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Por fin Sonia encontró un apartamento en Spanish Harlem a través de, paradojas de la vida, otra stripper compañera de la novia de Klara. Esta bailarina era exótica por partida doble, pues era mezcla de negro y filipina. Se acababa de mudar a vivir con su novia finlandesa -una superrubia que le sacaba dos cabezas- y estaba dispuesta a subarrendar su antiguo piso a un precio más que razonable, por no decir irrisorio. La ultraexótica se negaba a cambiar el contrato de alquiler a nombre de Sonia, supongo que porque, previsora ella, debía de contemplar la posibilidad de que su convivencia con la rubia pudiera hacer aguas en un futuro y no querría verse sin techo amén de sin amor si semejante cosa ocurriera. Este subarrendamiento ilegal era cosa bastante común en NY, donde los apartamentos son escasos y los contratos de alquiler un lujo, así que la titularidad del contrato implicaba que la bailarina podía echar a Sonia en cualquier momento pero, como contrapartida, si un día a Sonia le daba por quemar el edificio, a quien le iban a echar la culpa era a la joya oriental puesto que, a efectos legales, Sonia nunca habría estado allí.

En la escalera de la puerta de entrada del edificio vivían unos portorriqueños a los que Sonia me presentó nada más llegar y que, muy amablemente, se ofrecieron a cargar con mi maleta y subírnosla hasta el apartamento, pues el edificio no tenía ascensor. Digo «vivían» porque se pasaban allí el día y la noche: durante los quince días que pasé en NY no los vi moverse de su sitio. A veces me los encontraba haciendo dribblings con una pelota de baloncesto, otras jugando con una Playstation, pero la mayor parte del tiempo se la pasaban hablando por lo que al principio tomé por teléfonos móviles y luego reconocí como walkie talkies. Sonia me contó que al principio pensó que eran radioaficionados, hasta el día en que se encontró con otro colega de la agencia que vivía en la calle 106 y que, cuando se enteró de que Sonia se había mudado a los edificios amarillos del barrio, le dijo: «Joder, qué ovarios tienes… ¡Te has mudado a los bloques de la heroína!», y aunque Sonia en principio se quedó de piedra, tras reflexionar un rato (no mucho) decidió que, con lo caros que estaban los pisos en Manhattan, de ahí no iba a moverla ni una grúa, por mucho yonqui o camello que tuviera por vecino.

Tras contarme esta historia me aconsejó que me colgara un crucifijo al cuello, como ella, porque la gente de la zona (negros y chicanos en su mayoría) era muy religiosa y/o supersticiosa (para muchos una cosa equivale a la otra) y lo más posible era que a ningún yonqui se le ocurriera asaltar a una chica protegida por Jesús.

Yo no salía mucho. Sonia trabajaba todo el día y de noche llegaba demasiado agotada como para plantearse siquiera salir de marcha. Así que nos sentábamos en su balcón, ella con una cerveza y yo con una Perrier -pues me había propuesto seriamente no beber en todo el tiempo que estuviera en la ciudad- y nos la pasábamos escuchando a un grupo de rap en español compuesto por cuatro mexicanos que ensayaban en la calle con la música del coche y que tenían a toda la muchachada del barrio bailando a su ritmo cada noche a falta de mejor cosa que hacer. De día me dedicaba a dar paseos o irme a leer a Central Park. No iba de compras, como suelen hacer los españoles cuando van a NY, porque ni soy consumidora compulsiva ni nunca he encontrado en NY nada que no encontrara en otros lados, excepto discos de jazz; ni de museos, porque me resultaban demasiado caros y además ya me los había visto todos en anteriores visitas; ni de librerías, porque desde que descubrí Amazon compro por Internet los libros que no encuentro en España y así me ahorro tener que pagar tarifas de exceso de equipaje a la vuelta de los viajes. Además, yo había ido allí a desconectar y a visitar a una amiga, no a hacer turismo.

También quería ver a Tania, más por compromiso que por otra cosa porque, aunque en el pasado habíamos sido íntimas, durante los últimos años el contacto se había ido perdiendo hasta que acabó por limitarse a un intercambio bastante poco fluido de famélicos e-mails. El porqué de este distanciamiento nunca lo entendí muy bien, aunque Sonia asegurara que se debía al hecho de que Tania había estado enamorada de mí durante los tres años de instituto más los cinco de carrera y yo ni siquiera había tenido el detalle de darme cuenta. De haber sido así, el caso es que nunca me lo dijo. Sólo sé que cuando acabamos la carrera y ya no nos veíamos cada día en los pasillos de la facultad, las llamadas se fueron espaciando. A las llamadas diarias las sustituyeron las semanales y a aquéllas las mensuales, hasta el día en que no hubo más llamadas porque Tania, que se había decantado por la carrera académica y había hecho doctorado y tesis, recibió una oferta como profesora asociada en el departamento de Hispánicas de Stony Brook, y siguió a Sonia en su aventura neoyorquina. Llevaba no sé cuántos años escribiendo un libro sobre género, representación y narrativa española del XIX a las órdenes de Lou Charnon-Deutsch, y otros tantos viviendo con su novia, una chica de pelo corto y gafitas, profesora en la Columbia, que también escribía su tesis sobre género y algo más.

Quedé a comer con ella en un restaurante vegetariano muy pijo de Chelsea y me impresionó lo guapísimas que eran las camareras, todas lesbianas, según me informó Tania, y probablemente también aspirantes a modelos, actrices o cantantes que habían ido a buscar fortuna en NY, según deduje yo. A los postres -unos pasteles de salvado y zanahoria que sabían a galleta rancia-, y después de ponernos al día sobre los cauces por los que habían discurrido nuestras respectivas vidas, Tania se puso a hablarme de su trabajo, casi su único y exclusivo tema de conversación, porque de su vida amorosa casi no hablaba, pues era muy reservada, y vida social prácticamente no tenía, ya que era workaholic por doble imposición: por neoyorkina y por profesora de universidad sajona. Me contó que le habían encargado organizar los cursos de español que la universidad impartía en verano, tarea que la agobiaba muchísimo, pues bastante ocupada estaba redactando la tesis y corrigiendo exámenes como para ponerse a buscar quien diera las clases.

– ¿No sabrás de alguien a quien le interese? Busco a licenciados en Filología Hispánica cuya lengua materna sea el español.

– Pues yo misma, bonita.

– No, mujer, tienen que vivir en Nueva York, porque no pagamos casi nada de sueldo, así que no te daría para pagar billete y alquiler.

– No me importa, no lo haría por dinero.

– Pero no digas tonterías, esto está muy por debajo de tu categoría.

Tania, que en principio había tomado a broma mi candidatura, no acertaba a comprender qué perra me había entrado con lo de suplicar por un trabajo que en principio estaba destinado a recién licenciados y por el que no me iban a pagar nada o casi nada. Intenté explicárselo. Necesitaba cambiar de aires y me había planteado pasar el verano en Nueva York puesto que en julio y agosto se suspendía el programa de radio y nada me ataba a Madrid y mucho menos me atraía la perspectiva de volver a pasar un verano en Santa Pola con los amigos de toda la vida en un carrusel de noches etílicas encadenadas al que no me apetecía reengancharme. Pero el plan de verano en NY tenía un pequeño inconveniente: no conocía a casi nadie en la ciudad (y con la compañía de Sonia, liadísima con sus dos trabajos, sabía que no podría contar) y no me apetecía pasarme esos meses en soledad total. Un trabajo como aquél me permitiría ocupar en algo las mañanas y quizá incluso hacer algún amigo, amén de costearme al menos algunos gastos, pocos, ya que había quedado muy claro que el irrisorio sueldo apenas iba a llegar para pagar el alquiler de un cuarto en Manhattan. Porque estaba claro que no podía pretender quedarme dos meses enteros en el minúsculo apartamento de Sonia, cuyo sofá, por cierto, estaba desfondadísimo y al que se le salían por todos lados los muelles que, en la escasa semana que llevaba yo en NY, me habían dejado unas visibles marcas en mi espalda dignas de esclava sexual, como si cada noche viniera a visitarme el mismísimo íncubo que poseyera a la pobre Mia Farrow en La semilla del diablo. Sin embargo, yo estaba segura de que podría encontrar alojamiento para el verano y, además, ya había hecho de lectora en el pasado: justo al acabar la carrera y poco antes de conocer al hombre cuyo nombre está escrito en papel de pergamino y encerrado en una botella enterrada en un descampado por la zona de Cuatro Vientos, había pasado seis meses en la Universidad de Manchester dando clases de español, y me había gustado mucho hacerlo pues descubrí, para mi sorpresa, que se me daba bastante bien tratar con los alumnos. Vete a saber si me atraía lo de la labor profesoral porque significaba meterme de manera simbólica en la piel de José Merlo, ya que en su cama nunca pude hacerlo.

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