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Una vez acabados los interrogatorios (en realidad, un solo interrogatorio, el del camarero, puesto que a Consuelo no se le permitió declarar), las partes debieron hacer su alegato final, bastante previsible, por supuesto.

Paz sostuvo que la redacción y presentación del artículo afirmaba claramente que su representada (yo) había mantenido relaciones con un hombre casado con el que además había consumido drogas, y que por mucho que el reportaje nunca afirmase tajantemente ambas cosas, las daba a entender con tanta claridad como para no dar lugar a ninguna otra interpretación, y resultaba evidente que cualquier lector así lo entendería, pues si no no se explicaba por qué todos los medios que habían recogido la noticia de Cita afirmaban que el semanario había sorprendido a David Muñoz consumiendo drogas y siendo infiel a su mujer.

El abogado de la parte contraria volvió a repetir lo que decían en la contestación: que en el artículo nunca se afirmaba claramente nada, que simplemente la periodista había interpretado lo que las fotos sugerían, y que lo que las fotos mostraban era a una pareja abrazada y en evidente estado de estupor o desorientación.

Finalmente, un hombre vestido de gris que había permanecido sentado al lado del abogado de la parte contraria y en quien yo no había reparado en todo el tiempo que duró la vista se levantó y, en tono monocorde, vino a repetir uno por uno los argumentos que ya había expresado el representante de la revista. En otras palabras, que los lectores eran tontos y que qué culpa tenía Cita de que lo fueran.

Pues bien, ese señor era el fiscal. Y en España, le corresponde al Ministerio Fiscal promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales, y procurar ante éstos la satisfacción del interés social. Esto es, que lo que aquel señor acababa de hacer era expresar su opinión, teóricamente independiente, sobre lo que había visto en el juicio, opinión que la señora jueza estaba obligada a tener en cuenta.

21 de octubre.

Tu tía Sonia (Sonia la guionista, también conocida como «Suicide Sonia» debido a su conducción temeraria y a su manifiesta inclinación a manejar el vehículo en estado leve – y a veces no tan leve- de intoxicación etílica; nada que ver con mi antigua compañera de clase, Sonia la fotógrafa, también conocida como «Slender Sonia» por lo delgadísima que está, ni con Sonia la actriz, o «Sweet Sonia», llamada así por lo cariñosa que es, ni con Sonia la DJ, también conocida por «Senseless Sonia» por su afición a los éxtasis…) subió a casa a hacerte una visita vestida de espía francesa de la Resistencia, con una falda de tubo, unas medias de rejilla, una gabardina cruzada y una boina que quedaría muy garrula sobre la cabeza de Marianico el Corto, pero que sobre sus rizos rubios resultaba un prodigio de glamour.

– ¿Sabes lo que me ha dicho el negro de abajo? -obvia decir que Supernegro la conoce, la ha visto entrar y salir de casa, conmigo y sin mí, infinidad de veces-. Me ha dicho: «Qué bien te sienta el bonnet.» No ha dicho boina, sino bonnet. Es cultísimo, ese señor…

La sentencia del juicio llegó dos meses después, y venía a decir lo que ya nos esperábamos, que -siempre según su texto- Cita no era culpable de nada, pues la jueza estimaba que «su actuación no había supuesto una intromisión en el derecho fundamental al honor, a la intimidad personal y a la propia imagen de la demandante» (cito textualmente) ya que había sido «lo suficientemente diligente en la recapitulación de datos como para ser amparada por la libertad de información».

La propia Paz cogió un avión y se presentó en Madrid para comunicarme personalmente la noticia.

– En cristiano, lo que viene a decir esta sentencia es que la supuesta diligencia a la hora de contrastar la noticia ampara su publicación, incluso aunque la noticia resulte ser falsa. Alucinante. Y tal diligencia consiste en que tienen a un fotógrafo sacando fotos y a una periodista que luego escribe un texto malintencionado, pero que, eso sí, es tan lista como para que no se olvidara nunca de añadir «probable» o «aparente» en las frases en las que sabía que estaba mintiendo. Así se curaba en salud, porque no se la puede acusar ya que ellos pueden decir que nunca han afirmado nada categóricamente. Sin embargo, lo único que su redacción me prueba a mí es que llevan tantos años jugando a hacer esta basura que ya han aprendido a bordear peligrosamente el límite de lo legal sin cruzarlo nunca del todo. -Suspiró aparatosamente y hundió la cabeza entre las manos-. No, si es que yo cuelgo la toga…

– Paz, por favor, no te pongas así… No va a acabar la abogada más deprimida que la cliente.

– No es por ti, es que estoy harta de ver este tipo de cosas. Hace poco tuvimos un caso de un chico que se había matado en una obra. Ni llevaba casco, ni el arnés reglamentario ni nada… La obra incumplía las más elementales normas de seguridad. Pues al final el juez concluyó que el chico se había matado por su culpa, porque él no se quiso poner el casco. Increíble. Pero claro, la empresa constructora tenía un capital social de miles de millones y ahí estaban untados todos. Estoy harta de ver casos de este tipo…

– Pero aquí no se ha muerto nadie, Paz… No es lo mismo.

– ¿Tú te fijaste en el alegato del fiscal?

– Pues claro. ¡Si casi me pongo a llorar allí mismo!

– Ya, pero tú no caíste en la cuenta de dos cosas. Primero, se supone que durante la vista el Ministerio Fiscal debe tomar notas, y él no tomó ninguna. Y segundo, cuando leyó sus conclusiones estaba repitiendo, punto por punto, la contestación que Cita presentó a nuestra demanda.

– ¿Y…?

– Que él no la podía haber leído. Que se supone que la Fiscalía debe hablar sólo desde lo que ha visto, sin información previa. Que no podía haber leído ni el texto de nuestra demanda ni el de la contestación de esos hijos de… -A punto de perder los papeles Paz, que jamás dice tacos, respiró hondo y recuperó la compostura-. Es decir, que el fiscal nos estaba enviando un doble mensaje.

– ¿Qué quieres decir?

– En primer lugar, nos dejaba claro que ya había tenido contactos con Cita y, además, que no le importaba que lo supiéramos. Al repetir casi punto por punto los argumentos de la revista nos estaba amenazando, avisándonos de que la publicación no se anda con chiquitas, por si estábamos pensando en apelar.

– ¿Y vamos a apelar?

– ¿Tú qué crees?

– Que no.

Y no, no apelé. Así que las vecinas de mi madre seguirían creyendo para los restos en la leyenda de Eva Agulló, cocainómana y robamaridos. Y así estaban las cosas: sola, sin trabajo o con poco, acosada por los medios y por los acreedores y para colmo con la reputación por los suelos y la autoestima por el subsuelo. Pero todo, ya se sabe, es según el color del cristal con que se mira.

Analicemos mi situación: había sido infeliz en mi relación durante muchísimo tiempo y no hacía más que fantasear con el día en que por fin aquella tortura se acabara, pero cuando mi torturador desapareció me olvidé de lo desgraciada que me había sentido a su lado, concentrada exclusivamente en lo sola que de pronto me encontraba y envenenada por el vano y grato residuo de las horas felices que pasé en su compañía, que también las hubo, pues de no haberlas habido nunca hubiera podido aguantar las malas. Por primera vez en mi vida había publicado un libro, pero un libro que no sentía como mío y del que íntimamente casi me avergonzaba. Y para colmo aquella obra me había hecho famosa, pero famosa en el peor sentido de la palabra, en su sentido original, pues la palabra famosa deriva del original latino fama: cotilleo y mala reputación. Me sentía impotente e indefensa, a merced de los golpes de cualquier desconocido, y me enredaba en constantes espirales de autocompasión creyendo que mi vida era un fracaso, que yo misma era un fracaso. Pero en algún momento pensé que no podía quedarme todo el día en casa sintiendo pena por la pobrecita Eva, que yo era humana y que, como humana, estaba condenada a equivocarme, pero que, como humana, si quería crecer, tendría que aprender a lidiar con lo inesperado. Existían infinidad de factores en mi vida sobre los cuales no tenía control. No podía controlar, por ejemplo, a una periodista sin escrúpulos que quería medrar en su revista de tercera sin que le importase hundirle la reputación a quien se interpusiese en su camino, pero sí podía controlar la forma en que yo misma respondiera a las circunstancias, sí podía controlar hasta qué punto me importaran o me dejaran de importar la periodista o el fiscal. Al fin y al cabo no me estaba muriendo de hambre, no había nacido en Tailandia, donde mi padre me habría vendido a un burdel de Bangkok por menos de quinientos dólares; ni en Nigeria, donde podrían haberme lapidado por adúltera; ni en Somalia, donde me habrían extirpado el clítoris a los once años; ni en Afganistán, donde no me habrían dejado enseñar ni mi rostro por el implacable burka, así que mis penas resultaban manejables, y podía aprender a responsabilizarme de ellas y plantearme creativamente la manera de sobrellevarlas en el futuro. Si persistía en la estúpida idea de que los demás debían cambiar para que yo fuera feliz, resultaba evidente que nunca lo sería. Porque mi ex novio no iba a cambiar, ni David Muñoz iba a cambiar, ni la periodista de Cita ni el fiscal corrupto tampoco iban a cambiar. Pero yo sí podía cambiar, podía elegir tomarme las cosas de una manera distinta. Porque sólo no anhelando lo imposible sería feliz, porque sólo quien no busca finalmente encuentra, sólo quien no busca ya tiene.

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