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Estuve cinco días prácticamente sin levantarme. Mi compañero de piso se asustó y me obligó a bajar a la calle, pero no llegué ni al Deli de la esquina y el trayecto lo tuve que hacer apoyada en él, porque no encontraba fuerzas ni para caminar. Resultaba evidente que aquello no podía ser una incubación de gripe, pues la gripe habría tenido tiempo más que de sobra para manifestarse. Todo apuntaba a una mononucleosis o una hepatitis, o eso opinaba el rumano, que no era médico pero sí biólogo, así que un mínimo de entendimiento sobre el tema se le suponía. Fuera lo que fuera había que llamar al médico inmediatamente, pero en su lugar a quien llamamos fue a Sonia. Sonia llamó a su vez al Doctor Referral's Number del Lennox Hill Hospital, en donde informaban de los especialistas más cercanos al domicilio de quien llamara. Le dieron tres números, a los tres números llamó y explicó lo que pasaba con su amiga y en los tres le vinieron a decir lo mismo, que la consulta eran cuatrocientos dólares pero que, seguramente, dado lo que estaba contando, habría que hacer análisis y pruebas, y que la cosa se pondría en seiscientos.

– ¡Seiscientos dólares! ¡Tú estás loca! ¿Cómo voy a pagar yo seiscientos dólares? Pero si eso es lo que ha costado el billete de avión… Tiene que haber un médico más barato.

– Estás en Nueva York, bonita, no hay un médico más barato.

– Eso es imposible. Tiene que haber servicios sociales o algo. ¿Quieres decir que cada vez que tú te coges una gripe o unos hongos te gastas seiscientos dólares?

– Aquí, si yo tengo una gripe o unos hongos no voy al médico, me voy a la farmacia y me compro un bote de antibióticos, y si tengo algo más serio pago lo que haya que pagar porque me saqué en España un seguro médico internacional que luego me reembolsa lo que haya gastado.

– ¿Y por qué no tienes un seguro aquí?

– Porque aquí sólo tienen seguro los millonarios.

– Pero hay seguridad social, ¿no?

– No. Hay seguro médico si trabajas para una empresa y la empresa lo costea, porque cuando yo trabajaba para la Black Star sí tenía uno, pero si trabajas freelance, como es mi caso ahora, pues no. Y ya casi todo el mundo trabaja como autónomo porque prácticamente ninguna empresa hace contratos.

– Y entonces, si una persona normal, un camarero pongamos por caso, se encuentra con un problema médico serio, ¿qué hace?

– Pues cruza los dedos para no encontrárselo, porque si tienes un accidente te endeudas hasta las cejas. O si no se busca la vida, o no vive en Nueva York. A mí qué me cuentas. Oye, que si quieres una reforma del sistema sanitario americano llamas a Hillary Clinton, a mí no me líes.

Yo insistía en que era imposible que todos los médicos fueran tan caros y que tenía que haber algún otro sistema, pero el rumano me confirmó que la cosa era así, que cuando su compañero de piso, el gogó cuya habitación yo ocupaba, pilló la hepatitis, estuvieron buscando por todos lados la manera de encontrar un médico más barato y que al final acudieron a un servicio para gays y lesbianas en Chelsea, que era más barato pero no tanto y que en realidad se ocupaba más de enfermos de sida que de otra cosa. También podíamos intentar que me aceptaran en urgencias, pero en urgencias sólo te admitían si te habían pegado un tiro o te habías roto una pierna, no porque te encontraras cansada y adormilada, y además me lo cobrarían igualmente.

– Aunque cobrarlo, tanto como cobrarlo… -dijo el rumano-, te vas sin pagar y punto. Que te busquen luego para cobrarte la factura.

– Ya, pero te repito que no puedes presentarte en urgencias sólo porque estés fatigada -me apuntó Sonia.

– ¿Cómo que no? ¡Si tiene hepatitis!

– ¡Qué va a tener hepatitis! ¡Si tuviera hepatitis estaría amarilla!

– Pues yo no tengo seiscientos dólares. O sea, los tengo, pero entonces me quedo en bragas -dije yo-, además, es que no me lo creo, no me puedo creer que sea tan caro.

– Mira guapa, cada uno de esos modelitos horteras que tienes ahí -se refería a los mini vestidos de Versace que colgaban de la barra bien visibles puesto que, como ya he dicho, en aquella habitación no había armarios- ya vale mil dólares, así que algo tendrás.

Y entonces caí en la cuenta de algo que me había dicho el rumano y a lo que hasta entonces no había prestado más atención: que en el contestador había acumulados diez mensajes del FMN en tonos que iban desde la amabilidad hasta la amenaza pasando por la simple exasperación.

18 de noviembre.

Muy a mi pesar, he tenido que volver a la famosa tienda de ropa infantil de la calle Carretas porque hace un frío pelón y tú no tienes guantes. Así que entro con tu carrito por delante y pregunto si tienen manoplas para bebés.

– Sí, claro -la dependienta mira al ocupante del carrito, un bebé cuyo mono a rayas verdes y amarillas poco revela de su género-. ¿Es niño o niña? Niño, ¿verdad?

– Niña.

La dependienta se dirige inmediatamente a una estantería repleta de prendas rosas y me tiende unas minimanoplas. Rosas.

– ¿No tenéis de otro color?

– Sólo azules.

– Vale, pues me las llevo azules.

– Ah, que no son para tu niña… ¿Es un regalo?

– No, son manoplas para mi hija, y las quiero azules -aclaro contundentemente pero haciendo acopio de paciencia, aunque no sé por qué me rebajo a proporcionarle ninguna aclaración a la señora.

Salgo de la tienda indignadísima porque unas manoplas de apenas diez centímetros de largo me han costado cinco euros. Las podía haber hecho yo, con estas manitas y mis abalorios, en diez minutos y no creo que la lana hubiera llegado al euro. De hecho, estoy pensando seriamente en hacerte unas manoplas verdes. Y otras amarillas, y naranjas, y moradas…

Recuerdo un estudio muy difundido de alguna universidad norteamericana sobre indumentaria, género y roles. A un mismo bebé se le había vestido primero de niño y luego de niña. Del color de su ropa dependía el diferente trato de las personas que lo visitaban. Los adultos que se acercaban a la «niña» se mostraban más cariñosos, pero cuando lo hacían al «niño» eran más reacios al contacto físico y le hablaban con voces más profundas y fuertes.

En el hospital me he encontrado con la tía Eugenia, que ha venido a visitar a mi madre. La tía Eugenia en realidad no es mi tía, de hecho no nos une ningún vínculo de sangre, pero es una de las amigas más antiguas de mi madre, y también de las más íntimas. Tan íntimas que habían desarrollado una especie de código privado para entenderse entre ellas en presencia de terceros. Por ejemplo, si iban a una reunión en la que alguien llevaba un traje espantoso, la una le decía a la otra: «¿Has visto el vestido de Maruchi, qué bonito?» Y la otra respondía: «Sí, tan bonito como Fátima.» Y es que años atrás hicieron un viaje a Portugal del que volvieron algo magulladas (ya te he dicho antes que tuvieron un accidente en el camino de vuelta) y afirmando tajantemente que la basílica de la Virgen de Fátima era el edificio más feo que habían visto en su vida, lo cual no le impidió a mi madre traerse un muestrario de medallitas y escapularios varios y unas cuantas botellas de agua bendita, porque el sitio podía ser feo, pero eso no tenía por qué quitarle lo milagrero.

Mi madre estuvo siempre muy orgullosa de su amiga porque era una de las pocas mujeres de su generación que había hecho una carrera, Farmacia, pues por entonces la tónica general se ajustaba a lo que había dicho el obispo de Orihuela de que «la educación de las mujeres es un lujo innecesario», y a la menor ocasión proclamaba que Eugenia era la mujer más inteligente que conocía.

La tía Eugenia se ha empeñado en volver conmigo en el metro porque no pasó el último test de renovación del carnet de conducir: casi no ve. A veces me resulta un poco fatigosa la señora porque habla y habla sin parar, en un tono exageradamente pausado, como si tuviera que tomar aliento entre una palabra y otra, pero esta vez he hecho el mayor de los esfuerzos para resultar agradable y solícita, supongo que porque he sentido complejo de culpa al darme cuenta de que a mi madre últimamente tampoco le prestaba mucha atención. Me debato entre la compasión y el hastío, porque sé que Eugenia vive muy sola y probablemente no tenga muchas ocasiones de hablar con alguien. Su única hija, una moderna que se las da de artista conceptual, vive en Berlín, creo, y por eso la tía aprovecha para largarme uno de sus monólogos inacabables. Me cuenta que hace poco se hizo una revisión y que el médico le dijo que tenía que hacerse una serie de pruebas y le iba firmando volantes para cada una de ellas. Pero cuando le preguntó por su edad y ella le respondió que ochenta, el médico rompió todos los volantes y le dijo que se olvidase de las pruebas.

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