés ciegos sonríen. Además, hace nada unos japoneses probaron también que los fetos de cuatro semanas ya tienen actividad cerebral y responden a estímulos externos (lo vi hace muy poco en el telediario). Es como cuando, por fin, la ciencia médica reconoció que los fetos pueden comunicarse con la madre desde el útero después de siglos de hacer oídos sordos a todas las madres que afirmaban lo evidente: que el niño respondía tranquilizándose si ellas le hablaban o pegando patadas si ellas lloraban, error médico producto de una sociedad machista que prefería hacer caso a doctores varones que nunca han estado embarazados antes que a mujeres que sí sabían de lo que hablaban. El silencio de unas afirma las causas de otros.
Y así acabó una relación que había durado cuatro años y que apenas me dejó nada, ni huellas, ni pisadas tras de sí. En la distancia, ahora, parece como si se tratase de una historia que le sucedió a otra, algo leído en una novela barata, un enredo tonto y predecible alrededor de una mujercita boba y sufridora de las que suelen protagonizar los telefilmes de sobremesa.
Miento, algo dejó aquella historia: un miedo terrible a volver a amar, indeleble veneno de experiencias pasadas.
Aquel problema en particular, el que tenía nombre de varón, había acabado, pero eso no quería decir que mi vida estuviera libre de problemas. Sólo acudí una vez al grupo de apoyo de maltratadas que el profesor me había recomendado, y no tuve valor para decir qué me había llevado allí, una vez más me excusé en la presunta labor de documentación para un futuro libro (Maltratadas: el retorno, supongo). Las historias que escuché eran tan parecidas a la mía que casi daban miedo. Hombres que bebían mucho, que negaban abiertamente los ataques utilizando este mecanismo de luz de gas para que su mujer acabara pensando que era ella la que estaba loca; hombres que atribuían a su mujer la responsabilidad de sus propias conductas; hombres que nunca escuchaban, que no daban cuentas, que no respondían a las preguntas, que manipulaban las palabras de su mujer y las usaban contra ella misma, echándoselas a la cara en las discusiones como armas arrojadizas; hombres que no expresaban sentimientos ni respetaban los ajenos; hombres que nunca ofrecían apoyo en momentos de crisis; hombres que recurrían en los conflictos a los comentarios degradantes, a los insultos, a las burlas o a las humillaciones; hombres con los que cualquier intercambio de opiniones degeneraba en una pelea mayúscula pues no permitían que nadie les llevara la contraria; hombres que insistían en considerar a su mujer desequilibrada, estúpida o inútil excepto cuando ella estaba a punto de dejarlos, momento en que parecían olvidar lo poco que la valoraban; hombres que un día las miraban con desprecio y las culpaban de todos sus males para considerarlas al siguiente sus únicas razones de vivir, y vuelta a empezar después, adorándolas y odiándolas alternativamente, en un continuo subeybaja emocional que las dejaba desconcertadas e indefensas, incapaces de reaccionar ante los insultos y las amenazas; hombres siempre celosos, que nunca ofrecían explicaciones de sus actos, que se hacían las víctimas en público asegurando que eran ellas las celosas, las posesivas, las agresivas, las histéricas; hombres cuyo control estaba siempre justificado por las buenas intenciones y mujeres que siempre acababan por justificarlos y que aseguraban que, a pesar de todo, seguían queriéndolos. Exactamente igual que yo. Pero no, yo no era una maltratada, a mí nunca me habían pegado, yo no era una maltratada.
7 de octubre.
Esta mañana el efecto sedante de la oxitocina brilló por su ausencia y casi me entra un ataque de nervios. Y esto me pasa por soberbia. Cuando vino a casa Elena, la vecina, a traer el saco de ropa que has heredado de Anita, estuvo hojeando el libro Vamos a ser padres, que es una de las doce (sí, doce) obras sobre embarazo que devoré mientras te llevaba dentro, y entonces leyó en voz alta un párrafo que venía a decir que casi todas las mujeres experimentaban depresión posparto, aunque a unas les duraba un día y a otras una semana. Y yo fui tan estúpida como para pavonearme de que no había tenido depresión posparto ni parecía que la fuera a tener. Pues bien, esta mañana, en el mismo momento en que estaba ordenando la ropa que Elena ha traído, me he encontrado de pronto pegándole gritos a tu padre por una estupidez tan grande como que no encontraba el conector del teléfono (que se había llevado mi amiga por equivocación, como descubriría más tarde) y de pronto me puse a llorar a moco tendido y a berrido limpio porque a mi alrededor todo está hecho un asco y porque me siento incapaz de ocuparme a la vez de poner orden en la casa, en tus horarios, en el correo y en todas las facturas que me esperan acumuladas sobre mi mesa de trabajo, y porque debo una pasta a Hacienda, y porque al paso que vamos tú vas a acabar heredando mi hipoteca y no sé cómo demonios voy a poder pagarla, y porque estoy cansada, y porque me duele mucho todo el cuerpo, y porque quiero una niña que no pida estar todo el día en brazos y un compañero con un trabajo y unos ingresos, que no me deje sola cada mañana contigo porque se marcha a un curso de español, y porque tú, al verme llorar, te pusiste a berrear también, y porque aquello había derivado en un pandemónium atronador de berridos. Así que te dejé en brazos de tu padre y me fui a llorar a mi cuarto. Y lo que me avergüenza reconocer aquí es que llegué a tener celos de ti, porque tu padre se dedicó a intentar consolar tu llanto y no el mío. Lo mismo que hizo en el paritorio: cuando por fin saliste, después de que yo me hubiera tirado mis buenas veinte horas dilatando, se fue inmediatamente tras de ti, con el pediatra y la comadrona, y no me hizo maldito el caso. Ni felicitaciones, ni loas ni alabanzas por el valor demostrado, ni siquiera una sonrisa de comprensión y apoyo. Desapareció en tu estela, hechizado como una rata tras el flautista de Hamelín.