El profesor resultó ser un chico joven poco mayor que yo, no el cincuentón con barba que había imaginado, y me vino a decir lo mismo que me había dicho mi amiga: que cortase inmediatamente aquella relación. Y añadió que, si podía, me uniera a un grupo de apoyo para mujeres maltratadas. Pero ni yo me veía como maltratada ni estaba segura de que la responsabilidad de todo lo que me pasaba no hubiera que atribuirla exclusivamente a mí, porque la culpa me desbordaba y me fluía en ríos de remordimiento, lágrimas y nostalgia de un pasado compartido que yo veía como mejor. Pero al fin y al cabo el que vive sin culpa muere sin historia, y la culpa es subjetiva, no se percibe su presencia sino su sentimiento, y de qué servía achacar responsabilidades o buscar culpables, me dijo el doctor, si lo importante, lo obvio, lo innegable, es que aquella relación se había estancado y ya empezaba a oler, que las posibilidades de hacerla avanzar se habían agotado hacía mucho, que ya no quedaba otra opción que expedir de una vez el certificado de defunción, y no arañar con ternura el cadáver, intentando rebañar los restos de lo que una vez fue, o no siquiera fue y sólo pudo haber sido. Y ahí sí que tuve que darle la razón.
4 de octubre.
No acabo de entender por qué, si tanto se han esforzado la naturaleza y la evolución en diseñarte de forma tan atrayente (tanta oxitocina, tanto efecto Bambi, tanto delinear hasta el milímetro la disposición de los rasgos faciales…), luego se han cargado el invento con la puñetera contrapartida esa de que cada tres horas haya que alimentarte, sacarte los gases y cambiarte el pañal. Desde luego, menudo demiurgo chapuzas.
En principio tu padre y yo habíamos acordado establecer un sistema de turnos, que no hemos cumplido porque entre nuestras virtudes no destaca, esencialmente, la de la organización (detalle que tendrás ocasión de descubrir en cuanto crezcas), y porque resulta imposible en la práctica que uno te atienda mientras el otro duerme, ya que el demiurgo evolutivo que tan ¿bien? te diseñó decidió que tu llanto se registrara en una frecuencia que el oído humano no puede ignorar, algo así como los silbatos de ultrasonidos para el adiestramiento canino, de forma que cada vez que lloras nos acabamos despertando los dos, con el resultado de que, por la mañana, estamos ambos muertos de cansancio e irritabilidad. Y eso que tú eres una niña de lo más buena, que pide educadamente su biberón con un ¿gueeeeé? interrogativo casi inaudible, que se traga toda la leche sin rechistar y se queda dormida casi en seguida, pero a pesar de eso te tomas tu buena media hora en beberte tus obligados sesenta mililitros, media hora que se extiende a veces hasta la hora entera, o más, si además resulta que hay que cambiarte el pañal.
Y a veces me siento tan agotada que todo el amor que siento por programación genética, subidón de oxitocina o lo que sea, parece disolverse como por ensalmo, y entonces me encuentro preguntándome quién diablos me encargó a mí meterme en semejante berenjenal, cuándo desaparecerá esta barriga fofa y abultada que me ha quedado como recuerdo del embarazo, si alguna vez volveré a salir o tener vida privada de algún tipo o a disfrutar de tiempo para escribir. Y me pregunto también si tal vez, de la misma manera que tú estás diseñada para enamorar, yo no estaré diseñada para vivir una vida normal, teniendo en cuenta que últimamente de cualquier grano de arena hago una montaña y que, más o menos, así me he sentido siempre durante toda la vida. Y si casi no soy capaz de cuidar de mí misma, ¿cómo voy a ser capaz de cuidar de un bebé?
Mi vecina Elena, esta chica que te ha traído kilos de ropa que vas a heredar de su hija Anita (la misma que nació como resultado de una noche de amor y de una indigestión), dice que a los bebés se los quiere por una pura cuestión marxista: la inversión que se hace en tiempo y dinero en ellos es tan grande que luego uno no puede permitirse despreciar el resultado. Hasta los afectos responden a la economía de mercado.
Habían pasado unas dos semanas desde la visita al profesor cuando un periodista se presentó en casa para hacerme una de las primeras entrevistas a propósito de Enganchadas, que se acababa de publicar y ni era todavía un éxito editorial ni nadie sospechaba remotamente que algún día llegara a serlo. Al terminar acabé invitándole a un café porque me di cuenta de que al pobre le había apetecido tan poco hacerme preguntas como a mí responderlas. Él lo había hecho por dinero, y yo por educación. Cuando desconectó la grabadora y se relajó, me explicó que, aparte de trabajar para el semanario en el que aparecería nuestra charla, escribía también en una revista sobre parapsicología, y no lo hacía por dinero, sino porque de verdad le interesaban los temas esotéricos. De ahí a contarme que sabía echar las cartas y ofrecerse a hacerme una tirada no mediaron tres sorbos de café. Yo, que siempre había oído que para que las cartas digan la verdad nunca debes pedir que te las lean, ni mucho menos pagar por que lo hagan, pues el lector debe ofrecerse él mismo a echarlas desinteresadamente, acepté la propuesta del periodista, más por curiosa que por crédula, y escuché cómo, según él, las cartas decían que estaba viviendo una relación que no me convenía pero que, a partir del mes de septiembre, el curso de aquella historia iba a llegar a una encrucijada porque una mujer morena iba a interferir para acabar con ella. Y a partir de septiembre, siempre según las cartas -o según quien las leía o decía leerlas-, me tocaría a mí decidir si seguir o no. Y si no quería seguir, me dijo, tendría que escribir con tinta negra el nombre de mi pareja en un papel blanco, enrollar acto seguido el papel y meterlo dentro de una botella, sellar ésta con cera negra y enterrarla después en un lugar por donde yo supiera que no iba a volver. Así le transferiría la historia y el amor a la mujer morena pues, según me explicó, no hay mejor magia para librarse de una relación de inconveniencia que pasársela a un tercero.
Sorprendentemente, me vino a decir lo mismo, aunque con distintas palabras y metáforas, claro, que el profesor tío segundo o lo que fuera de Consuelo, que me había asegurado que los maltratadores son codependientes, que necesitan a su víctima porque sólo humillando a una persona se sienten reforzados y compensan su complejo de inferioridad. Por eso no pueden estar solos. Y por eso casi nunca sueltan a una presa si no han encontrado otra con que sustituirla. Ya esa necesidad que se enciende en la entrepierna como una llamarada y que incendia la razón la llaman amor, y dicen muero de amor porque mueren de la urgencia de la piel de otro, de verse reflejados en los ojos de otro. Pero hablan de un amor hecho a su propia imagen, lo invocan con triste acento de suspiros y lágrimas pautado, y a quien quiera escucharles le dicen y repiten cuánto sufren, cuánto aman, porque se han convertido en ridículos espías de los pasos de otro, en implacables jueces que condenan sin pruebas, y es que no en vano al niño amor lo pintan ciego, que ya lo dijo Tirso de Molina, porque ve lo que quiere ver y lo que inventa, y a veces lo que se llama amor es desvarío. Desvarío y cadenas.
Efectivamente, antes del verano intervino una mujer morena y este hombre me dejó. Ya me había dejado muchas veces, pero en todas aquellas ocasiones yo le había perseguido para que volviera, convencida de que si lo hacía, si finalmente le tenía para mí sola y conseguía vivir con él para embarcarnos ambos en una relación «normal», me redimiría a sus ojos, a los míos y a los del mundo, y dejaría de ser la mala que él decía que era, la mala que yo creía ser y la mala por la que muchos de nuestros amigos comunes me tenían, siempre creyendo lo que él, hecho un mar de lágrimas, les contaba cuando se los encontraba de copas. Aquéllos eran los amigos que tomaban partido resuelta y alegremente por el ofensor para convencerse así de que, en realidad, en aquella historia no había ofensa ninguna y sí mucho teatro, y de que no estaban, por tanto, obligados a intervenir. El caso es que yo me había empapado de esa imagen de mí misma hasta tal punto que llegué a olvidar quién era realmente y, al no quererme en absoluto, no hacía otra cosa que sabotearme. Repetía de nuevo el viejo esquema: dentro de una, dos, y las dos enfrentadas.