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11 de octubre.

No tienes gripe, ni faringitis, ni fiebre, ni nada. Te quejabas de puro vicio.

No sé dónde leí que existen dos tipos de madres: las que están hechas polvo y son conscientes de ello y las que lo están pero no lo saben. Ayer el médico le dio un nombre técnico a mi nube negra: «faringitis viral aguda». Te aseguro que en el camino de vuelta de la consulta tenía un ataque de depresión muy serio y no hacía más que pensar en todas las fiestas a las que ya no podría ir, todos los hombres a los que no podría seducir, todos los países a los que no viajaría… De ahí a decidir que soy un fracaso como amante, como madre y como escritora, sólo hay un paso. Intenté con todas mis fuerzas repetirme el mantra que suele funcionar en estos casos: «Concéntrate en lo que tienes y nunca en lo que no tienes.» Pero cuando lo que tienes es fiebre, dolor en las articulaciones, la nariz congestionada por un aluvión de mocos, una especie de nudo de alambre de espino en la garganta y una sensación rara en el estómago, como si te hubieras tragado una docena de sapos, casi es mejor pensar en lo que no tienes. Sí, podría haberme concentrado en lo que tengo: una niña muy guapa, muy sana y que sabe sonreír por mucho que la ciencia médica se empeñe en afirmar que no puede, pero, como de mayor descubrirás, tu madre es un poco tendente a anegarse en un pozo de autocompasión a la mínima, sobre todo cuando está cansada o enferma. En eso es muy masculina.

Ya te he dicho que la bruja que luego se esfumó acertó en sus predicciones, pero ahora voy a explicarte cómo se cumplieron una a una:

Respecto a lo que dijo de unas reformas en mi casa, resulta que durante casi dos semanas el cielo de Madrid estuvo llorando agua en cataratas con sincrónicos susurros cantarinos, y al cabo la lluvia se filtró desde el suelo de la terraza hasta el techo del vecino, que acabó decorado con una extensísima mancha de humedad. Hubo que levantar el suelo para cambiar las prehistóricas y picadísimas tuberías de plomo, y la rehabilitación, que en principio tenía que durar dos semanas, se alargaba y se alargaba como casi todas las reformas, por razones de todos los colores, y aquello amenazaba con durar más que las obras de El Escorial.

La historia del juicio es larga y merecería por sí misma una novela, o al menos daría para una en lo que a extensión e intriga se refiere y no sé cómo me las voy a arreglar para resumírtela en unas pocas páginas. Pero, en fin, ahí va:

Estábamos en que yo me acababa de separar del presunto maltratador psicológico, y más o menos por ese tiempo Enganchadas estaba recién publicada y aún no había agotado su primera edición, es más, nadie sospechaba siquiera que tamaña hazaña pudiera lograrse, algo que se consiguió mucho más tarde, al menos un año y medio después, cuando yo ya estaba embarazada de ti. Pues en ese tiempo aún anónimo y libre me llamó David Muñoz. Pero antes tal vez deba explicarte qué había sido de él: dejó colgada la carrera de Empresariales en tercero tras suspender cinco asignaturas de seis (creo que el único aprobado se debió a que un profesor se colgó tanto de él como José Merlo en su día) y estaba hecho un lío con su vida, sin saber por dónde tirar, así que para sacarse unas pelas se apuntó a una agencia de figuración, de esas que contratan público para los programas de televisión, y acabó saliendo en «La Quinta Marcha» haciendo el mono detrás de Penélope Cruz. Pues bien, como estaba tan bueno, el director del programa (víctima fulminante de idéntico flechazo al que sufrieran en su día José Merlo y el profesor de Dirección Financiera) se fijó en él, le dio un papelillo en la serie juvenil «Al salir de clase» y, encantado con la fotogenia y naturalidad del chaval, le recomendó que hiciera un curso en la escuela de interpretación de Cristina Rota. El caso es que pese a que la argentina le dijera en su día que ni tenía madera de actor ni la tendría nunca, el chico había acabado haciendo carrera en la tele, y para cuando me llamó llevaba ya dos años trabajando en «Los Arenales», una serie de televisión que giraba alrededor de los sosos y predecibles avatares de una familia feliz y bien avenida que vivía en un chalet que para sí lo quisiera un ministro y cuyos integrantes se pasaban el día en la cocina, más que nada para que pudiesen verse bien los tetrabrik de leche, los paquetes de cereales y los botes de cacao en polvo de las marcas de alimentación que patrocinaban aquella serie blanca y familiar dirigida a todos los públicos e inventada y gestionada por una productora muy conservadora. Se suponía que todos los actores protagonistas tenían que ofrecer una imagen irreprochable, pero muy en particular David, quien, a pesar de tener los treinta más que cumplidos, interpretaba el papel del hijo veinteañero, gracias al cual había conseguido un éxito arrasador y un más que nutrido club de fans. Su fama llegó a tal punto que acabó convirtiéndose en la estrella del culebrón y en el actor mejor pagado del elenco. Tanto la productora como su representante le habían dejado muy claro a la firma de la renovación del contrato que esperaban de él que se mantuviera a la altura de la filosofía familiar del programa y que no diera escándalos de ningún tipo.

Pues el escándalo lo dio, y mayúsculo, cuando su foto apareció en la portada de la revista Cita. Mejor dicho, más bien en una esquina, puesto que la portada lo ocupa cada semana, desde su primer número, la foto de una chica estupenda ligerita de ropa (generalmente aspirante a actriz o concursante de algún programa de telerrealidad) que promete un desnudo de la susodicha starlette en páginas interiores. Pues bien, en esa esquina en cuestión había una foto de mi ex compañero de clase bajo un titular que decía: «David Muñoz, ¡enganchado!»

Lo peor de todo es que en la foto David no estaba solo.

12 de octubre.

Como si quisieras compensarme por mis males, esta noche has sido buena como tú sola y apenas has llorado, igual que en tus mejores tiempos. Es más, esta mañana incluso te dignas a dormir a mi lado en tu cuco sin necesidad de que te coja en brazos ni nada, apoyando la cabeza en la manita como si estuvieras pensando en algo muy serio. Eso sí, tengo que estar ahí. Es matemático: se te deja durmiendo en cualquier parte, sea el cuco, encima de la cama, el cochecito e incluso el sillón, y ahí te quedas tan pancha, durante horas, siempre y cuando yo esté cerca. Pero supongamos que me ausento más de cinco minutos para ir a picar algo a la nevera. Entonces, no sé cómo, te enteras de que no estoy y arrancas a llorar según el procedimiento habitual: primero el gemidito interrogante, de aviso, que va in crescendo y que degenera, si no aparezco a consolarte, en berridos desgañitados que me hacen temer que los vecinos me denuncien por maltrato infantil. Pero ¿por qué lloras? ¿Porque abres los ojos y no me ves? En realidad es imposible que me veas, o al menos no a tanta distancia, ya que se supone que sólo diferencias los objetos cuando los tienes a treinta centímetros. ¿O acaso lloras porque no me oyes? Puede que eches de menos los ruidos del teclado, pero lo cierto es que a veces estoy leyendo sin hacer el más mínimo ruido y entonces no te quejas. También cabría la posibilidad de que disfrutaras de un sentido del olfato hiperdesarrollado o de un radar de murciélago que te permita captarme… En fin, el caso es que sólo duermes si estoy a tu lado. Una cuestión de supervivencia, supongo, porque un bebé que aún no ha cumplido el mes tiene muy pocas posibilidades de salir adelante si le dejan solo y no vuelven a por él.

Una pena no tener a mano uno de mis libros favoritos para explicar tu constante lloriqueo desde un punto de vista racional o científico. Es lo que pasa cuando una ha hecho casi quince mudanzas en diez años: que se hace budista zen por necesidad y aprende a prescindir de lo accesorio. Y no es que los libros fueran accesorios, pero no podía permitirme tener cientos de ejemplares e ir cargando con ellos de un lado a otro como un caracol con su concha, de manera que acababa por regalarlos con la convicción de que al menos harían tan feliz a otro como en su día me habían hecho a mí, autosugestión que atenuaba bastante el dolor de la pérdida. El libro que estoy echando de menos en este momento en particular se llama Estoy aquí, ¿dónde estás tú? y lo escribió el etólogo Konrad Lorenz, premio Nobel de Medicina 1973. Lo leí y releí innumerables veces desde los nueve años hasta los veintitantos, cuando lo regalé no recuerdo a qué afortunado mortal. (No me llames marisabidilla por leer libros de divulgación científica a tan temprana -tierna no era- edad. En mi descargo diré que el libro tenía unas ilustraciones preciosas y era muy divertido, aunque también es cierto que en casa mis hermanos, alucinados ante aquella cría que nunca salía a jugar a la calle porque prefería quedarse en casa leyendo todo lo que pillaba, lo mínimo que me llamaban era pedante, e incluso Laureta llegó a estar seriamente preocupada por mi salud mental, como me confesaría, o más bien me echaría en cara, años más tarde.) Creo que el libro está descatalogado en España, pero he visto en Amazon que existen un montón de ediciones sudamericanas y acabo de decidir que te lo compraré en cuanto seas mayor, aunque lo más probable es que me lo devuelvas asqueada por mis pretensiones de hacerte leer algo porque, como ya me advirtió Miguel Hermoso, los hijos acaban haciendo siempre lo que tú no quieres que hagan e interesándose especialmente por lo que a ti más te fastidie. Es lo que los psicólogos llaman «definición por oposición», razón por la que supongo que de mayor te harás torera, hincha del Real Madrid, skin, especuladora inmobiliaria o traficante de influencias.

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