Eso por no hablar de lo poco coherentes que son. En la misma revista te dicen, en un artículo, que al bebé hay que darle de comer cada cuatro horas y procurar que se acostumbre a dormir solo («la opción del doctor Estevill», para entendernos), mientras que diez páginas más adelante, en otra sección diferente, defienden las virtudes del colecho y de la lactancia a demanda («la opción del doctor González»).
El problema de estas publicaciones es que son como los libros de autoayuda o las revistas femeninas: es fácil establecer una relación amor-odio con ellas, porque por un lado mantienen estereotipos sexistas y anticuados, pero por otro ¿quién más te habla de tus problemas específicos? Y una embarazada o una madre primeriza se siente siempre sola y desprotegida, y desesperadamente necesitada de información, de una mano amable que la guíe a través del misterio y la confusión de la maternidad y de su propio cuerpo. Así que, a regañadientes, acabé suscribiéndome a Padres, porque más valía tragarme tonterías que encontrarme sin saber qué hacer el día en que te diera un cólico. Y fue así, a fuerza de leer libros y revistas, como empecé a entender por qué todo el mundo me pedía que escribiera sobre la maternidad: porque hay muy poco escrito, y muy poco aceptable. Esto justifica, en cierto modo, por qué estoy sentada aquí, enredada en esta larga carta a la Amanda futura, este diario de tu vida que llevo yo por ti porque ahora tú no puedes escribirlo y de mayor tampoco podrás recordarlo, haciendo yo de tu memoria además de hacer de tu central lechera. Esta carta no es sólo para ti. Puede que también sea para Nuria, la princesa. Puede que sea para mí, para explicarme cosas que nunca entendería si no me paro a pensarlas y a escribirlas. En fin, Derrida que estás en los cielos, ¿qué querías decir cuando hablabas de la indeterminación aporética del destino de una carta?
3 de octubre.
Cuando naciste pesabas tres kilos y trescientos gramos. Diez días después ya estabas en casi cuatro kilos. Y mañana te pesaremos otra vez. Supongo que habrás engordado mucho porque, aunque sigues siendo un bebé precioso, has perdido ya el punto de belleza prerrafaelita, aquel rostro de óvalo perfecto y lánguido, la elegante delgadez que tenías en la clínica, y cada vez te pareces más a un buda de la suerte de los que venden en el chino todo a cien de la esquina, si queremos ser amables, o al Mister Proper de la tele, que ahora se llama Don Limpio, si nos ponemos un poco más puñeteros. Hasta te llamaba siempre nena pero, sin darme cuenta, he empezado a llamarte gordita.
La primera noche que pasé en la clínica contigo prácticamente no dormí, pero no porque tú lloraras, muy al contrario, dormías plácidamente y se te podía achuchar, mover, zarandear o acunar sin que nada pareciera molestarte. Sólo se sabía que dormías y que no estabas en coma o inconsciente gracias a tu respiración rítmica y a los gestitos de satisfacción que hacías cuando te tocaba. De hecho, llegué a pensar que eras sorda, o algo peor, al verte tan tranquila.
Lo dicho, no dormía no porque me hubiera tocado en gracia un bebé llorón (como resultó ser, por ejemplo, el de la habitación contigua, que berreó desconsolado toda la noche), sino porque estaba completamente fascinada contigo. Era idéntica sensación a la que sentí alguna vez siendo muy joven cuando intenté dormir al lado de una persona de la que estaba totalmente enamorada: no podía conciliar el sueño porque tenía que quedarme despierta para mirarla, presa de una sensación intransmisible que comprimía el universo y lo condensaba en un solo punto -su respiración pausada y rítmica- para hacerlo mío. Entonces empecé a cantarte todas las canciones que me sabía, desde el «barquito chiquitito» hasta Blowin'in the wind y cuando me encontré entonando emocionada aquello de no hay problema que no solucione Mayaaaaa caí en la cuenta de que estaba bajo el efecto de una droga, porque aquello era exactamente igual que ir de éxtasis. Pero no iba de éxtasis, no. Aquello era un subidón de oxitocina. Una droga de la que nadie hablaba en Enganchadas.
Yo había llegado a un acuerdo con el ginecólogo para que en tu alumbramiento no se recurriese a la oxitocina química, y así fue… antes del parto. Lo que no pude evitar es que me engancharan el gotero después de parir, cosa que no deberían haber hecho, pero entonces yo estaba demasiado cansada y sin fuerzas para protestar ante la comadrona que vino a pincharme y que insistía en que era fundamental que me inyectaran oxitocina para ayudar a que el útero se contrajera, ni mucho menos arrestos para exigirle que hablase con mi médico antes de recurrir a intervenciones protocolarias que yo no hubiera autorizado. Así que dejé que me pusieran «la vía» -como aquella señora se empeñaba en llamarla- y me quedé dormida con una aguja pinchada al brazo. Y puede que la mezcla de toda la oxitocina que yo había segregado de forma natural para poder traerte al mundo sumada a la oxitocina sintética que aquella señora me metió en el cuerpo fuera la responsable de ese sentimiento de profundo amor que me invadió después de aquella primera noche en el hospital.
Pero supuestamente el subidón de oxitocina debería haberse pasado ya, puesto que yo no te estoy amamantando y se presume que la hormona se retira con la leche cuando dejas de dar de mamar. Paradojas de la vida: no pude criarte porque tenía demasiado pecho. Has leído bien. He escrito «demasiado». No «demasiado poco». Yeso que dicen que demasiado nunca es suficiente.
Ya ves, la vida es como una partida de cartas. A ella llegamos con una mano determinada y, si bien es cierto que en el resultado final cuenta la destreza del jugador y su habilidad para echarse faroles, también lo es que no da lo mismo salir con una pareja de doses que con un póquer de ases. Por eso decían las feministas que anatomía es destino, porque no es igual nacer hombre que mujer, blanco que negro, alto y esbelto que chaparro y gordito.
Y no es lo mismo nacer pechugona que plana.
Yo me di cuenta de esta última verdad a los doce años. Hasta entonces yo había sido una niña gordita y empollona que se pasaba las horas muertas en la playa (Santa Pola, un pueblo costero que en su día debió de ser bonito pero que ahora se ha convertido en un crimen estético, crimen en el que mi familia tiene un apartamento y donde he pasado todos los veranos de mi infancia, desde que recuerdo hasta los veinte años), leyendo un libro sin que nadie le hiciera ni caso. Pero aquel verano de mi contento, como por arte de magia, un montón de chicos descubrieron mis hasta entonces ocultos encantos y casi se pegaban por hablarme. O por no hablarme, porque se quedaban a mi lado, acuclillados al borde de la toalla, tartamudeaban, se ponían rojísimos y, de repente, sin explicación mediada, se arrojaban al agua y me dejaban con la palabra en la boca. Pensaba yo que eran unos maleducados, pero entonces poco sabía de los problemas masculinos a la hora de ocultar una erección.
Lo de ser una chica pechugona marca. Cuando éramos más jóvenes, más o menos en la época entre The Cure y Portishead (creo que entonces escuchábamos a Lush), cuando algún gurú de la moda urbana ya había decretado que las muñequeras de pinchos estaban definitivamente passé y cuando yo salía a la calle con un chaleco con -horror de los horrores- ¡flecos! de pura inspiración country, David Muñoz, que ya no era nuestro compañero de clase pero seguía siendo vecino y con el que quedábamos de vez en cuando a tomar cañas con la antigua pandi del instituto, le dijo un día a Sonia que «el problema de tu amiga Eva es que piensa que todos estamos babeando por sus tetas». Ni idea tenía el tonto de David del complejo enorme que tenía yo en aquel tiempo, y supongo que si él pensaba que yo pensaba… es porque él de verdad babeaba por mis tetas. Y por las de cualquiera, dicho sea de paso.