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5 de octubre.

Olvídate de la oxitocina y del efecto Bambi y de todas esas puñetas. Hace un minuto me he estado planteando seriamente darte en adopción o hacerte beber una infusión a base de cogollos de la planta de marihuana que hay en la terraza (que creció casi por casualidad, sin que nadie se ocupara de ella, y con la que ahora no sabemos qué hacer, porque yo no tengo ni idea sobre recolección o procesamiento de las hojas o de los cogollos, y tu padre menos). Te has tirado toda la mañana llorando, y cuando ha quedado claro que no era ni porque quisieras comer (me has escupido la leche a la cara indignadísima), ni porque te faltara el chupete (que también me has escupido), ni porque tuvieras el pañal sucio, he descubierto que lo único que querías, pequeño bulto cagón y mimado, es que te tuviera en brazos, así que estoy escribiendo contigo encima, situación enormemente incómoda para mí pero que a ti parece encantarte, porque ahora estás calladita como una santa, mirando alternativamente a tu madre y al teclado con mucha atención, como si te estuvieras planteando seriamente la posibilidad de seguir, en un futuro, los pasos de la que te parió (visto lo visto, te lo desaconsejo de corazón).

Tengo un libro que me regalaron cuando me quedé embarazada en el que se afirma que en casos así no debería cogerte de ninguna de las maneras, que lo que tendría que hacer es dejarte llorar en tu cuna hasta que te callaras de puro agotamiento. Yeso mismo es lo que viene a decir también mi madre. Vale. Pero yo estoy segura de que el doctor que escribió tan sádico manual no se habrá sacado su flamante carrera de Medicina dedicándose precisamente a cuidar a bebés, y estoy segura también de que a sus propios niños los habrá cuidado o su señora o la chacha, porque a ver quién es el guapo que tiene corazón o estómago para dejar a un bebé de dieciséis días llorando desconsolado.

Yo no, desde luego. Primero, porque cuando lloras tus berridos se me cuelan en los tímpanos y amenazan con provocarme la peor jaqueca de mi vida. Segundo, porque me asaltan dudas sobre si no iré a provocarte un tremendo trauma infantil y de mayor seré yo la responsable de que te hayas convertido en una skinhead, una asesina en serie o una especuladora inmobiliaria. Lo digo porque he leído en otros libros, escritos por doctores que nada tienen que ver con el anterior, que los niños a los que se deja llorar sin proporcionarles consuelo aprenden que no pueden generar una respuesta de su medio ambiente, que a nadie le importan sus necesidades, que están solos frente al mundo. Parece ser que, según los estudios realizados por no sé qué universidad yanqui (estos estudios siempre los realizan las universidades yanquis, que son las que tienen presupuesto para gastárselo en martirizar a bebés), los niños que presentaban un mayor nivel de desarrollo cognitivo y socio-emocional tenían mamas muy reactivas, es decir, madres que respondían a la más mínima señal con la que sus hijos intentaran captar su atención.

O sea, que lo que para mi madre y para según qué doctores que creen saberlo todo sobre crianza de bebés es ser una exagerada y una histérica, para otros se llama ser reactiva. Y, si bien es cierto que la opinión de mi madre cuenta para mí más que la de un galeno que ni siquiera ha cuidado de sus hijos -no sólo porque madre no hay más que una, sino también porque mi madre sí ha criado cuatro retoños y lo ha hecho ella sola, sin ayuda de chacha o de cónyuge-, me consta que, por mucho que ella me diga que no te coja en brazos, no aplicaba la teoría con sus propios bebés, al menos conmigo, que era, según las crónicas familiares, un bebé berreón como el que más que se pasó los primeros años de su vida mecida por mi mamá primero y por tíos, tías, amigas y cualquier vecino que pasara por allí después. Ese bebé creció y se convirtió en tu madre, la madre que te escribe ahora, aprovechando esta media hora bendita en que ¡por fin! duermes como el bebé que eres.

Una noche de septiembre aquel amante, influido, según supe más tarde, por una mujer morena con la que por entonces tonteaba, me llamó para decir que lo nuestro se había acabado y que no quería verme más, afirmación hecha en el mismo tono y con las mismas o casi idénticas palabras con las que me había venido a decir lo mismo más o menos una vez al mes durante cuatro años. Así que, como más o menos una vez al mes durante cuatro años, me encontré en la barra de un bar de Lavapiés que llevaba y lleva aún el profético nombre de La Ventura, ahogando solitaria mis penas en alcohol cuando, como ocurría casi siempre más o menos una vez al mes durante cuatro años, se me pegó un individuo de esos que acuden como moscas a la miel en cuanto ven a una tía sin compañía bebiendo, por más que la susodicha les deje claro cien y ciento cincuenta veces que quiere seguir estando sola, sola y sola.

El tipo en cuestión llevaba una pinta que llamaba la atención incluso en aquel bar donde hasta el más extravagante aliño indumentario (que diría Machado) resultaba poco vistoso habida cuenta de la infinidad de crestas, pelos de colores, piercings, peinados rastas, minifaldas cinturón, maxifaldas jipiosas, pantalones de comando y monos de pintor que por allí se veían. Iba vestido con una especie de túnica bordada y llevaba una barba larguísima que inducía a elucubrar sobre cómo demonios podía comerse aquel señor, por ejemplo, un plato de espaguetis, aunque la verdad es que tenía aspecto de alimentarse sólo de zumos o de aire, de tan delgado como estaba. Se plantó a mi lado en la barra y acto seguido, interpretando como invitación a la conversación un gruñido emitido por mí que en realidad quería decir «déjame en paz», me largó un rollo incomprensible sobre el sentido de la vida, rollo que le aguanté sólo porque pensé que al menos se le veía tan concentrado en lo divino que no parecía muy factible que le diera por pasarse a lo terreno, y que mientras no intentara abalanzarse sobre mí, probablemente disuadiría con su presencia a otros que sí pudieran intentarlo. Y allí estábamos, él perorando sobre algo así como el Todo Cósmico que debe ser Todo lo que realmente es y del que nadie sino el Todo mismo puede comprender su ser y yo apurando copa tras copa sin molestarme siquiera en poner cara de que el tal Todo Cósmico o lo que fuera o dejara de ser me interesara poco o mucho, cuando en éstas, y sin venir a cuento, el tío rebusca en una especie de bolso que llevaba colgando y que era lo más parecido al jubón de Frodo Bolsón y extrae de él una especie de cajita redonda que brillaba, me coge la mano, me la abre hasta hacerme extender la palma, me pone allí la cajita y me dice: «Toma, para ti.» Y en ese momento se marcha sin decir más y sin darme tiempo siquiera a pedirle que pagase su zumo (claro que bebía zumo, ¿qué esperabas?), y es entonces cuando me fijo en la cajita, y al abrirla me doy cuenta de que lo que me ha regalado es una brújula.

A la mañana siguiente llamé al mismo periodista que me había leído las cartas para saber cuándo iba a salir mi entrevista publicada, y no sé cómo acabé por contarle la historia de la brújula. Él me dijo que sin duda aquello era una señal que significaba que yo había perdido el Norte y que debía encontrarlo de nuevo, y sus palabras me hicieron pensar que quizá me convendría tomar una bifurcación y dejar así de seguir la senda que me iban marcando los pasos de aquel hombre por el que estaba tan obsesionada.

Por cierto, desde entonces he vuelto miles de veces a La Ventura, pero no he visto al tipo raro de la barba y la túnica. Casi llegué a creer que había soñado ese encuentro, que no fue más que una alucinación de borrachera, pero aquí está la brújula sobre la mesa de mi estudio para confirmar con su presencia la realidad de la historia.

El caso es que tomé la decisión de no perseguir a aquel hombre, de no llamar, no presentarme en su casa, no enviarle cartas, no escribirle poemas, no extrañar el calor de sus manos, el olor de su cuerpo, el reflejo del mío en su mirada. Antaño, siempre que había recurrido a una de esas tácticas, él había vuelto a mi lado con la misma actitud de quien te hace un favor, de quien te salva la vida porque le das pena y porque si él no vuelve contigo te quedarás sola, ya que no vas a encontrar a otro que te aguante teniendo en cuenta lo loca que estás y lo mala persona que eres. Sin embargo esta vez no hice nada por recuperarle, más bien al contrario. ¿Cómo decía el tango? «De pie, sobre el más negro, el último peldaño que alcanza mi existencia, el más débil y oscuro, desde allí, con tristeza, contemplo tu partida y dejo que te vayas…» Y así, escribí su nombre con tinta negra en un trozo de pergamino, la caricia deseada, dos sábanas, dos piernas, lo enrollé, lo introduje en una botella, la sellé con la cera de una vela negra derretida para la ocasión, la metí en el bolso junto con un cucharón de sopa, el monedero y las llaves, lavé mis manos sucias en las tranquilas aguas de la esperanza buena, cogí el metro, quijotesca y absurda emprendí la cruzada, me bajé en la estación de Cuatro Vientos -a la que nunca regresé-, busqué un descampado, arrastrábamos juntos un pasado de ruinas, cavé un hondo agujero con ayuda del cucharón, enterré la botella, tu mente estuvo grávida de oscuros apetitos, y regresé a casa decidida a no volver a mencionar jamás, ni siquiera por escrito, el nombre de aquel hombre, el mismo que ya nadie lee en un papel encerrado en una botella enterrada en un descampado en la zona de Cuatro Vientos, y dejo que te vayas, y dejo que te vayas…

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