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Me escindí en dos entonces, pero no en dos enfrentadas sino en una que crecía dentro de otra, que se hacía sitio dentro de la otra, desplazando sus órganos internos para crear los suyos, bebiendo de la sangre de su anfitriona como un vampiro bienvenido, un vampiro interno y propio y deseado que sorbía su vida por el cordón umbilical a modo de pajita. Y durante nueve meses fui dos, pero por una vez no dos rivales, sino dos organismos perfectos, simbióticos, aliados, como aquellos soldados espartanos que entraban en batalla enamorados y cuyo amor los volvía invencibles, y nunca fui más fuerte pese a que nunca fui más torpe, pese a que al final ni siquiera pudiera caminar sin ayuda, pese a que las señoras me cedieran los asientos en el metro conmovidas ante mi aparente desvalimiento. Tuve que convertirme en dos para dejar de ser dos, porque una de ellas iba a matarme, pero en lugar de matar creé vida, y así sobreviví.

Tú tienes once días de vida. Y yo he jurado que me iba a sentar frente al ordenador y no me iba a mover de aquí durante dos horas hasta que acabara alguna página. Hace poco, días antes de que tú nacieras, pensaba que nunca más podría escribir. De hecho, apenas he tocado el ordenador durante casi nueve meses, puede que más, a excepción de un capítulo que redacté en Santa Pola para una novela cuya protagonista lleva tu nombre, capítulo que luego tiré y novela que no sé si alguna vez continuaré. Total, para qué, si es casi seguro que compartirá la misma triste suerte de sus hermanas mayores y acabará la pobre criando polvo en un cajón. Lo que sé es que ahora mismo me resulta imposible hablar acerca de algo que no seas tú. Y yo.

Desde este carrusel hormonal y vital al que de pronto me encuentro subida, no me veo capaz de escribir de otra cosa que no sea lo que estoy viviendo. Ahora, no esperes tú ni espere quien lea esto encontrarse con una autobiografía o un diario al uso. Estas palabras están desprovistas desde el principio de la intención de querer convencer a la ajena voluntad de la veracidad de su contenido: no pienso ser fiel a la realidad, entre otras cosas porque dicho propósito sería imposible, ya que la realidad es multiforme y la memoria una farsante que interpreta el pasado según le da la gana, lo cual quiere decir que aunque una albergue la firme intención de contar las cosas tal y como fueron, siempre acabará contándolas tal y como las recuerda, que no es lo mismo.

Cualquiera se encuentra un día, hablando con sus hermanos o familiares, con que cada uno de los asistentes a un mismo momento (pongamos como ejemplo una cena de Navidad) recuerda un episodio distinto pese a que todos, en teoría, compartieron el mismo: Era pavo. No, te digo que era pollo. Qué va, cenamos lenguado, estoy segura. ¿Cómo vamos a cenar lenguado, desde cuándo hemos cenado lenguado en esta casa? Y la que se emborrachó y dijo aquellas tonterías fue mamá, no la tía Reme. ¡Pues claro que fue la tía Reme, que se arrancó a cantar tangos como una descosida, si además tu madre casi no bebe! Y así hasta el infinito…

La memoria se rige según sus propios caprichos: es petulante y da o quita sin razones lógicas. Y, a veces, trae a la luz desde lo oscuro un pasado presente de repente pero que no existía hasta entonces (ese lenguado de cierto restaurante que nos trae de forma abrupta el recuerdo de cierta Nochebuena en la que la tía Reme se emborrachó y empezó a decir tonterías, cuando hasta entonces nunca nos habíamos acordado ni del lenguado ni de la cogorza de la tía Reme), dándole la vuelta a los hechos como si se trataran de un abrigo muy usado, como si el tiempo y las certezas fueran reversibles. Pero, ¿es verdad que lo recordamos? Quizá lo hemos imaginado, o quizá hemos reconstruido una historia a partir de ciertos datos, añadiendo luego otros que sólo corresponden a la cosecha de nuestra imaginación.

Recuerdo por ejemplo una historia que alguien contaba en una película, Session 9, y que, por lo visto, estaba basada en un suceso real. Resulta que una jovencita, paciente de un hospital psiquiátrico, particularmente agresiva y reticente al sexo, se sometió a unas sesiones de regresión. Bajo la hipnosis dirigida por su terapeuta, la atribulada paciente acabó recordando que su padrastro la violó varias veces cuando ella era aún prepúber, reviviendo aquellos -convincentes- episodios con todo tipo de detalles escabrosos y paso a paso, primero las caricias iniciales más o menos inocentes, después los tocamientos que dejaban de ser cariñosos para convertirse en sospechosos hasta llegar, finalmente, a la penetración pura y dura. La madre de la chica, informada por el terapeuta y ya divorciada del (ex) padrastro, ardió en santa ¿y justificada? indignación: no bastaba con que el hombre bebiera como un cosaco, con que le pegara día sí y día también, con que le pusiera cuernos con todo lo que se moviera… ¿tenía además que llegar a profanar lo más sagrado, la virtud de su pobre hijita? Así pues, la madre interpuso una denuncia por estupro aun sabiendo que iba a resultar difícil probar lo que sucedió. O lo que no sucedió, pues los abogados del ex padrastro descubrieron un informe clínico que probaba que la chica era virgen cuando contó la historia y desmontaron, por tanto, toda la narración, desde los primeros besos hasta el estupro consumado. Lo que yo me pregunto ahora es, ¿era real la historia si ella la vivía como tal? ¿O quizá la chica exorcizó de aquella manera el deseo reprimido hacia el padrastro culpándole a él de unos apetitos que vivían en su imaginación pero que ella no podía admitir? De ese modo, al imaginar una violación, recreaba algo que hubiera deseado -seducir al padrastro- pero librándose del sentimiento de culpa, pues le adjudicaba al objeto de sus fantasías la responsabilidad de las mismas.

Del mismo modo, lo que yo pueda o no recordar puede ser, o no, del todo exacto. Al fin y al cabo, ¿qué es mentir sino recordar algo que no ha sucedido?

Por eso mismo esto que escribo, que seguiré escribiendo, no va a ser más que una retahila desordenada de notas. De hecho, no sé muy bien lo que es o en lo que se convertirá. Es la primera vez que me siento frente al teclado con tan poca idea de por dónde va a Transcurrir lo que sea que acabe contando. Y esto se debe a que tu madre, como ya descubrirás con el tiempo, es un poco control freak y antes de preparar un libro necesita tener una idea clarísima de lo que va a contar, lo que supone la organización previa de esquemas, notas de protagonistas, lecturas y documentaciones varias; la inclusión en el dossier, si hiciera falta, de recortes de periódicos, mapas del lugar donde se supone que la trama transcurre, entrevistas con personas reales que pudieran parecerse a los futuros personajes imaginarios, y un concepto clarísimo del principio, nudo y desenlace de la historia a relatar. Y todo esto ¿para qué? Para nada. Para que luego nadie quiera publicar sus novelas.

Muchas veces pienso que esto responde a una necesidad desesperada de ordenar el mundo: ya que aquel en el que vivía siempre me pareció inordenable y gobernado por el caos más absoluto, al menos me quedaba el consuelo de instituirme en demiurgo de una realidad paralela en la que las cosas respondieran a un plan preciso. El mío.

El problema es que una cosa es tener vocación y otra tener talento. Y yo estoy segura de que tuve la primera, pero no tanto de que llegara acompañada por el segundo. Sabido es que toda obra tiene que ser imperfecta, como lo es que la menos segura de las contemplaciones estéticas es siempre aquella que hemos creado nosotros mismos, pero ni siquiera estas dos certezas me animan a pensar que la magnitud de mis capacidades no fuera inversamente proporcional a la de la disposición que las animara. Te diré: yo, desde pequeñita, quería ser escritora. Desde que recuerdo, creo, aunque ya te he explicado que la memoria es mentirosa. En primero de Básica escribía cuentos sobre duendes del bosque y princesitas valientes, los ilustraba con ceras Plastidecor y encuadernaba con grapas. Después llegaron las poesías adolescentes y los primeros relatos de cinco páginas, y más tarde los pequeños premios literarios de ayuntamientos perdidos, los accésit de concursos un poco más importantes y los cuentos publicados en alguna antología de tercera fila. Terminé la carrera de Filología Hispánica, después hice un curso del INEM de corrección y edición y acabé trabajando de negra para una famosa presentadora de televisión que presuntamente escribió un libro titulado Cómo conseguir a ese chico que te gusta (pero ésa es otra historia, como diría Moustache, el camarero, en Irma la dulce); de correctora de textos y/o lectora para varias editoriales, de consejera sentimental (bajo seudónimo, y haciéndome pasar por sexóloga) para una revista de adolescentes y de reportera dicharachera en una revista femenina, amén de ocuparme de la sección cultural semanal de un programa de radio.

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