Yo también le hablo y la acaricio, pese a que el médico nos asegure que no siente nada. La enfermera dijo: «Nunca se sabe.» Nunca se sabe.
Mi madre está conectada a seis máquinas, seis, que crepitan en infinidad de lucecitas de colores. Un respirador, dos ordenadores en cuyas pantallas pueden leerse las constantes vitales, tres máquinas que no sé ni qué son… e infinidad de tubos prendidos a otros tantos goteros: glucosa, creatinina, dopamina, morfina… Lo que más impresiona es el tubo que sale de la nariz por el que circula un líquido de color pardo.
A ratos el ánimo y la fe me fallan, creo antes al médico que a la enfermera y no puedo evitar pensar: ¿qué sentido tiene todo el viaje y la espera para poder contemplar a un cyborg inerte durante cinco minutos?
Yo voy a la UVI por mi padre, no por ella. Porque si de verdad cree que ella puede escucharle, mejor que parezca que los demás también nos lo creemos.
Caridad señaló uno de los goteros y me dijo: «¿Ves?, esto son los antibióticos. El problema es que tienen efectos secundarios… eso ya os lo habrán explicado los médicos, ¿no? una cuestión de iatrogenia como tantas otras.» «¿De qué?», pregunté yo. «Ay, perdona. Es que trabajando aquí acaba una por usar tecnicismos a todas horas. Iatrogenia es… cómo te lo explico… cuando para salvar un mal mayor se produce un mal menor. O sea, que le tenemos que dar antibióticos para atajar la infección a pesar de que sepamos que los antibióticos pueden dañarle.»
En cuanto llegué a casa me lancé a buscar la palabra en el diccionario. Como no la encontré accedí desde Internet a una enciclopedia médica. Y allí estaba. Iatrogenia: el ámbito de aquellos casos en que se produce un daño como consecuencia de la gestión inculpable debida a un error excusable del médico. Por ejemplo, cuando se realiza una intervención quirúrgica que sea como fuere tiene secuelas menores. Así descubrí que el estrés entra en la condición de iatrogenia.
No sé si el estrés de los familiares cuenta.
Siempre llego del hospital agotada, como si me hubieran pegado una paliza. Añádele a esto la falta crónica de sueño resultado de tener que levantarme cada tres horas para darte el biberón. En teoría hago turnos con tu padre, pero el llanto nos despierta a ambos. La única solución consistiría en dormir en habitaciones separadas, pero no tenemos otra habitación más que la tuya, y el sofá del salón no es exactamente un prodigio de comodidad, pese a lo cual mi primo Gabi, que ha venido a Madrid a gestionar no sé qué papeleo de sus cursos de doctorado, ha dormido en él algunos días. Ayer me quedé dormida sobre la mesa de la cocina mientras intentaba leer un libro de cuya primera página no pude pasar, fuera por el cansancio o fuera porque el libro era un muermo, que lo era, y como no hubo forma humana de moverme, allí pasé toda la noche. Hoy me he quedado dormida ¡en el suelo! No sé cómo he llegado a él, quizá me haya desmayado. El perro estaba tumbado al lado, custodiándome.
Ya no bebo, no me drogo, no tengo crisis de ansiedad ni ataques de pánico. No sufro como sufría pero tampoco soy feliz. La palabra del año: «Estable.» Estable dentro de la gravedad.
27 de octubre.
Ayer por la noche hacía un frío del carajo. Cuando llegué a casa desde el hospital, a las diez, Tibi me saludó amabilísimo y me preguntó por ti. Le respondí que no te sacábamos con este frío y que no entendía cómo podía aguantar a la intemperie toda la noche. «Llevo treinta años trabajando de portero», me dijo. «Uno se hace a todo.»
Gabi lleva varios días instalado en casa, durmiendo, el pobre, sobre un lecho improvisado encima de unos cojines. A la segunda noche se negó a dormir en el sofá porque asegura que huele a perro y le da alergia. Yo ya estoy tan acostumbrada al perro que ni lo noto, probablemente porque yo también huela a urinario público con eso de la incontinencia posparto, pero mi primo es demasiado educado como para hacerme notar que yo huelo peor que el sofá.
Cada mañana de esta semana Gabi te ha metido en la mochila portabebés y se ha largado a ver exposiciones por ahí. Para mí ha sido maravilloso, porque he podido llamar al banco y al asesor sin temor a que tu llantina me obligara a interrumpir la conversación para atenderte (no sé qué radar tienes que sabes cuándo llorar en el momento más inoportuno, y no puedo acabar de saber si el asesor entenderá mis compromisos de madre atribulada). Cada mañana, tú has ido, tan feliz de la vida, calentita y abrigada dentro de su zamarra, acunada por el movimiento de su caminar, escuchando los latidos de su corazón. Debía de ser una perfecta imitación del útero que recientemente te forcé a abandonar. Gabi se pega caminatas de tres horas durante las que no abres los ojos, con lo cual ni te has enterado de que eras el bebé más culto de Madrid, porque te has pateado el Conde Duque, el Reina Sofía, el Thyssen, el Museo de Arte Contemporáneo y la Juana Mordó. Pues bien, desde que se ha ido, cada mañana empiezas a berrear, minuto más minuto menos, a las once en punto. Ni el chupete ni el biberón, ni el arrorró ni las canciones de cuna te calman: no te callas hasta que te ponen el gorrito y te pasean en la mochila. Y no vale pasearte por el pasillo, porque vuelves a berrear. No te duermes hasta que estás en la calle. Le pregunté a Sonia (Sonia la actriz, también conocida como «Sweet Sonia» por lo cariñosa que es, no confundir con Sonia la DJ, también conocida por «Senseless Sonia» por su afición a los éxtasis, ni tampoco con Sonia la guionista, alias «Suicide Sonia» debido a su conducción temeraria, nada que ver con mi antigua compañera de clase, Sonia la fotógrafa, llamada a veces «Slender Sonia» por lo delgadísima que está) si un bebé de un mes podía tener tan claro lo que quería. Me aseguró que sí.
Leo en un libro de pediatría: «Para los bebés un paseo al aire libre es un desfile de imágenes desenfocadas al ritmo de un tranquilizador bamboleo. Todo este hipnótico flujo de sensaciones los arrulla como si de un ruido uniforme y multisensorial se tratara.»
Vale: desde tu más tierna infancia, o preinfancia, ya has aprendido a luchar por lo que quieres.
En eso no te pareces a tu madre.
Ha llovido intermitentemente durante toda la mañana. A las cuatro de la tarde ha salido el sol, y entonces ha sucedido algo maravilloso: por primera vez en mi vida he visto el arco iris. Un arco enorme en el cielo, despuntando por encima del perfil de los edificios de Madrid. Un arco perfecto, como delineado con compás. Nunca lo había visto en la realidad, sólo dibujado en ilustraciones de los cuentos.
En la terraza me he fijado en un arbusto que se había secado este verano y cuyo cadáver no había tirado a la basura por pura desidia. La lluvia de las dos últimas semanas lo ha hecho revivir: han salido dos pequeñas hojitas verdes.
He pensado que eran dos buenas señales.
Sonia se acababa de mudar a la calle 103, entre Lexington y Park Avenue, zona conocida como «El Barrio» (en español), en pleno corazón del Harlem Hispano. Había tenido que hacerlo de prisa y corriendo después de que Klara, la chica con la que compartía piso en el Bronx -que trabajaba de portera en un sex shop del Soho y que debía de medir dos metros de ancho por dos de largo- se enrollara con una «bailarina exótica» (así es como llaman en Nueva York a las strippers), la cual, intimidada por la presencia de Sonia en casa (imponente presencia, debo puntualizar, pues Sonia luce orgullosamente un cuerpo que le permitiría de sobra vivir del baile exótico o de cualquier tipo de profesión en la que tuviera que exhibirlo -y de ahí el sobrenombre de «Slender Sonia»-, pero no lo hace porque además de guapa es lo suficientemente inteligente como para saber buscarse los garbanzos de otras maneras), se dedicó a hacerle la vida imposible a la compañera de piso de su novia mediante trucos tan antiguos pero tan efectivos como hacer desaparecer sistemáticamente los mensajes en el contestador que venían de parte de la agencia Magnum -para la que Sonia trabajaba-, usar su carísima crema hidratante y dejar el bote abierto en la encimera del lavabo o acabar con sus reservas de crema suavizante -también ridículamente cara- para lavarse su abundante melena -teñidísima y permanentadísima, como corresponde a cualquier bailarina exótica que se precie-. Finalmente Sonia se plantó y le dio a elegir a su roommate. o la novia o ella. Obvia decir que la roommate prefirió a la novia y a Sonia entonces le tocó elegir entre mudarse de piso o asesinar a Klara y, ya puesta, también a su cariñito. Dado el desorbitado precio de los alquileres en NY y el hecho de que, pese a que el piso lo habían buscado y alquilado juntas, la fornida portera era la titular del contrato, puesto que Klara tenía la nacionalidad americana y Sonia no tenía ni tarjeta de residencia, mi amiga se planteó seriamente la segunda opción, pero finalmente la desechó, muy a su pesar, al no ocurrírsele la manera de deshacerse de los cuerpos.